Batya Gur
Asesinato en el corazón de Jerusalén
Traducción del hebreo de Raquel García Lozano
Título original: Retzah be-derek Bet Lehem
Llega un momento en la vida en que una persona sabe perfectamente que, si no se lanza, si no deja de tener miedo a apostar y no sigue los dictámenes que su corazón ha forjado durante años, no lo hará nunca. Esas palabras, por supuesto, no las dijo Michael Ohayon en voz alta, pero exactamente así sonaron en su interior ante el farfulleo gruñón de Balilty, el jefe de la unidad de información, que no dejó de refunfuñar ni siquiera cuando Michael se inclinó sobre el cadáver. Se agachó para ver de cerca las fibras de seda que salían del pañuelo atado alrededor del cuello, debajo de esa cara convertida en una masa de sangre y huesos.
Ada Efrati, la persona que les había llamado, les esperaba en el rellano de la segunda planta, delante de la puerta del piso que acababa de comprar, y, nada más llegar, Balilty la asaltó con preguntas que daban a entender que, al día siguiente, sería interrogada en profundidad por el superintendente Ohayon. No se fijó en la mirada de asombro que ella le dirigió a Michael mientras subía detrás de Balilty por las escaleras exteriores que serpenteaban hasta el segundo y último piso del edificio. Ya en ese momento, cuando la vieron por primera vez a la luz del atardecer, Balilty volvió la cabeza y la escudriñó («¿Merece la pena o no? ¿Tú qué dices?», y sin esperar contestó él mismo: «Es fuerte, tiene unos labios bonitos, pero ¿has visto esas dos líneas junto a la boca? Están diciendo: "No me interesa". ¿Pero has visto qué cuerpo? ¿Y el temple que tiene? De hierro, hemos visto a muchas personas normales después de encontrar un cadáver, y ella, mira cómo está»).
Balilty no dejaba de refunfuñar mientras el doctor Solomon, el forense, que acababa de volver hacía unas semanas de un seminario de un mes en Estados Unidos, inclinado ya sobre el cadáver, comentaba, entre tarareo y tarareo durante la autopsia, los últimos avances en el terreno del ADN. Solomon palpaba las plantas de los pies del cadáver, pasaba una uña sobre la piel del brazo y, mientras tanto, daba datos sobre la temperatura corporal al pequeño micrófono de la grabadora que llevaba colgado del cuello. De vez en cuando se volvía hacia su ayudante, un joven alto, un inmigrante de Rusia, que seguía cada uno de sus movimientos y se secaba constantemente las manos húmedas en los pantalones caqui. También los dos miembros del laboratorio de criminalística estaban en la escena del crimen, y Jaffa fotografiaba desde abajo y desde el lateral las gigantescas calderas entre las que se encontraba el cadáver («Mira», murmuró Balilty cuando subían por la chirriante escalera de madera hacia la estrecha apertura que conducía al tejado, «esto es de la época del asedio, amontonaron aquí todas las calderas del barrio»). Después Jaffa se puso de rodillas, haciéndose una raja en los vaqueros por la que asomó una franja de piel pálida, y fotografió de cerca la cara destrozada y después los despojos de palomas y el cuerpo seco del gato que había sido arrojado encima. Alón, del laboratorio de criminalística, que estaba delante de Michael como un estudiante de química («Dicen que es una especie de sabio, un niño prodigio, un porteeento», se burló Balilty con escepticismo. «No sé lo que estará buscando aquí»), agitaba los pies, raspaba entre los dedos la tiza blanca y jugueteaba con el rollo de cinta de señalización amarilla. Era evidente que esperaba con ansiedad a que el forense le permitiera marcar la escena del crimen.
Balilty y Michael estaban en el coche de camino hacia el barrio de Baqah cuando les llamaron de la central. Al llegar al edificio, Balilty miró el porche redondeado y los ventanales que tenía a ambos lados.
– Esto es un palacio -dijo Balilty, con una admiración encubierta por una mueca-. ¿Lo han comprado ahora? Mira qué terreno tienen aquí -después anduvo entre los oxalis y las malas hierbas, señaló un árbol que extendía sus brazos desnudos hasta el segundo piso y dijo-: Es un árbol muerto, hay que arrancarlo.
