Margaret Weis - El templo de Istar
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Margaret Weis & Tracy Hickman
El templo de Istar
La Reunión
Una figura solitaria caminaba sigilosa hacia la distante luz. Nadie podía oírla, el eco de sus pisadas era absorbido por la vasta negrura que la rodeaba. Bertrem se abandonó a una momentánea turbación al contemplar las interminables hileras de libros y pergaminos que formaban parte de las Crónicas de Astinus y narraban la historia de su mundo, la historia de Krynn.
«Es como ser engullido por el tiempo», pensó con un suspiro, mientras observaba los silenciosos documentos. Cruzó su mente un repentino deseo de ser transportado a un lugar lejano, donde no tuviera que afrontar la ardua tarea que le aguardaba.
«Estos volúmenes contienen toda la sapiencia del orbe —se dijo en actitud meditabunda—. Sin embargo, nunca hallé un indicio capaz de facilitarme la intrusión en la mente de su autor».
Bertrem se detuvo junto a la puerta a fin de asumir el valor necesario. Sus ondeantes ropajes de Esteta se ordenaron en torno a su figura, cayendo en pliegues correctos y regulares. No obstante, su estómago rehusó seguir el ejemplo de la túnica y daba violentos saltos en sus entrañas. Se acarició con la mano el cuero cabelludo, un gesto nervioso y evocador de una época en que la elección de su oficio aún no le había costado la pérdida de sus cabellos.
«¿Qué le preocupaba?», se preguntó desalentado; aparte, por supuesto, del respeto que le infundía entrar a ver al Maestro, algo que no había hecho desde… desde… Un escalofrío recorrió su cuerpo. En efecto, desde que el joven mago estuviera a punto de morir en el umbral de la Gran Biblioteca durante la última guerra.
Guerra… cambios, eso era lo que había significado. Al igual que su ropa, el mundo parecía haberse apaciguado en su derredor, pero presentía nuevas metamorfosis, como le ocurriera dos años atrás. Deseaba poder impedirlas…
Bertrem volvió a suspirar. «No voy a impedir nada si me quedo plantado en la oscuridad», se amonestó. Se sentía incómodo, como si lo acechara una horda de fantasmas. Una brillante luz refulgía al otro lado de la puerta, esparciéndose por las rendijas hacia el vestíbulo. Tras lanzar una fugaz mirada a las sombras de los libros, pacíficos cadáveres que reposaban en sus tumbas, el Esteta accionó el picaporte y penetró en el estudio de Astinus de Palanthas. Aunque estaba dentro, éste no le habló, ni siquiera alzó la vista.
Atravesando con paso comedido la rica alfombra de lana de oveja que yacía extendida sobre el suelo marmóreo, Bertrem fue a detenerse ante el gran escritorio de madera bruñida. Durante unos minutos no despegó los labios, absorto en la contemplación de la mano con que el historiador guiaba la pluma de uno a otro lado del pergamino, a un ritmo rápido y regular.
—¿Y bien, Bertrem? —lo interrogó Astinus sin cesar de escribir.
El Esteta leyó las letras que, aunque invertidas para él, eran claras y fáciles de descifrar.
En el día de hoy, Hora de Vigilancia Nocturna subiendo hacia el 29, Bertrem ha entrado en mi estudio.
—Crysania, de la casa de Tarinius, desea veros, Maestro. Afirma que la esperáis. —Su voz se estranguló en un susurro, debido al enorme esfuerzo que había realizado para articular tan breves palabras.
Astinus continuó su labor.
—Maestro —aventuró Bertrem con voz queda, temblando ante su propia osadía—. No sabíamos qué hacer, después de todo es la hija de Paladine y nos resultó imposible negarle la admisión. Lo que…
—Condúcela a mis aposentos privados —ordenó el cronista sin cejar en su empeño ni mirar a su interlocutor.
La lengua de Bertrem se incrustó en su paladar con tal fuerza que quedó momentáneamente sin habla. Las letras fluían de la pluma sobre el blanco pergamino.
En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 28, Crysania de Tarinius ha acudido a su cita con Raistlin Majere.
—¡Raistlin Majere! —exclamó el Esteta, liberada su lengua por el pasmo y el horror—. ¿Debemos permitir que entre?
