Mercedes Guerrero
El Árbol De La Diana
© 2010, Mercedes Guerrero González
Recogemos el fruto de nuestra siembra, pero a veces la cosecha se retrasa y son otros los que recogen la tempestad que alguien ha dejado dormida a través del tiempo en la memoria de sus víctimas. Pero el silencio no siempre consigue borrar los recuerdos, y basta una brisa de aire fresco para levantar la espesa capa de polvo con la que creyeron deshacerse de un miserable pasado, encerrado y amordazado durante años, que se proyecta hacia delante con los puños apretados.
La maldad tiene vida propia, y solo necesita que la gente de bien mire hacia otro lado para continuar su tarea.
Un ser inocente disfrutó de la felicidad que otros le proporcionaron a cambio de su propio sacrificio, con el que pretendían librarle del infame futuro que le aguardaba. Pero esas ingenuas almas ignoraban que al hacerlo estaban confirmando lo que ya estaba escrito en la palma de su mano. Es el destino quien baraja las cartas y nos hace creer que podemos jugar a nuestro antojo. El azar no existe, y lo que aparenta ser un accidente o una triste casualidad no es más que el camino que ya estaba marcado de antemano.
Solo queda la oportunidad de gozar del tiempo que se nos ha regalado.
Washington D.C., 1 de agosto de 1991
La lluvia caía torrencialmente y la oscuridad se hizo dueña del ambiente. Una fuerte tromba de agua acompañada de cercanos relámpagos y truenos forzó el cierre del aeropuerto internacional de Washington Dulles; todos los vuelos estaban siendo retrasados o cancelados durante varias horas a causa de la inesperada tormenta veraniega que descargaba en aquellos momentos. De las pantallas informativas desaparecieron las señales horarias y la palabra delayed se repetía en todos los monitores.
Antonio Cifuentes dibujó una mueca de fastidio al escuchar la megafonía. Su jet privado tampoco podría despegar y se resignó a pasar unas aburridas horas, abrumado por el húmedo y sofocante calor que envolvía aquel espacio rebosante de gente que circulaba en todas direcciones.
Al fin encontró la sala VIP. Una agradable camarera le sirvió una copa y él se dispuso a relajarse leyendo la prensa tras librarse de su elegante chaqueta. El interés reparaba exclusivamente en las noticias de empresa; la política y los sucesos le eran ajenos, pues estaba en viaje de negocios y aquel no era su país. Después de unos eternos crucigramas, aún seguía aburrido en el sillón y alzó la vista para observar a los demás viajeros que compartían la sala con él. A su izquierda, un hombre de edad, grueso, con cuidada y canosa barba leía el periódico tras unas lentes bifocales; vestía pantalones y sombrero vaqueros, camisa a cuadros y botas de cuero bordadas y terminadas en punta; más al fondo, dos jóvenes ejecutivos charlaban animadamente mientras sostenían una copa entre las manos. Su mirada se desvió hacia el fondo de la sala para descubrir a la única mujer que les acompañaba en aquel exclusivo recinto. Era joven, calculó no más de veinticinco años, y estaba sola. Poseía una delicada belleza y su ángulo de visión le mostraba un bonito perfil: boca grande, cuello largo y grandes ojos rasgados que inspiraban un aire oriental. Sí, debía de tener algún antepasado de raza amarilla. La esbeltez de su pecho y la redondez de sus curvas exhibían una involuntaria sensualidad de la que no alardeaba, aunque se adivinaba bajo la discreta y elegante ropa: un pantalón marrón oscuro y jersey en tono más claro, sin mangas y cuello de cisne. Su larga y ondulada melena de color miel se replegaba hacia atrás ayudada por unas gafas de sol que despejaban su bronceado rostro, y unas discretas y solitarias perlas adornaban sus orejas. Poseía un aire de fragilidad que aumentaba su interés, y prolongó su examen durante unos instantes más: ella miraba hacia el suelo con aire pensativo, con una pierna cruzada sobre la otra y los brazos sobre el regazo; después realizó un suave gesto buscando algo en su bolso, extrajo un cuaderno y comenzó a escribir algo en él. Antonio examinó sus manos para comprobar que no llevaba alianza, ni siquiera anillos; en su muñeca derecha exhibía un brazalete plateado y en la izquierda un reloj con correa de piel marrón. Ella volvió a hurgar dentro del bolso y sacó un abanico de madera en color blanco decorado con flores azules y negras que abrió con una maestría inusual por aquellos territorios, moviéndolo de un lado a otro y mirando al frente. Antonio Cifuentes acotó su lugar de procedencia: era un típico abanico fabricado en España, país que conocía bien y al que viajaba a menudo por motivos de negocios. Advirtió entonces que la joven se levantaba y se dirigía al expositor frigorífico de las bebidas y se atrevió a seguirla en la convicción de que era la mejor compañía en aquellos momentos.
