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Margaret Weis - El nombre del Único

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El fuego de la guerra devora Ansalon. El ejército de espíritus marcha hacia la conquista conducido por la mística guerrera Mina, que sirve al poderoso dios Único. Un pequeño grupo de héroes, obligado a adoptar medidas desesperadas, dirige la lucha contra un enemigo que posee una superioridad abrumadora. Surgen dos protagonistas inverosímiles: una hembra de dragón que no cederá fácilmente su liderazgo, y un indomable kender que ha emprendido un extraño e increíble viaje que tendrá un final sorprendente.

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Luz

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Margaret Weis & Tracy Hickman

El nombre del Único

PRIMERA PARTE

1

Almas perdidas

En las mazmorras de la Torre de la Alta Hechicería, que otrora estuvo en Palanthas pero que actualmente se halla ubicada en Foscaterra, el gran archimago Raistlin Majere había conjurado un estanque mágico en la Cámara de la Visión, creada por él. Al mirar ese estanque, podía seguir la marcha de los acontecimientos que tenían lugar en el mundo y, en ocasiones, determinar su curso. Aunque Raistlin Majere llevaba muerto muchos años, su estanque mágico en la Cámara de la Visión seguía funcionando. El hechicero Dalamar, que había heredado la Torre de su shalafi, mantenía viva la magia del estanque. Un auténtico prisionero en la Torre, que era una isla en el río de los muertos, Dalamar había utilizado el estanque a menudo para visitar con la mente aquellos lugares a los que no podía ir físicamente.

Palin Majere se encontraba ahora al borde del estanque, contemplando fijamente la estática llama azul que ardía en el centro de la superficie calma del agua y que era la única fuente de luz de la cámara. Dalamar estaba a su lado, cerca, también con la mirada prendida en la llama inmutable. Aunque los hechiceros habrían podido contemplar acontecimientos que tenían lugar en cualquier parte del mundo, observaban atentamente lo que estaba ocurriendo muy próximo a ellos, algo que pasaba en lo alto de la propia Torre en la que se encontraban. Goldmoon, de la Ciudadela de la Luz, y Mina, Señora de la Noche, cabecilla de los Caballeros de Neraka, iban a reunirse en el laboratorio que antaño perteneciera a Raistlin Majere. Goldmoon ya había llegado al extraño lugar de encuentro. El laboratorio estaba frío y oscuro, envuelto en sombras. Dalamar le había dejado una linterna, pero su luz era débil y sólo servía para poner de relieve aquella oscuridad que nunca podría alumbrarse realmente, ni aunque se encendieran todas las velas y linternas de Krynn. La oscuridad, que era el alma de la temible Torre tenía el corazón allí, en esa estancia que en el pasado había sido escenario de muerte, dolor y sufrimiento.

Allí, Raistlin Majere había intentado emular a los dioses y crear vida, aunque había fracasado absolutamente, trayendo al mundo unos seres deformes, grotescos y patéticos, conocidos como los Engendros Vivientes, los cuáles habían llevado una existencia desdichada en la Cámara de la Visión, donde se encontraban ahora los dos magos. La Señora del Dragón, Kitiara, había perdido la vida en el laboratorio, siendo su muerte tan brutal y sangrienta como lo había sido su vida. Allí estaba el Portal al Abismo, una conexión entre el reino de los mortales y el reino de los muertos, una conexión que se había cortado hacía mucho tiempo y que ahora sólo era el hogar de ratones y arañas.

Goldmoon conocía la terrible historia de esa estancia, y debía de estar cavilando sobre ella en ese momento, pensó Palin, que contemplaba su imagen titilante en la superficie del estanque. La mujer se envolvía con los brazos; temblaba, pero no de frío, sino de miedo. Palin se preocupó. No recordaba haber visto a Goldmoon asustada en todos los años que la conocía.

Quizá se debía al extraño cuerpo en el que se alojaba el espíritu de la mujer. Goldmoon tenía más de noventa años, y su verdadero cuerpo era el de una mujer anciana, todavía vigoroso, todavía fuerte para sus años, pero con la piel marcada por el paso del tiempo, algo cargada de espaldas, los dedos nudosos pero de tacto suave. Se había sentido cómoda con aquel cuerpo; nunca había temido ni lamentado el paso de los años que le habían traído el gozo del amor y el nacimiento, la pena del amor y la muerte. Aquel cuerpo le había sido arrebatado la noche de la gran tormenta y se le había dado otro, un cuerpo extraño, uno que era joven y hermoso, saludable y brioso. Únicamente los ojos eran los de la mujer que Palin había conocido toda su vida.