Astinus alzó al fin los ojos, y la irritación frunció su entrecejo. Al interrumpirse los fluidos trazos de su pluma un silencio sobrenatural envolvió la estancia, a la vez que Bertrem palidecía. El rostro del cronista podía tildarse de atrayente aunque de un modo atemporal, ajeno a las facciones habituales de los hombres. Después de verle nadie recordaba sus rasgos salvo sus ojos, aquellos ojos oscuros, alertas, penetrantes y en constante movimiento que parecían contemplarlo todo sin un parpadeo. A través de sus pupilas comunicaba un vasto universo de impaciencia, que recordó a Bertrem el paso inexorable del tiempo. Mientras ellos hablaban discurrían preciosos minutos de la Historia sin que nadie los registrara.
—Perdonadme, Maestro. —El Esteta se inclinó en una humilde reverencia y retrocedió presuroso por el estudio, cerrando la puerta al salir. Una vez en el exterior se enjugó el sudor que goteaba por su calva y se internó en los pasillos marmóreos, callados, de la Gran Biblioteca de Palanthas.
Astinus se detuvo en el umbral de su residencia privada para contemplar a la mujer que lo esperaba en su interior.
Situada en el ala occidental de la Gran Biblioteca, la morada del historiador era pequeña y, al igual que todas las salas del recinto, se hallaba repleta de libros encuadernados de los modos más diversos imaginables, que atestaban los estantes adosados al muro y vertían sobre la zona central de habitáculos un ligero olor a moho, como un mausoleo que hubiera permanecido sellado a lo largo de los siglos. El mobiliario era escaso, prístino. Las sillas, de madera trabajada en exquisitas tallas, resultaban duras e incómodas y estaban distribuidas por la cámara en torno a una mesa baja, próxima a la ventana, que no adornaba ningún objeto y reflejaba ahora la luz del sol poniente en su lisa y negra superficie. Reinaba en la habitación un orden perfecto, incluso la leña del hogar —las noches primaverales eran frescas en esta región septentrional— yacía amontonada con tal pulcritud que se asemejaba a una pira funeraria.
Aun así, pese a la pureza y primitivismo que dimanaba del aposento privado del cronista, el lugar parecía un mero espejo donde se dibujaba la belleza fría e indefinible de la mujer que allí aguardaba, sentada, con las manos unidas en el regazo.
Crysania de Tarinius adoptaba una actitud paciente. No se estremecía, ni siquiera suspiraba al contemplar la máquina del tiempo alimentada por agua que se alzaba en un rincón. Tampoco leía, aunque Astinus estaba seguro de que Bertrem le había ofrecido un libro. No recorría la estancia ni examinaba los pocos ornamentos que se alineaban en las vitrinas destinadas a los volúmenes más valiosos. Estaba sentada en una rígida e inclemente silla con los ojos, claros y brillantes, fijos en los ribetes encarnados de las nubes que se alzaban sobre las montañas como si quisiera guardar en su retina el espectáculo del primer, o acaso el último, crepúsculo de Krynn.
Tan absorta se hallaba en la visión que se desplegaba al otro lado de la ventana que Astinus entró sin que se percatase. La examinó el cronista con intenso interés, algo que no era inusitado en él pues solía escrutar a todo ser viviente con la misma mirada insondable. Lo que ya resultó más insólito fue la conmiseración y el hondo dolor que cruzó por un momento su rostro al observar a la mujer.
Astinus registraba la Historia. Lo había hecho desde los albores del tiempo, viéndola pasar ante sus ojos y reproduciéndola en sus libros. No podía predecir el futuro, éste era jurisdicción de los dioses, pero sabía interpretar los signos del cambio, esos indicios que tanto habían inquietado a Bertrem. Oía, en su erguida postura, el goteo del agua que fluía por el ingenio medidor del tiempo. Si abría su palma en el chorro, cesaría su discurrir, mas los minutos seguirían pasando.
El cronista centró su atención en la mujer, de quien mucho había oído hablar pese a no conocerla en persona. Tenía el cabello oscuro, de un negro azulado similar al del mar cuando se remansa por la noche. Lo llevaba peinado hacia atrás a partir del centro de la cabeza, sujeto mediante una horquilla de madera desprovista de adornos. Este severo estilo no favorecía sus facciones delicadas ya que destacaba su palidez, su rostro vacío del color de la vida. Sus ojos grises parecían demasiado grandes, y la sangre no bañaba sus labios.
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