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Margaret Weis - El retorno de los dragones

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Son amigos de toda la vida que siguieron caminos distintos. Ahora vuelven a reunirse, aunque cada uno oculta a los demás algún secreto particular. Hablan de un mundo sobre el que se cierne la sombra de la guerra, cuentan historias de extraños monstruos, de criaturas míticas forjadas en la leyenda, pero no dicen nada de sus secretos. Al menos, no por el momento. No los revelarán hasta ques se encuentren con una misteriosa y enigmática mujer, que porta una vara mágica. Ella hará que el grupo de amigos se vea inmerso en las sombras, y que sus vidas cambien para siempre, al tiempo que forjan el destino del mundo. Nadie esperaba que fueran unos héroes. Y ellos, menos que nadie.

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Luz

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Margaret Weis y Tracy Hickman

El retorno de los dragones

El País de Abanasinia

Cántico del dragón

Escuchad la canción de los sabios, descendiendo del cielo cual lluvia o lágrimas, purificando los años, tañendo el Cántico de la Gran Leyenda de la Dragonlance. Anterior al recuerdo o la palabra, hace muchos, muchos años, en los primeros albores de vida, cuando las tres lunas ascendían sobre el regazo del bosque, los inmensos y terroríficos dragones sobrevolaban los cielos de Krynn.

De la oscuridad de los dragones, gracias a nuestros ruegos de luz, en la vacía superficie de la pálida luna negra una luz naciente brilló en Solamnia, un poderoso caballero invocó a los verdaderos dioses y forjó la poderosa Dragonlance, atravesando el alma de los dragones, apartando de las relucientes costas de Krynn la sombra de sus alas.

Así Huma, Caballero de Solamnia, Portador de Luz, Primer Lancero, siguió su luz hasta el pie de las Montañas Khalkist, hasta los pies de piedra de los dioses, hasta el agazapado silencio del templo. Invocando a los forjadores de la Dragonlance, tomó su indecible poder para aplastar al horroroso mal, haciendo que la garganta del dragón engullese la envolvente oscuridad.

Paladine, el Gran Dios del Bien, brilló al lado de Huma, reforzando la lanza de su brazo derecho, y Huma, resplandeciente bajo miles de lunas, expulsó a la Reina de la Oscuridad, expulso al enjambre de sus ululantes huestes devolviéndolos al reino sin sentido de la muerte, donde sus maldiciones cayeron sobre un vacío absoluto lejos de aquella tierra iluminada.

Así acabó la Era de los Sueños y comenzó la Era del Poder. En el este apareció Istar, reino de luz y verdad, donde minaretes de blanco y oro, elevándose al cielo y a la gloria del cielo, anunciaron el final del mal, e Istar, acunando y cantando a los largos veranos del bien, brilló como un meteoro en los blancos cielos de lo verdadero.

Pero en la plenitud de la luz del sol el Rey de Istar vio sombras: En la oscuridad vio que los árboles tenían dagas, los riachuelos se oscurecían y se es-pesaban bajo la silenciosa luna. Buscó libros en los que hallar los senderos de Huma, buscó pergaminos, señales y encantamientos, para que también él pudiera invocar a los dioses, encontrar apoyo para sus fines, y desterrar, así, el mal del mundo. Los dioses abandonaron el mundo y llegó la hora de la oscuridad y la muerte. Una montaña de fuego asoló Istar, la ciudad explotó como un esqueleto en llamas; de fértiles valles nacieron montañas, los mares se filtraron en las grietas de las montañas, sobre los mares abandonados suspiraron los desiertos, los amplios caminos de Krynn estallaron, convirtiéndose en senderos de muertos.

Entonces comenzó la Era de la Desesperación. Los caminos se mezclaron.