Linda, la de la inmobiliaria, a quien Michael había recogido con el coche para que le enseñara a Balilty el apartamento que había comprado, le lanzó una mirada hostil. Se detuvo frente al árbol y miró a Balilty moviendo la cabeza.
– ¿Pero qué dices? -se sorprendió Linda-, este árbol es el más bonito del barrio, es un peral silvestre y ahora sencillamente ha perdido las hojas.
Pero Balilty, a quien no le gustaba que le llevaran la contraria, se apresuró a subir por las escaleras exteriores para encontrarse con Ada Efrati.
– Allí arriba, en el tejado, hay una mujer… -dijo, con un tono de voz sofocado y antes incluso de que llegaran al descansillo-. Está… está muerta. Le han machacado la cara. Es horrible. En mi vida he visto… Es horrible… es horrible.
Balilty intercambió unas palabras con ella, entró rápidamente en el piso y, por el amplio pasillo, se dirigió hacia la gran habitación en donde estaba la frágil escalera de madera que conducía al desván.
– ¿Han llamado a una ambulancia? -dijo Michael, sin pretender iniciar una conversación con ella en ese momento.
– No, está muerta -dijo ella-. Enseguida me he dado cuenta… Yo… ya he visto muertos antes. Enseguida me he dado cuenta de que era necesaria la policía -sólo cuando él se volvió hacia el walkie-talkie y pidió que enviaran de inmediato a los del laboratorio de criminalística y al forense, Ada Efrati reaccionó-: ¿Michael? ¿Eres tú, Michael?
Los había recibido junto a la puerta de entrada, debajo de una farola que se encendió en ese momento, aunque aún no era de noche; detrás de ella había una mujer baja y delgada que se rodeaba el cuerpo con los brazos.
– Es mi arquitecto -explicó Ada Efrati. La brillante luz de la farola dejaba ver su cara y las pupilas contraídas hacían que destacara el marrón oscuro de sus ojos aterrados. Su voz le resultó conocida, como una especie de débil eco. «Yo la conozco», se dijo Michael, «yo la conozco», y clavó la mirada en la afilada nariz aguileña, en la delicada línea de los labios y en la piel ligeramente bronceada que asomaba por la ancha manga. «Pues claro que la conozco», volvió a decirse, sorprendido.
– ¿No te acuerdas de mí? -dijo ella con una sonrisa desconcertada y con las palmas de las manos unidas en una especie de tenso abrazo, como hace quien pretende controlarse.
– ¿Quién ha dicho que no me acuerdo? ¿Cómo no iba a acordarme de ti, Ada? Ada Levi, claro que me acuerdo, tienes la misma cara… exactamente el mismo… Y los ojos… -se calló y miró la comisura de sus labios, que esbozaban una especie de sonrisa que no llegaba a sus ojos. Y en ese momento, bajo el desván, se desvaneció por un breve instante la escena del crimen, enmudecieron las voces de los del laboratorio de criminalística, se borró todo salvo el fuerte recuerdo de un olor a pomelo, unas manos doloridas, una escalera y al final, Ada; la suavidad de sus brazos y sus piernas, la piel de aceituna bronceada por el sol, un beso repentino, robado, breve, a los pies de la escalera. Sabor a pomelo. Y después, las noches en el campamento de verano, sus dedos temblorosos y torpes agitándose sobre los botones de su camisa e introduciéndose bajo las pequeñas copas de su sujetador blanco. Luego, cuando volvieron a la ciudad, todo terminó. No recordaba los detalles exactos: tenía un novio, en el servicio militar, mayor que ellos.
– Treinta años -le dijo-, y no has cambiado nada. Tienes el mismo…
– Y uno -le corrigió.
Él le lanzó una mirada interrogante.
– Treinta y uno. Fue el campamento del penúltimo curso del instituto, teníamos diecisiete años. De hecho yo tenía dieciséis y medio y tú, casi dieciocho. Ya… me habían contado que… Me habían contado cosas… y yo… yo… estaba, bueno, cómo decirlo.
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