Leo Perutz
El Maestro del Juicio Final
Traducción de Jordi Ibáñez
Un prólogo en lugar de un epílogo
Mi trabajo ha terminado. He puesto por escrito los sucesos del otoño de 1909, aquella trágica sucesión de acontecimientos en los que me vi envuelto de manera tan extraña. He escrito toda la verdad. Nada he pasado por alto ni nada he omitido. ¿Qué razón hubiera podido tener para hacerlo? No había ningún motivo para ocultar nada.
Durante el trabajo de redacción descubrí que en mi memoria habían quedado retenidos un sinfín de detalles, muchos de los cuales carecían de la menor importancia: charlas, ocurrencias insignificantes, los pequeños eventos de cada día… Me di cuenta, sin embargo, de que me había formado una concepción completamente falsa del lapso de tiempo en el que todo había sucedido. Aún ahora, cuando pienso en ello, tengo la impresión de que los hechos tuvieron lugar a lo largo de varias semanas, lo cual es totalmente erróneo. Sé muy bien la fecha del día en que el doctor Gorski vino a recogerme a casa para que fuéramos a tocar algo de música en la villa de los Bischoff: era el 26 de septiembre de 1909, un domingo. Todavía recuerdo, como si los tuviera ante mis ojos, los detalles y acontecimientos de aquel día. El correo de la mañana me había traído una carta de Noruega, y mientras intentaba descifrar el matasellos pensé en aquella joven estudiante con la que tuve el placer de compartir mi mesa durante la travesía del fiordo de Stavanger. De hecho, ella misma había prometido escribirme. Abrí la carta, pero cuál no fue mi decepción al ver que sólo contenía el prospecto publicitario de un hotel junto al glaciar de Hardanger especializado en deportes de invierno.
Luego fui un rato al club de esgrima. Durante el trayecto, en la Florianigasse, me sorprendió un aguacero, de modo que tuve que correr a refugiarme en el portal de una casa en cuyo patio interior descubrí un viejo jardín bastante descuidado, con una fuente barroca hecha de piedra. Una mujer anciana se dirigió a mí para preguntarme si en aquella casa vivía una modista llamada Kreutzer. Lo tengo todo tan presente que parece que hubiera sucedido ayer mismo. Después dejó de llover. De hecho, aquel día lo recuerdo más bien con un cielo sin nubes y un viento cálido que soplaba del sur.
Al mediodía almorcé con dos camaradas del regimiento en el jardín de un restaurante. No leí los diarios de la mañana hasta después de comer. Traían los consabidos artículos en torno a la cuestión de los Balcanes y la estrategia política empleada por el partido de los Jóvenes Turcos. Es verdaderamente sorprendente que pueda acordarme de todo esto. Uno de los editoriales hablaba de un viaje del rey de Inglaterra, y otro de los planes del sultán turco: «Abdul Hamid se mantiene a la expectativa», rezaba el titular impreso en letra gruesa. Las crónicas del día traían detalles de las vidas de Shefket Pasha y Niazi Bey. ¿Quién se acuerda hoy de estos nombres? Por la noche había tenido lugar un incendio en la estación del Noroeste que había «convertido en carbón importantes partidas de madera». Una asociación universitaria anunciaba una puesta en escena del Danton de Büchner. En la ópera se estaba representando el Crepúsculo de los dioses, con un cantante de Breslau como figura invitada en el papel de Hagen. En la Kunstschau se exponían obras de Jaan Toorop y Lovis Corinth, y al parecer la ciudad entera corría a admirarlas. No sé muy bien dónde, creo que en San Petersburgo, había huelgas y disturbios de trabajadores. En Salzburgo se había profanado una iglesia, y de Roma llegaba la noticia de ciertos alborotos que habían tenido lugar en el palacio de la Consulta. Impresa en letra más pequeña, también venía una noticia sobre la quiebra del banco Bergstein. No me sorprendió, ni mucho menos, pues era algo que ya se veía venir desde hacía tiempo y yo había tomado la precaución de retirar el dinero que tenía depositado allí. Pero no pude evitar el pensar en un conocido mío, el actor Eugen Bischoff, quien también había confiado su fortuna a ese banco. Tendría que haberle advertido, pensé. Pero, ¿me hubiera hecho caso? El era de la opinión de que yo estaba siempre mal informado, y además, ¿para qué iba yo a mezclarme en los asuntos ajenos? Y al punto recordé una charla que había mantenido días antes con el director del Hoftheater. El diálogo recayó sobre Eugen Bischoff. «El hombre está envejeciendo y es una verdadera lástima, pero yo no puedo ayudarlo», dijo mi interlocutor, y luego añadió algo sobre el empuje de las nuevas generaciones, que suben con más fuerza que nunca. Si mi impresión era la correcta, pocas posibilidades tenía Eugen Bischoff de renovar su contrato. Sólo le faltaba ahora la desgracia de Bergstein amp; Cía.
