Carlos Castaneda - Una realidad aparte
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- Libro:Una realidad aparte
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1971
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Una realidad aparte: resumen, descripción y anotación
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CARLOS CÉSAR SALVADOR ARANHA CASTANEDA (Cajamarca, Perú, 25 de diciembre de 1925 o Juqueri, Brasil, 25 de diciembre de 1935 - Los Ángeles, 27 de abril de 1998) fue un antropólogo y escritor, autor de una serie de libros que describirían su entrenamiento en un tipo particular de nahualismo tradicional mesoamericano, al cual él se refería como una forma muy antigua y olvidada.
Sus 10 libros, publicados en 17 idiomas, fueron grandes éxitos de ventas dentro y fuera de Estados Unidos, tenía decenas de millones de lectores en todo el mundo y una vez había sido portada de la revista Time con el calificativo de «líder del Renacimiento Americano».
Aunque el origen de los libros de Castaneda seguirá siendo siempre un misterio, no puede negarse que el autor tenía un conocimiento notable de los estados alterados de consciencia, de los efectos de las plantas visionarias y de formas de pensar de las culturas arcaicas del continente americano. Además, su habilidad con la pluma, los apuntes psicológicos de los personajes que desfilan por sus libros, la capacidad para mantener en vilo al lector, y el acierto de contactar con los desvelos e intereses de una época, acabaron por dar en el clavo y convertir su obra en un punto de referencia.
Para acabar, mencionar que el personaje descrito por Castaneda no es un chamán en el sentido tradicional del término —o sea, una persona que se dedica a realizar sesiones en bien de la comunidad, o para sanar—, sino que representa una «persona de conocimiento» que sigue su propio camino personal para descubrir y entrenarse, empleando plantas u otras técnicas, en su relación con el mundo, con su parte invisible y misteriosa.
Pero murió tan secretamente como había vivido. Era Carlos Castaneda, autor de la serie de libros sobre las enseñanzas del mago indio Don Juan, y un mito de la espiritualidad en los años 70.
Don Juan caminó despacio en torno mío. Parecía deliberar si decirme algo o no. Dos veces se detuvo y pareció cambiar de idea.
—El que regreses o no carece por entero de importancia —dijo al fin—. De todos modos ya tienes la necesidad de vivir como guerrero. Siempre has sabido cómo hacerlo; ahora estás simplemente en la posición de tener que usar algo que antes desechabas. Pero tuviste que luchar por este conocimiento; no te lo dieron así nomás, no te lo pasaron así nomás. Tuviste que sacártelo a golpes. Sin embargo, eres todavía un ser luminoso. Todavía vas a morir como todos los demás. Una vez te dije que no hay nada que cambiar en un huevo luminoso.
Calló un momento. Supe que me miraba, pero esquivé sus ojos.
—Nada ha cambiado realmente en ti —dijo.
2 de abril, 1968
DON JUAN me miró un momento y no pareció en absoluto sorprendido de verme, aunque habían pasado más de dos años desde mi última visita. Me puso la mano en el hombro y sonriendo con suavidad dijo que me veía distinto, que me estaba poniendo gordo y blando.
Yo le había llevado un ejemplar de mi libro. Sin ningún preámbulo, lo saqué de mi portafolio y se lo di.
—Es un libro sobre usted, don Juan —dije.
Él lo tomó y lo hojeó rápidamente como si fuera un mazo de cartas. Le gustaron el color verde del forro y el tamaño del libro. Sintió la cubierta con la palma de las manos, le dio vuelta un par de veces y luego me lo devolvió. Sentí una oleada de orgullo.
—Quiero que usted lo guarde —dije.
Don Juan meneó la cabeza con una risa silenciosa.
—Mejor no —dijo, y luego añadió con ancha sonrisa—: Ya sabes lo que hacemos con el papel en México.
Reí. Su toque de ironía me pareció hermoso.
Estábamos sentados en una banca en el parque de un pueblito en el área montañosa de México central. Yo no había tenido absolutamente ninguna manera de informarle sobre mi intención de visitarlo, pero me había sentido seguro de que lo hallaría, y así fue. Esperé sólo un corto tiempo en ese pueblo antes de que don Juan bajara de las montañas; lo hallé en el mercado, en el puesto de una de sus amistades.
