La relación de las últimas «enseñanzas de don Juan» cierra impecablemente el ciclo iniciado con el libro de ese título y proseguido en Una realidad aparte y Viaje a Ixtlán.
Las lecciones de brujería y la obra que las narra llevan aquí sus postulados a la conclusión natural: los misterios del conocimiento secreto se disipan como la bruma en el acto mismo de cobrar concreción definitiva; una acumulación de poder personal resulta en la despersonalización del poder y todos los prodigios se funden en el único prodigio de la vida terrena.
Puede advertirse el paralelismo entre la iniciación guerrera que Castaneda ha cursado y la «disciplina sin doctrina» del Zen, y no son menos claras las diferencias de tono y humor, es decir, civilización.
Sabiduría bárbara, la de don Juan reaviva estructuras primitivas de la conciencia e inserta su realidad mágica en nuestro realismo convencional, no sólo produciendo fenómenos que contradicen las convenciones, sino a través del discurso articulado que postula todo un modelo del mundo.
Pero este encuentro de la cultura occidental con las raíces indígenas es, en primera instancia, una historia cautivante que fluye entre el asombro y la risa.
Carlos Castaneda
Relatos de poder
Las enseñanzas de don Juan - 4
ePub r1.1
totem 09.12.16
Título original: Tales of power
Carlos Castaneda, 1974
Traducción: Juan Tovar
Editor digital: totem
ePub base r1.2
Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.
San Juan de la Cruz, «Dichos de luz y amor»
CARLOS CÉSAR SALVADOR ARANHA CASTANEDA (Cajamarca, Perú, 25 de diciembre de 1925 o Juqueri, Brasil, 25 de diciembre de 1935 - Los Ángeles, 27 de abril de 1998) fue un antropólogo y escritor, autor de una serie de libros que describirían su entrenamiento en un tipo particular de nahualismo tradicional mesoamericano, al cual él se refería como una forma muy antigua y olvidada.
Sus 10 libros, publicados en 17 idiomas, fueron grandes éxitos de ventas dentro y fuera de Estados Unidos, tenía decenas de millones de lectores en todo el mundo y una vez había sido portada de la revista Time con el calificativo de «líder del Renacimiento Americano».
Aunque el origen de los libros de Castaneda seguirá siendo siempre un misterio, no puede negarse que el autor tenía un conocimiento notable de los estados alterados de consciencia, de los efectos de las plantas visionarias y de formas de pensar de las culturas arcaicas del continente americano. Además, su habilidad con la pluma, los apuntes psicológicos de los personajes que desfilan por sus libros, la capacidad para mantener en vilo al lector, y el acierto de contactar con los desvelos e intereses de una época, acabaron por dar en el clavo y convertir su obra en un punto de referencia.
Para acabar, mencionar que el personaje descrito por Castaneda no es un chamán en el sentido tradicional del término —o sea, una persona que se dedica a realizar sesiones en bien de la comunidad, o para sanar—, sino que representa una «persona de conocimiento» que sigue su propio camino personal para descubrir y entrenarse, empleando plantas u otras técnicas, en su relación con el mundo, con su parte invisible y misteriosa.
Pero murió tan secretamente como había vivido. Era Carlos Castaneda, autor de la serie de libros sobre las enseñanzas del mago indio Don Juan, y un mito de la espiritualidad en los años 70.
CITA CON EL CONOCIMIENTO
Llevaba yo varios meses sin ver a don Juan. Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en casa de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a un impulso, me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en Sonora. Estacioné el coche y caminé una corta distancia hasta la casa misma. Para mi sorpresa, lo encontré allí.
—¡Don Juan! No esperaba hallarlo aquí —dije.
Echó a reír, deleitado por mi asombro. Estaba sentado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta delantera. Al parecer me aguardaba. Había un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura con que me saludó. Quitándose el sombrero, lo agitó cómicamente en florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo militar. Se hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre una silla de montar.
—Siéntate, siéntate —dijo en tono jovial—. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí.
—Ya me estaba yendo hasta Oaxaca a buscarlo, don Juan —dije—. Y luego habría tenido que regresar a Los ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de manejar.
—De todos modos me habrías encontrado —dijo él en tono misterioso—, pero digamos que me debes los seis días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías emplear en algo más interesante que andar correteando en tu carro.
Había algo cautivante en la sonrisa de don Juan. Su calidez era contagiosa.
—¿Y dónde están los instrumentos? —preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano.
Le dije que los había dejado en el coche; él respondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos.
—Acabo de escribir un libro —dije.
Fijó en mí una mirada larga y peculiar que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si empujase mi parte media con un objeta suave. Sentí que me iba a poner mal, pero entonces don Juan miró para otro lado y recobré mi primera sensación de bienestar.
Quise hablar de mi libro, pero él indicó con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió. Desbordaba ligereza y encanto, e inmediatamente me envolvió en una larga conversación acerca de personas y de sucesos actuales. Al cabo de un buen rato logré por fin desviar la conversación hacia el tópico de mi interés. Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas, me di cuenta de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra asociación, una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio el papel de las plantas alucinógenas.
—¿Por qué me hizo usted tomar tantas veces esas plantas de poder? —pregunté.
Rió y musitó, en voz muy suave:
—Porque eres un idiota.
Lo oí perfectamente, pero quise cerciorarme y fingí no haber entendido.
—¿Cómo dijo? —inquirí.
—Tú sabes lo que dije —replicó, y se puso en pie.
Al pasar junto a mí me golpeó la cabeza con un dedo.
—Eres un poco lento —dijo—. Y no había otra forma de sacudirte.
—¿De modo que nada de eso era absolutamente necesario? —pregunté.
—Lo era, en tu caso. Pero hay otros tipos de gente que no parecen necesitarlas.
Se quedó parado junto a mí, la vista fija en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego volvió a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje, pero no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo.