Para don Juan
y para las dos personas que compartieron conmigo
su sentido del tiempo mágico
«Como Lázaro vuelto de la tumba» (dijo algún crítico), un antropólogo narra la primera etapa del aprendizaje que lo convertirá en «hombre de conocimiento» bajo la guía de un brujo yaqui. Por diversos medios, don Juan sumerge a su discípulo en una «realidad no ordinaria», tan objetiva como la cotidiana pero totalmente distinta, inexplicable para nuestros esquemas de pensamiento pero no para la sabiduría antigua, que el maestro transmite con impecable coherencia lógica y poética.
La popularidad alcanzada por los textos de Castaneda confirma que agitan zonas profundas y olvidadas del alma colectiva, que Octavio Paz evoca en su prólogo: «Todos vimos alguna vez el mundo con esa mirada anterior pero hemos perdido el secreto». ¿Nos atrevemos a recuperarlo? Las dudas y los terrores de Castaneda son los de todos nosotros y, como él, oscilamos entre lo racional y lo mágico.
Las otras obras del ciclo, iniciado en este libro, son: Relatos de poder, Una realidad aparte y Viaje a Ixtlán.
Carlos Castaneda
Las enseñanzas de don Juan
Una forma yaqui de conocimiento
ePub r1.0
othon_ot11.01.14
Título original: The Teachings of Don Juan: a Yaqui Way of Knowledge
Carlos Castaneda, 1968
Traducción: Juan Tovar
Editor digital: othon_ot
ePub base r1.0
CARLOS CÉSAR SALVADOR ARANHA CASTANEDA (Cajamarca, Perú, 25 de diciembre de 1925 o Juqueri, Brasil, 25 de diciembre de 1935 - Los Ángeles, 27 de abril de 1998) fue un antropólogo y escritor, autor de una serie de libros que describirían su entrenamiento en un tipo particular de nahualismo tradicional mesoamericano, al cual él se refería como una forma muy antigua y olvidada.
Sus 10 libros, publicados en 17 idiomas, fueron grandes éxitos de ventas dentro y fuera de Estados Unidos, tenía decenas de millones de lectores en todo el mundo y una vez había sido portada de la revista Time con el calificativo de «líder del Renacimiento Americano».
Aunque el origen de los libros de Castaneda seguirá siendo siempre un misterio, no puede negarse que el autor tenía un conocimiento notable de los estados alterados de consciencia, de los efectos de las plantas visionarias y de formas de pensar de las culturas arcaicas del continente americano. Además, su habilidad con la pluma, los apuntes psicológicos de los personajes que desfilan por sus libros, la capacidad para mantener en vilo al lector, y el acierto de contactar con los desvelos e intereses de una época, acabaron por dar en el clavo y convertir su obra en un punto de referencia.
Para acabar, mencionar que el personaje descrito por Castaneda no es un chamán en el sentido tradicional del término —o sea, una persona que se dedica a realizar sesiones en bien de la comunidad, o para sanar—, sino que representa una «persona de conocimiento» que sigue su propio camino personal para descubrir y entrenarse, empleando plantas u otras técnicas, en su relación con el mundo, con su parte invisible y misteriosa.
Pero murió tan secretamente como había vivido. Era Carlos Castaneda, autor de la serie de libros sobre las enseñanzas del mago indio Don Juan, y un mito de la espiritualidad en los años 70.
Notas
COMENTARIOS DEL AUTOR EN OCASIÓN DEL TRIGÉSIMO AÑO DE LA PUBLICACIÓN DE LAS ENSEÑANZAS DE DON JUAN: UNA FORMA YAQUI DE CONOCIMIENTO
Las enseñanzas de don Juan: una forma yaqui de conocimiento se publicó por primera vez en 1968 (primera edición en español en 1974, FCE ). En ocasión del trigésimo año de su publicación, me gustaría hacer algunas aclaraciones acerca de la obra misma y formular algunas conclusiones generales con respecto al tema del libro, a las que he llegado tras años de esfuerzos serios y consistentes. El libro fue el resultado de un trabajo antropológico de campo que realicé en el estado de Arizona, Estados Unidos de América, y en el estado de Sonora, México. Cuando me encontraba dedicado a cursar mis estudios de graduado en el Departamento de Antropología de la Universidad de California, Los Ángeles, por casualidad conocí a un viejo chamán, un indio yaqui del estado de Sonora, México. Su nombre era Juan Matus.
Consulté a varios profesores del Departamento de Antropología acerca de la posibilidad de hacer trabajo de campo antropológico sirviéndome del viejo chamán como informante clave. Cada uno de esos profesores trató de disuadirme basándose en su convicción de que antes de pensar en hacer trabajo de campo tenía que darle prioridad a los cursos de requisito académico en general, y a las formalidades de mis estudios de graduado, tales como los exámenes escritos y orales. Los profesores tenían toda la razón. No tenían que persuadirme para que entendiera la lógica de sus consejos.
Había, sin embargo, un profesor, el doctor Clemente Meighan, que abiertamente incitó mi interés en hacer trabajo de campo. Es a él a quien debo dar crédito total por haberme inspirado a llevar a cabo la investigación antropológica. Fue el único que me impulsó a sumergirme tan profundamente como pudiera en la posibilidad que se había abierto para mí. Su exhortación se basaba en su experiencia personal en el trabajo de campo como arqueólogo. Me dijo que lo que había descubierto a través de su trabajo era que el tiempo apremiaba y que quedaba muy poco antes de que áreas de conocimiento enormes y complejas, alcanzadas por culturas en declinación se perdieran para siempre bajo el impacto de la tecnología y las corrientes de filosofía modernas. Me dio como ejemplo el trabajo de algunos antropólogos conocidos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX , quienes coleccionaron datos etnográficos sobre las culturas indígenas americanas de las llanuras, o de California, tan rápido y tan metódicamente como fuera posible. Su prisa era justificada, porque dentro de una generación, las fuentes de información acerca de la mayoría de esas culturas indígenas fueron arrasadas, sobre todo entre las culturas indígenas de California.
Al mismo tiempo que ocurría lo anterior, tuve la buena suerte de tomar clases con el profesor Harold Garfinkel, del Departamento de Sociología de la UCLA . Él me proveyó con el paradigma etnometodológico más extraordinario, en el cual las acciones prácticas de la vida cotidiana eran tema auténtico para el discurso filosófico, y cualquier fenómeno que se encontrara bajo investigación debía ser examinado bajo su propia luz, y de acuerdo a sus reglas y consistencias propias. Si había algunas leyes o reglas a establecer, éstas tendrían que ser propias al fenómeno mismo. Por lo tanto, las acciones prácticas de los chamanes, vistas como un sistema coherente con sus propias reglas y configuraciones, eran tema digno de una investigación seria. Tal investigación no tenía que ser sometida a teorías elaboradas a priori, ni a comparaciones con el material obtenido bajo los auspicios de un fundamento filosófico diferente.
Bajo la influencia de estos dos profesores me involucré profundamente en mi trabajo de campo. Las dos fuerzas que me impulsaban, que venían de mi contacto con estos dos hombres eran: que le quedaba muy poco tiempo a los procesos de pensamiento de las culturas indígenas americanas antes de que todo se perdiera en el revoltijo de la tecnología moderna; y que el fenómeno bajo observación, sea lo que fuere, era un tema genuino para la investigación y merecía el mayor esmero y seriedad de mi parte.