Margaret Weis
Ámbar y Sangre
Querría darle mi más profundo agradecimiento a Steve Coon (alias Frostdawn en los tablones de anuncios de Dragonlance), quien creó los dos objetos sagrados de Takhisis y Paladine que aparecen en este libro: el Collar de Sedición y la Pirámide de la Luz.
Mi naturaleza es envejecer. Es imposible escapar de la vejez.
Mi naturaleza es enfermar. Es imposible escapar de la enfermedad.
La naturaleza de todo aquello que me es querido y todos aquellos a los que amo es cambiar. Es imposible evitar la distancia que me separará de ellos.
Mis actos son mis únicas pertenencias verdaderas. No puedo escapar de las consecuencias de mis actos. Mis actos son la tierra sobre la que me levanto.
Los cinco recuerdos de Buda
¿Qué me ha pasado?
¿Dónde estoy?
¿Quiénes son todos esos seres, extraños y hermosos, grotescos y majestuosos, que me rodean? ¿Por qué me señalan? ¿Por qué profieren ese clamor atronador que hace temblar los cielos?
¿Por qué están tan furiosos?
¿Furiosos conmigo?
¡Lo único que he hecho ha sido entregar un regalo a mi amado! Chemosh quería la Torre de la Alta Hechicería que descansaba en el fondo del mar y yo se la entregué. Y ahora me mira con asombro y sorpresa... y odio.
Todos me miran.
Me miran a mí.
No soy nadie. Soy Mina. Chemosh me amó en el pasado. Ahora me odia y no sé por qué. No hice más que lo que él me pidió. No soy más que aquello en lo que él me convirtió, aunque esos seres dicen que soy... otra cosa...
Oigo sus voces, pero no entiendo sus palabras.
«Ella es una diosa que no sabe que lo es. Es una diosa a la que han engañado para que crea que es humana.»
Estoy tendida sobre la fría piedra de las almenas del castillo y los veo mirándome y gritando. El clamor me hiere los oídos. Me ciega la luz de su divinidad. Doy la espalda a sus ojos inquisidores y a sus voces ensordecedoras, y miro hacia el otro lado de los muros, hacia el mar que se extiende allá abajo.
El mar, siempre en movimiento, siempre cambiante, siempre vivo...
Las olas se precipitan y besan la orilla. Se retiran y vuelven apresuradas, una y otra vez, infinitamente. Una cadencia apaciguadora, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás...
Un balanceo que me arrastra..., me arrastra a un sueño eterno.
Nunca debí despertar.
Quiero ir a casa. Estoy perdida, cansada y asustada, y quiero irme a casa. Estas voces... Los graznidos amenazantes de las aves marinas.
El mar protector se cierra sobre mí.
Y desaparezco.
Una tormenta embravecía el Mar Sangriento. Una tormenta extraña, nacida en el cielo, que se agitaba sobre un castillo que se erguía en lo alto de una montaña. Las nubes se arremolinaban alrededor de las murallas del alcázar. Rugían los truenos y estallaban los relámpagos. Su destello cegaba a lo mortales que lo presenciaban —un monje, un kender y una perra—, mientras luchaban por avanzar entre las dunas de arena que se extendían en la lejana costa. Los tres se alzaban contra los látigos de viento que les arrojaban arena a los ojos. El agua del mar los empapaba cada vez que una ola se precipitaba sobre la orilla. Cuando lograban llegar a la costa, las olas se aferraban a la arena con dedos agarrotados, en un último esfuerzo por resistir, pero la fuerza del mundo las arrastraba de nuevo al mar.
Cada vez que un rayo cruzaba el cielo, el monje percibía una torre en la lejanía del mar. El día anterior, esa torre no estaba allí. Había aparecido durante la noche, arrebatada a las profundidades del mar por alguna fuerza catastrófica. Desde entonces, se alzaba sobre el agua, con sus muros chorreantes, con un halo de desconcierto, como si se preguntara, igual que hacían hombres y dioses, cómo había terminado allí.
