Gene Wolfe
La Garra del Conciliador
Pero aún emana fortaleza de tus espinos,
y de tus abismos el sonido de la música.
Tus sombras yacen en mi corazón como rosas
y tus noches son como un vino embriagador.
El rostro de Morwenna, hermoso y enmarcado de cabello negro como mi capa, flotaba al único rayo de luz; la sangre de su cuello goteaba sobre las piedras. Sus labios se movían mudos y en ese marco (como si fuera el Increado que mira por esa hendidura hacia la Eternidad para contemplar el Mundo del Tiempo) yo veía la granja, veía a su marido Stachys que se debatía agonizante en la cama, al pequeño Chad en el estanque, que se bañaba la cara enfebrecida.
En el exterior Eusebia, la acusadora de Morwenna, aullaba como una bruja. Traté de llegar a los barrotes para decirle que se callara, y en seguida me perdí en la oscuridad de la celda. Cuando al fin volví a ver luz, contemplé el verde camino que partía de la sombra de la Puerta de la Piedad. De la mejilla de Dorcas brotaba sangre, y a pesar de los llantos y gritos de tantos, yo la oía gotear sobre el suelo. La Muralla era de una estructura tan imponente que dividía el mundo como la sola línea entre sus cubiertas divide dos libros; ante nosotros ahora se alzaba un bosque que podía haber estado creciendo desde la fundación de Urth, con árboles tan altos como riscos, envueltos en un verde puro. Entre ellos discurre el camino, invadido de hierba fresca, sobre el que yacían los cuerpos de hombres y mujeres. El humo de un pequeño carruaje en llamas teñía el aire puro.
Montados en corceles, aparecieron cinco jinetes cuyos colmillos como garfios estaban incrustados de lapislázuli. Llevaban cascos y esclavinas de indantrena azul, y lanzas cuyas cabezas emitían una llama azul. El flujo de viajantes se rompía sobre esos jinetes como una ola sobre la roca, abriéndose unos a la izquierda, otros a la derecha. Dorcas me fue arrebatada de los brazos y desenvainé Terminus Est para abrirme paso a tajos entre quienes nos separaban y he aquí que estuve a punto de herir al maestro Malrubius que con mi perro Triskele a su lado permanecía tranquilo en medio del tumulto. Al verle así, supe que estaba soñando y por ello supe, aun cuando dormía, que las visiones que anteriormente había tenido de él no habían sido sueños.
Tiré de las mantas. Oí el sonido del carillón en la Torre de la Campana. Era hora de levantarse, de correr a la cocina mientras me ponía la ropa, de removerle un puchero al hermano Cocinero y de hurtar de la parrilla una longaniza abierta, picante y casi quemada. Era hora de lavarse, de servir a los oficiales, de canturrearme las lecciones antes de ser examinado por el maestro Palaemón.
Desperté en el dormitorio de los aprendices, pero todo estaba mal colocado. Donde tenía que estar la portilla redonda había una simple pared, y en el lugar del mamparo, una ventana cuadrada. Había desaparecido la fila de estrechos camastros y el bajísimo techo.
Entonces desperté. Por la ventana entraban flotando aromas campestres, muy parecidos a la agradable fragancia de flores y árboles que procedente de la necrópolis solía atravesar la arruinada cortina de la muralla, pero mezclado en esta ocasión con un cálido olor a establo. Volvió el repique de campanas desde algún campanario no muy lejano, llamando a los pocos que aún tenían fe para implorar la llegada del Sol Nuevo. Aunque todavía era muy temprano, el viejo sol acababa apenas de descorrer el velo de la cara de Urth, y sólo las campanas rompían el silencio de la villa.
Ya Jonas se había dado cuenta la noche anterior de que nuestro aguamanil contenía vino. Con un poco de él me enjuagué la boca; aunque su astringencia lo hacía más agradable que el agua, quería algo de ésta para mojarme la cara y arreglarme el cabello. Antes de dormir me había hecho una almohada enrollando mi capa y dejando la Garra en el centro. La volví a desenrollar y, recordando que ya Agia había tratado de meter la mano en el esquero, escondí la Garra en la parte alta de mi bota.