Don Juan me dijo, como si nada, que había llegado yo justo a tiempo para llevarlo de regreso a Sonora, y nos sentamos en el parque a esperar a un amigo suyo, un indio mazateco con quien vivía.
Esperamos unas tres horas. Hablamos de diversas cosas sin importancia, y hacia el final del día, exactamente antes de que llegara su amigo, le relaté algunos eventos que yo había presenciado pocos días antes.
Mientras viajaba a verlo, mi carro se descompuso en las afueras de una ciudad y tuve que quedarme en ella tres días, mientras lo reparaban. Había un motel enfrente del taller mecánico, pero las afueras de las poblaciones siempre me deprimen, así que me alojé en un moderno hotel de ocho pisos en el centro de la ciudad.
El botones me dijo que el hotel tenía restaurante, y cuando bajé a comer descubrí que había mesas en la acera. Era un arreglo bastante bonito, en la esquina de la calle, a la sombra de unos arcos bajos de ladrillo, de líneas modernas. Hacía fresco afuera y había mesas desocupadas, pero preferí sentarme en el interior mal ventilado. Había advertido, al entrar, un grupo de niños limpiabotas sentados en la acera frente al restaurante, y estaba seguro de que me acosarían si tomaba una de las mesas exteriores.
Desde donde me hallaba sentado, podía ver al grupo de muchachos a través del aparador. Un par de jóvenes tomaron una mesa y los niños se congregaron alrededor de ellos, ofreciendo lustrarles los zapatos. Los jóvenes rehusaron y quedé asombrado al ver que los muchachos no insistían y regresaban a sentarse en la acera. Después de un rato, tres hombres en traje de calle se levantaron y se fueron, y los muchachos corrieron a su mesa y empezaron a comer las sobras: en cuestión de segundos los platos se hallaron limpios. Lo mismo ocurrió con las sobras de todas las demás mesas.
Advertí que los niños eran muy ordenados; si derramaban agua la limpiaban con sus propios trapos de lustrar. También advertí lo minucioso de sus procedimientos devoradores. Se comían incluso los cubos de hielo restantes en los vasos de agua y las rebanadas de limón para el té, con todo y cáscara. No desperdiciaban absolutamente nada.
Durante el tiempo que permanecí en el hotel, descubrí que había un acuerdo entre los niños y el administrador del restaurante; a los muchachos se les permitía rondar el local para ganar algún dinero con los clientes, y asimismo comer las sobras, siempre y cuando no molestaran a nadie ni rompieran nada. Había once niños en total, y sus edades iban de los cinco a los doce años; sin embargo, al mayor se le mantenía a distancia del resto del grupo. Lo discriminaban deliberadamente, mofándose de él con una cantinela de que ya tenía vello púbico y era demasiado viejo para andar entre ellos.
Después de tres días de verlos lanzarse como buitres sobre las más escasas sobras, me deprimí verdaderamente, y salí de aquella ciudad sintiendo que no había esperanza para aquellos niños cuyo mundo ya estaba moldeado por su diaria pugna por migajas.
—¿Les tienes lástima? —exclamó don Juan en tono interrogante.
—Claro que sí —dije.
—¿Por qué?
—Porque me preocupa el bienestar de mis semejantes. Esos son niños y su mundo es feo y vulgar.
—¡Espera! ¡Espera! ¿Cómo puedes decir que su mundo es feo y vulgar? —dijo don Juan—, remedándome con burla. A lo mejor crees que tú estás mejor, ¿no?
Dije que eso creía, y me preguntó por qué, y le dije que, en comparación con el mundo de aquellos niños, él mío era infinitamente más variado, más rico en experiencias y en oportunidades para la satisfacción y el desarrollo personal. La risa de don Juan fue amistosa y sincera. Dijo que yo no me fijaba en lo que decía, que no tenía manera alguna de saber qué riqueza ni qué oportunidades había en el mundo de esos niños.
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