– Disculpe. ¿Puedo ayudarla? -preguntó en castellano a su espalda mientras ella abría la puerta.
– No, gracias. -Respondió en el mismo idioma sin molestarse en volver la cara para mirarle. Después cerró la vitrina, indiferente ante su amable invitación.
Le sorprendió la elección de la bebida: una cerveza Coronita. Debía de ser mexicana, como él, aunque no pudo descifrar su acento por la escueta e inexpresiva respuesta recibida. La joven regresó al sofá sin reparar en su presencia y él volvió a la tribuna de observación con más curiosidad que antes. Ella continuaba escribiendo en el cuaderno con pensativas pausas; más tarde extrajo una pequeña calculadora y realizó varias operaciones, tras las cuales esbozó una amplia sonrisa y apuntó en el papel el resultado de las mismas.
Y él seguía allí, aburrido, observando aquella delicada criatura y planeando la manera de abordarla para matar el tiempo de tedio durante aquella interminable espera, ignorando que el destino estaba ya trazado y que nada, a partir de aquel instante, volvería a ser como antes.
Por fin la megafonía comenzaba a enviar noticias agradables. Las salidas de los vuelos se restablecían lentamente y el aeropuerto regresaba a la normalidad. La observó por última vez. «Una linda chamaca», pensó mientras se levantaba con calma para dirigirse a la terminal de vuelos privados.
Antonio Cifuentes iba a cumplir cuarenta años y se sentía en la cumbre. Además de sus múltiples y pujantes negocios, había heredado un monumental imperio familiar tras la reciente y violenta muerte de su padre: la más grande y rica hacienda de México, donde el cultivo de cereales y la producción de ganado abastecía a buena parte del país. También se criaba allí una de las mejores ganaderías de toros de lidia del continente americano.
Era un hombre vengativo y jamás perdonaba una afrenta; en aquellos momentos estaba ansioso por celebrar su gran triunfo, una revancha que había llevado a cabo el día anterior en el despacho de sus abogados. Su ex socio y ahora competidor, Sergio Alcántara, había osado seducir a su esposa, a quien Antonio arrojó sin contemplaciones del hogar tras conocer la infidelidad. Pero las represalias aún no habían terminado; tenía intención de hacerles pagar por ello y se disponía a arruinarles la vida, tanto a nivel económico como social. Había comenzado con la compra de una colosal cadena hotelera con sede en Estados Unidos y establecimientos en todo el continente americano: la West Union Inn. Dicha cadena era a su vez accionista de otra ubicada en territorio mexicano, Veracruz Hoteles, cuyo presidente y ahora rival, Sergio Alcántara, ignoraba que iba a ser destituido y despojado de su propiedad. Se había propuesto ir directamente a la yugular con su campaña de acoso y derribo, que había ido camuflando a través de compras de paquetes de acciones en pequeños grupos a cargo de sociedades aparentemente ajenas a su
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