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Elvira Lindo - Noches sin dormir: Último invierno en Nueva York

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Elvira Lindo Noches sin dormir: Último invierno en Nueva York
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    Noches sin dormir: Último invierno en Nueva York
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Noches sin dormir: Último invierno en Nueva York: resumen, descripción y anotación

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«Por primera vez en mi vida me puse a la tarea de es­cribir un diario. Quería dejar por escrito el día a día de un invierno en Nueva York, que tenía la particu­laridad de ser el último. Un invierno que se compor­tó como debía, salvajemente, con un frío que mordía a los paseantes en las esquinas y convertía cualquier paseo en una aventura, a menudo desoladora. Fueron días de frío y noches de insomnio creativo. Pero no sólo con palabras quería contarlo sino valiéndome de algunas de aquellas fotos que fui tomando durante los dos últimos años, con una constancia de cazadora so­litaria, de paseante alerta», Elvira Lindo.

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A la memoria de mi padre,

que nunca quiso tenerme tan lejos

It is easy to see the beginnings of things,

and harder to see the ends .

Joan Didion

I needed ugly and violent, ferocious and challenging.... Tere is a tremendous richness of life here, Tourette’s visibly present on the streets .

Oliver Sacks

No duermas, artista, no duermas , no te entregues al sueño . Que de lo eterno tú eres el rehén en la prisión del tiempo .

Borís Pasternak

Bello y desolado Nueva York visto desde el tren Enero Hace ahora diez - photo 7

Bello y desolado, Nueva York visto desde el tren .

Enero

Hace ahora diez años le conté mi vida a una psicóloga de Harvard que estaba haciendo un estudio sobre el Nest Syndrome, ese mal que aqueja a las madres cuando los hijos abandonan el nido. Aquí, en Estados Unidos, esa fecha está dramáticamente marcada en el calendario. Madres y padres saben que cuando los hijos cumplen los diecisiete, la edad habitual a la que se entra en la universidad, los perderán en gran medida para siempre. Los perderán. Mi profesora de pilates era hermana de esta académica de Harvard y, habiéndole contado mi caso, que nos habíamos venido a Nueva York dejando nosotros a los chicos en nuestro país, estaba interesada en hacerme una entrevista. Mi caso era el de una madre que abandona el nido antes que su hijo. Escribir esta frase me duele.

Aunque evidentemente era así, me sentí de pronto culpable o dolida o pillada en falta y le dije a la monitora de pilates que no tenía sentido que prestara mi testimonio a su hermana; al fin y al cabo, una madre española no abandona jamás a su hijo porque no existe una separación abrupta como ocurre en las familias americanas. Por el camino de vuelta a casa lo medité y finalmente acudí a la cita de la psicóloga. Su despacho estaba en una de esas preciosas edificaciones de no más de cuatro pisos que hay en el Upper East, frente a Central Park, en la Setenta y tantos. El lugar donde el cine nos ha hecho situar siempre a los psicoanalistas. Pero aquí no había diván sino dos sofás en ángulo. Era un espacio precioso, de techos altos y enfoscados nobles, y la psicóloga en cuestión tendría unos cuarenta y algo, era una mujer alta, muy atractiva, elegante, que me invitó a sentarme y colocó una grabadora en una mesa baja donde reposaban, como si se tratara de un hogar, unos cuantos libros de fotografía y un jarroncillo con flores. Más bien parecía que fuéramos dos amigas dispuestas a compartir un té.

Me habló de su proyecto y me pidió que le hablara sobre cómo había vivido mi marcha de España y la separación de mi hijo. Yo le dije, no sin antes disculparme por mi mal inglés, que no sólo me había separado de mi hijo biológico sino también de los tres de mi marido y de mi padre. Y de mis hermanos, y de mis amigos, y de todo lo que yo era, porque yo era alguien en Madrid, yo era una persona que paseaba por el centro y entraba a las tiendas a saludar a unos cuantos tenderos que me conocían de siempre, y yo iba a un restaurante y saludaba al dueño, al camarero, o al de la mesa de al lado que me había reconocido, porque en mi ciudad, le decía, hay gente que me reconoce, soy, por así decirlo, una persona popular, por aquello que escribo pero, además, porque me lo he ganado día a día, le dije, soy callejera, inquieta, y de fácil conversación.