Todo esto lo recuerdo perfectamente. Y cuanto más claro conservo en mi memoria lo ocurrido aquel 26 de septiembre, tanto más incomprensible me resulta el hecho de que pueda situar a mediados de octubre el día en que entramos los tres en aquel inmueble de la Dominikanerbastei. Quizá sea el recuerdo de la hojarasca caída de los castaños sobre el camino de grava en el jardín, de las uvas maduras que los vendedores ofrecían desde sus puestos en las esquinas de las calles, o de la llegada del primer frío otoñal; puede que sea este cúmulo de recuerdos inconscientes que de algún modo relaciono con aquel día lo que me induce a la confusión. Es muy probable que sea eso. Pero lo cierto es que el 30 de septiembre fue la fecha en.que todo concluyó. Así lo he podido constatar con la ayuda de las notas personales que conservo de aquellos días.
Así pues, aquel trágico espectro solamente duró del 26 al 30 de septiembre. Durante cinco días se prolongó la afanosa cacería, la persecución de aquel enemigo invisible, que no era ya ningún ser de carne y hueso sino una espantosa aparición surgida de siglos pasados. Pudimos encontrar un rastro de sangre y comenzamos a seguirlo. En silencio, sin hacer ningún ruido, se había abierto la puerta de los tiempos. Ninguno de nosotros sabía adonde iba a conducirnos aquel camino, y hoy, cuando pienso en ello, me parece como si hubiéramos recorrido a tientas, paso a paso, con esfuerzo, un largo y oscuro corredor en cuyo final nos esperaba un. monstruo blandiendo su maza amenazadora. Y aquella maza cayó con un silbido dos, tres veces. Su último golpe fue para mí, que hubiera corrido la misma suerte que Eugen Bischoff y Solgrub si una mano salvadora no hubiera llegado justo a tiempo para devolverme a la vida.
¿Cuántas serán las víctimas que ese monstruo sangriento ha encontrado a lo largo de su camino por entre el espeso zarzal de los siglos, en su vagabundeo a través de los tiempos y los países más dispares? Ahora puedo mirar con otros ojos ciertos destinos del pasado. Tras la cubierta del libro he descubierto, entre las firmas de sus antiguos propietarios, un nombre medio borrado, casi ilegible. ¿Lo habré descifrado correctamente? ¿Es posible que también Heinrich von Kleist…? Pero no, no tiene ningún sentido hacer conjeturas de este tipo ni mezclar en ellas el nombre de los que han alcanzado la gloria. Nubes de niebla recubren su imagen. El pasado guarda silencio. Nunca surgirá una respuesta de la oscuridad.
Y todavía no he conseguido olvidarlo, no, todavía no lo he conseguido. Otra vez renacen desde lo más profundo de mi alma todas aquellas imágenes para acosarme día y noche. Aunque ahora, a Dios gracias, ya sólo son fantasmas incorpóreos, espectros cada vez más desdibujados y remotos. He conseguido que aquel nervio en mi cerebro se haya vuelto a dormir, pero su sueño todavía no es lo suficientemente profundo y a veces siento que me asalta un miedo repentino que me empuja hacia la ventana. Entonces es como si la espantosa luz del cielo se convirtiera en un tumulto de olas gigantes, y no soy capaz de darme cuenta de que es sólo la luz del sol lo que me deslumhra… ¡El sol, cubierto por el vapor de una neblina plateada, rodeado de nubes purpúreas, o solitario en medio del azul infinito del cielo! Luego, a mi alrededor aparecen tan sólo, mire adonde mire, los antiguos y ancestrales colores de este mundo terrenal. Nunca más, desde aquel día, he vuelto a ver un color tan terrible como aquel rojo cobrizo. Pero las sombras siguen ahí, y vuelven una y otra vez, me rodean, alargan hacia mí sus garras. ¿Debo creer que ya no me abandonarán nunca más?
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