Rhys, el monje, se encogía con la túnica pegada a la piel. Su cuerpo fibroso y delgado debía luchar por cada paso que daba contra los empellones del viento. Conseguía avanzar, pero a duras penas. Beleño, el kender, estaba teniendo más dificultades, pues era más pequeño y ligero que su compañero humano. El viento ya lo había derribado dos veces y si entonces se tenía sobre sus pies, era sólo gracias a que se aferraba al brazo de Rhys. Atta, la perra, estaba más cerca del suelo y, por tanto, las dunas la protegían un poco, pero tampoco lo estaba teniendo fácil. Cuando la siguiente ráfaga de viento arrancó a Beleño del brazo de Rhys y lanzó ¿Atta contra un montón de tablas arrastradas por el mar, Rhys decidió que sería mejor que volvieran a la gruta que acababan de dejar.
La angosta cueva era sombría y el mar llegaba hasta ella, pero por lo menos allí estaban protegidos del viento y de los certeros relámpagos.
Beleño se sentó en una piedra húmeda junto a su amigo y dejó escapar un suspiro de alivio. Se escurrió el agua del moño y trató de hacer lo mismo con la camisa, que estaba bastante gastada. Los rigores del viaje habían comido tanto el color del tejido que era imposible adivinar cuál había sido alguna vez. Atta no se tumbó, sino que daba vueltas nerviosamente. El cuerpo cubierto de pelo negro y blanco se estremecía cada vez que un trueno hacía temblar el suelo.
—Rhys —dijo Beleño, mientras se secaba el agua salada de los ojos—, ¿ese castillo que se veía en lo alto de la montaña era el de Chemosh?
Rhys asintió.
Un rayo laceró el cielo no muy lejos de allí y el trueno bajó rodando por la ladera. Atta se estremeció y ladró hacia el ruido sordo. Beleño se acurrucó más cerca de Rhys.
—Oigo voces en la tormenta —dijo el kender— pero no puedo entender lo que dicen ni distinguir quién habla. ¿Y tú?
Rhys negó con la cabeza. Acarició a Atta, para intentar calmarla.
—Rhys —dijo de nuevo Beleño, un momento después—, me parece que deben de ser los dioses. Al fin y al cabo, Chemosh es un dios y a lo mejor está montando una fiesta para sus amigos, los dioses. Aunque también tengo que decir que no tiene pinta de ser de los que les gusta ir a bailar, por eso de que es el dios de la muerte y tal. Pero quién sabe, igual tiene una faceta divertida.
Rhys contemplaba la luz cegadora que centelleaba fuera de la gruta y escuchaba las voces, pensado en aquel viejo dicho: «Cuando los dioses braman, los hombres tiemblan.»
—Están pasando tantas cosas, tantas cosas raras —enfatizó Beleño—, que estoy un poco confuso. Me gustaría que habláramos un poco, sólo para cerciorarme de que tú crees que ha pasado lo mismo que yo creo que ha pasado. Y, para serte sincero, hablando parece que el aullido del viento y los relámpagos no son tan malos. No te importa que hable, ¿verdad?
A Rhys no le importaba.
—Supongo que puedo empezar por cuando estábamos encadenados en la cueva —comenzó Beleño—. No, espera. Tendría que decir cómo acabamos ahí encadenados en la cueva, o sea, que debería empezar por el minotauro. Pero el minotauro no apareció hasta que tú no luchaste con tu hermano muerto, el Predilecto, y el pequeño lo mató...
—Empieza por el minotauro —sugirió Rhys—. A no ser que quieras retroceder en el tiempo hasta el día en que nos conocimos en el cementerio.
Beleño se lo pensó un momento.
—No, no creo que tenga voz suficiente para retroceder tanto. Empezaré por el minotauro. Íbamos bajando la calle y tú estabas muy, muy enfadado con Majere y decías que ibas a dejar de servirlo a él o a cualquier otro dios, cuando, de repente, todos esos minotauros salieron de la nada y nos cogieron prisioneros.
»Le lancé un hechizo a uno —añadió Beleño con orgullo—. Hice que se cayera y boqueara por toda la calle como un pez fuera del agua. El capitán de los minotauros dijo que era un “kender con cuernos”. ¿Te acuerdas, Rhys?