Jonas dormía aún. Sé por experiencia que cuando duermen, las gentes parecen más jóvenes que despiertas, pero Jonas parecía más viejo, o quizá sólo más antiguo, pues tenía ese rostro de nariz y frente rectas que a menudo he contemplado en viejos cuadros. Enterré las ascuas del fuego en sus cenizas y me fui sin despertarlo.
Cuando hube terminado de refrescarme en el cubo del pozo del patio, la calle delante de la posada ya no estaba en silencio y había cobrado vida con los cascos de las bestias que chapoteaban en los charcos dejados por la lluvia de la noche y el ruido de las puntas de las cimitarras. Los animales, más altos que los hombres, eran negros o moteados, entornaban los ojos y el tosco pelo que les caía por la cara apenas les permitía ver. Me acordé de que el padre de Morwenna había sido boyero; tal vez era suyo este ganado, aunque parecía improbable. Esperé hasta que hubo pasado la última bestia para observar a los jinetes. Habían tres de ellos, polvorientos y vulgares, y blandían aguijadas con puntas de hierro más largas que ellos; les acompañaban sus perros, vulgares, vigilantes y feroces.
Volví a entrar en la posada y pedí el desayuno; me trajeron pan recién sacado del horno, mantequilla fresca, huevos de pato escabechados y chocolate batido sazonado con pimienta, signo seguro este último, aunque entonces aún lo ignoraba, de que me encontraba entre personas cuyas costumbres procedían del norte. El gnomo de nuestro anfitrión, un hombre calvo que sin duda me había visto hablar con el alcalde la noche anterior, daba vueltas en torno a mi mesa limpiándose la nariz con la manga, preguntando, cada vez que me servían un plato, si era bueno, y aunque en verdad todos lo eran, prometía mejorar la calidad en la cena y echaba la culpa a la cocinera, que era su mujer. Me trataba de sieur, y no porque creyese, como a veces ocurrió en Nessus, que yo era un exultante que iba de incógnito, sino porque aquí a un torturador, como brazo eficaz de la justicia, se le tenía en gran estima. Como la mayoría de los peones, no imaginaba más clases sociales que la suya y otra por encima de ella.
—¿Era cómoda la cama? ¿Había bastantes colchas? ¿Traemos más?
Con la boca llena, asentí.
—Lo haremos. ¿Habrá bastante con tres? Usted y el otro sieur, ¿se sienten cómodos juntos?
Iba a decirle que preferiría habitaciones separadas (no tenía a Jonas por ladrón, pero temía que la Garra fuese demasiado tentadora para cualquier hombre, y además no estaba habituado a dormir acompañado) cuando se me ocurrió que quizás él no podría pagarse un cuarto privado.
—¿Estará hoy allí, sieur, cuando tiren la tapia? Aunque un albañil podría quitar los sillares, se dice que Barnoch se mueve en el interior y que quizá le queden fuerzas. Tal vez haya encontrado un arma. ¡Aunque fuera lo último, sería capaz de morderle los dedos al albañil!
—No oficialmente. Quizá vaya a verlo si puedo.
—Va a acudir todo el mundo. —El calvo se frotó las manos, que le resbalaban como si se las hubiera engrasado.— Habrá una feria, ¿sabe? El alcalde lo ha anunciado. Tiene olfato para los negocios, vaya si lo tiene. Imagine un hombre corriente: lo ve aquí en mi reservado y lo único que se le ocurre es que usted tiene que acabar con Morwenna. ¡Pero no nuestro hombre! Ve las cosas y las posibilidades que ofrecen. Puede decirse que en un abrir y cerrar de ojos se sacó la feria de la cabeza, con sus tenderetes, cintas de colores, carne asada, algodones de azúcar y todo eso. ¿Y hoy? Pues hoy abriremos la casa tapiada y haremos salir a Barnoch como si fuera un tejón. Eso los enardecerá y los atraerá en leguas a la redonda. Después le veremos a usted dar cuenta de Morwenna y de ese paisano. Mañana comenzará usted con Barnoch (empieza con hierros candentes, ¿verdad?) y todo el mundo querrá estar allí. Pasado mañana, acaba con el otro y se recogen las tiendas. De nada vale dejar que sigan por aquí mucho tiempo si ya se han gastado el dinero, pues empiezan a mendigar y a pelearse y demás. ¡Todo bien pensado y planeado! ¡Eso es un alcalde!