Le conté tantas cosas respondiendo a su primera pregunta que me olvidé del motivo que me había llevado allí, y también ella pareció olvidarse, y a las dos horas tuvo que tenderme los pañuelos de papel que trajo del baño, porque no sé cómo ni por qué, tal vez porque hablaba en otro idioma y surgió de mí un impudor inesperado, hice un repaso a mi temprana orfandad, a mi primer matrimonio, a su inicio adolescente y a su traumático final, a mi embarazo solitario, a mi separación, a mi desamparo, a la radio, a mis vagabundeos solitarios por esta nueva ciudad en la que estaba desde hacía un año, a ese marido que trabajaba en el Instituto Cervantes y que yo no veía casi, al día en que mi padre vino a mi casa de Madrid a despedirse antes de que nos viniéramos a Nueva York y, ya en el porche, cuando se iba, me tomó la cara muy fuerte con las dos manos, como hacía él por no saber controlar la fuerza cuando se trataba de dar cariño, y vi cómo se le saltaban las lágrimas y ya, sin decir nada, echó a andar. Me quedé en la puerta, mirándolo hasta que desapareció al doblar la calle, iba lento y muy tieso, tal y como andaba después de la comida del sábado, en la que solía beberse casi una botella de vino y dos whiskies con el café. Solía decirnos que a él el alcohol no le afectaba, que lo metabolizaba estupendamente, y que el tabaco le había servido siempre como sedante. Yo le llevaba la contraria por sistema, porque la defensa vehemente que hacía de sus vicios siempre tenía algo retador, aunque ahora en el recuerdo no lo concibo sin fumar.

Me pareció que en aquel momento preciso, en ese tramo de la calle por el que se marchó, despacio pero muy derecho, como suelen andar los que han bebido de más pero no están dispuestos a perder la dignidad, entraba en la vejez que llevaba años evitando, y sentí que, de alguna manera, yo le había arrojado a ella.

No sé cómo pude contar todo esto, pero monologué durante dos horas. La profesora tuvo que levantarse a cambiar de cinta. Salió a despedirme a la puerta. Ya era de noche. A la mañana siguiente, tenía un correo suyo en mi buzón: me pedía disculpas, estaba consternada, no se había grabado nada. ¿Podía volver la tarde siguiente?

Fui, pero tan avergonzada estaba por haber tenido tal acceso de impudor el día anterior, que no hice más que titubear. Argumenté con torpeza que aunque me largara a Australia no sentiría más que el desgarro de la separación física porque sabría que siempre habría de volver a casa y que cuando volviera parecería que nunca me había ido. Y así fue, para todos menos para mi padre, que sintió de manera traumática que yo abandonaba el nido a los cuarenta y dos años. Desde el primer día, me preguntó por teléfono cada vez que llamaba:

—¿Cuándo dices que volvéis?

No supe nunca nada más de esta investigadora, ni si finalmente publicó su trabajo. Pero puede que ahí ande yo, con mi nombre y apellidos, en alguna biblioteca harvardiana, en papel y de viva voz, con mi mal inglés de recién llegada pero hablando sin descanso. Mi caso archivado, distinto al de las otras: el de la madre que se va, el de la hija que se va.

Me acuerdo de eso ahora, recién llegada al invierno neoyorquino.

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Creo que éste va a ser el último invierno que pasemos en Nueva York. Antonio va a dejar las clases de la universidad. Ya no tiene ganas de dedicar tanto tiempo a enseñar y, además, no ha hecho amigos aquí, no ha sentido la Universidad de Nueva York (NYU) como un lugar cálido. No alcanzo a comprender esa aspereza universitaria. Si yo fuera profesora en un departamento de literatura y llegara a dar clase un escritor como él, al día siguiente le invitaría a tomar un café o le daría mi teléfono por si necesitaba algo. Claro que yo le doy mi teléfono a todo el mundo, y así me va. Ésa es otra.

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