«Tiene razón —pensó—, ese cuerpo no le pertenece. Es un ropaje de gala prestado, una vestidura que no encaja.»

—Debería estar con ella —musitó. Rebulló, se movió y empezó a caminar con aire desasosegado por el borde del agua. La Cámara era de piedra y estaba oscura y fría, con la única iluminación de la estática llama que ardía en el corazón de negro estanque, que proporcionaba escasa luz y ningún calor—. Goldmoon parece fuerte, pero no lo es. Su cuerpo será el de una persona de veintitantos años, pero su corazón es el de una mujer cuya vida abarca nueve décadas. La impresión de ver a Mina de nuevo, sobre todo como es ahora, podría matarla.

—En tal caso, la impresión de verte decapitado por los caballeros negros a buen seguro tampoco le reportaría ningún bien —repuso mordazmente Dalamar—. Y eso sería lo que vería si subieses ahora allí. La Torre está rodeada por soldados. Debe de haber al menos treinta ahí fuera.

—No creo que me mataran —repuso Palin.

—¿No? ¿Y qué harían? ¿Decirte que te pusieras en un rincón, de cara a la pared, y que pensaras qué niño más malo habías sido? —se mofó el elfo.

»Hablando de rincones —añadió de repente, alterada la voz—. ¿Has visto eso?

—¿El qué? —Palin giró bruscamente la cabeza y miró a su alrededor, alarmado.

—¡Aquí no! ¡Allí! —Dalamar señaló el estanque—. Un destello en los ojos de los dragones que guardan el Portal.

—Lo único que veo es polvo —dijo Palin al cabo de un momento, tras observar atentamente—, y telarañas y heces de ratones. Son imaginaciones tuyas.

—¿Lo son? —instó Dalamar. Su tono sarcástico se había suavizado y era inusitadamente sombrío—. Me pregunto...

—¿Qué te preguntas?

—Muchas cosas —Contestó Dalamar.

Palin miró atentamente al elfo, pero los oscuros ojos de aquel rostro demacrado no dejaban traslucir sus pensamientos. Envuelto en los negros ropajes, Dalamar se confundía con la oscuridad de la Cámara. Sólo se distinguían sus manos, de delicados dedos, y daba la impresión de que no estaban unidas a un cuerpo. El longevo elfo se encontraba supuestamente en la flor de la vida, pero su figura desgastada, consumida por la fiebre de la ambición frustrada, podría pasar por la de una persona mayor de su raza.

«No debería criticarle. ¿Qué ve él cuando me mira? —se preguntó Palin—. Un hombre de mediana edad, estropeado. Tengo el rostro macilento, ajado, y el cabello canoso y ralo. Mis ojos son los de un hombre amargado que no ha encontrado lo que se le prometió.

»Estoy en la vanguardia de la magia maravillosa creada por mi tío, y ¿qué he hecho, salvo decepcionar a todos los que esperaban algo de mí, incluido yo mismo? Goldmoon sólo es la más reciente. Debería estar con ella. Un héroe como mi padre estaría con ella, sin importarle que eso significara sacrificar su libertad e incluso su vida. Y, sin embargo, aquí sigo, escondido en el sótano de esta torre.»

—Estáte quieto, ¿quieres? —instó Dalamar, irritado—. Resbalarás y te caerás en el estanque. Mira eso. —Señaló el agua, excitado—. Mina ha llegado. —Dalamar se frotó las manos—. Ahora nos enteraremos de algo provechoso.

Palin se detuvo al borde del estanque, indeciso. Si partía de inmediato, recorriendo los caminos de la magia, podría llegar junto a Goldmoon a tiempo de protegerla. Si embargo, no fue capaz de apartarse del estanque y contempló fijamente el agua, presa de una terrible fascinación.

—No veo nada en esta oscuridad de hechiceros —estaba diciendo Mina en voz alta—. Necesitamos más luz.

La luz aumentó en el laboratorio, tanto que deslumbró los ojos acostumbrados a la oscuridad.

—Ignoraba que Mina fuera hechicera —comentó Palin al tiempo que se protegía los ojos con la mano.

—No lo es —repuso Dalamar en tono cortante mientras miraba de forma rara al otro mago—. ¿No te sugiere eso nada?

Palin pasó por alto la pregunta y se concentró en la conversación.

—Estás... estás bellísima, madre —dijo Mina en voz queda, sobrecogida—. Exactamente como te había imaginado.

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