Vientos y tormentas de arena visitaron las ciudades. Llanuras y montañas se convirtieron en nuestros hogares. Cuando los antiguos dioses perdieron su poder, gritamos hacia el cielo vacío, hacia el frío y desmembrado gris, a los oídos de los nuevos dioses. Pero el cielo está sereno, silencioso, quieto. Y aún tenemos que escuchar su respuesta.

El anciano

Tika Waylan se irguió, suspiró y estiró los brazos para relajar sus entumecidos músculos. Lanzó el trapo grasiento en el cubo del agua y contempló la habitación vacía.

Cada día era más difícil mantener la antigua posada. La vieja madera estaba impregnada de amor, pero ni el amor ni la resina conseguían ocultar las grietas y sajaduras de las mesas, o evitar que algún cliente se sentara sobre alguna silla astillada. «El Último Hogar» no era una posada lujosa, comparada con algunas de Haven de las que Tika había oído hablar, pero era confortable. El árbol sobre el que había sido edificada la abrazaba amorosamente con sus viejos brazos, y las paredes y enseres habían sido construidos sobre las ramas del árbol tan cuidadosamente, que era imposible determinar dónde acababa el trabajo de la naturaleza y dónde empezaba el del hombre. El bar ondeaba como una bruñida ola sobre la madera que lo sostenía. Las vidrieras de las ventanas proyectaban en la habitación cálidos rayos de brillantes colores.

A medida que se acercaba la noche las sombras iban menguando. En «El Último Hogar» pronto empezarían a trabajar. Tika miró a su alrededor y sonrió satisfecha; las mesas estaban limpias y resplandecientes, sólo le faltaba barrer el suelo. Cuando comenzaba a apartar a un lado los pesados bancos de madera , Otik salió de la cocina envuelto en una fragante nube de vapor.

—Será una jornada de mucho trabajo —dijo apretujando su robusto cuerpo para pasar detrás de la barra. Silbando alegremente, comenzó a colocar las jarras.

—Preferiría menos trabajo y una noche más cálida —dijo Tika arrastrando un banco—. ¡Anoche trabajé como una loca y nadie me lo agradeció y además recibí pocas propinas! ¡Qué gente tan tenebrosa! Todo el mundo estaba nervioso, saltaban ante el más mínimo ruido. Se me cayó una jarra a suelo y juro que Retark desenvainó la espada!

¡Buf! —resopló Otik—. Retark es uno de los Guardias Buscadores de Solace y ésos siempre están nerviosos. Tú también lo estarías si tuvieses que trabajar para Hederick, ese fanát...

—Cuidado —le aconsejó Tika.

Otik se encogió de hombros.

—A menos que el Sumo Teócrata pueda llegar aquí volando, no estará escuchándonos. Oiría el sonido de sus pisadas en la escalera antes de que él pudiera oírme a mí. —No obstante, Tika notó que continuaba en un tono mucho más bajo. Los habitantes de solace no aguantarán mucho más, recuerda lo que te digo. Continúan desapareciendo personas, no sabemos adónde las llevan. Son tiempos difíciles. —Movió la cabeza de un lado a otro y luego su rostro se iluminó—. Pero son buenos tiempos para los negocios.

—Hasta que nos cierren el local —dijo Tika apesadumbrada. Agarrando la escoba, comenzó a barrer con energía.

—Hasta los teócratas necesitan llenar sus estómagos y lavar sus irritadas gargantas.

Debe dar una sed tremenda arengar continuamente a la gente sobre los nuevos dioses; por eso el Sumo Teócrata viene aquí cada noche.

Tika dejó de barrer y se apoyó sobre la barra. —Otik, también se escuchan otras conversaciones, se habla de guerra, de ejércitos agrupados en el norte. Y además hay esos extraños hombres encapuchados que pululan por la ciudad con el Sumo Teócrata haciendo preguntas.

Otik miró con orgullo a la chica de diecinueve años y alargando la mano le dio unos golpecitos en la mejilla. Había sido como un padre para ella desde que el verdadero había desaparecido misteriosamente. Acarició sus rizos pelirrojos.

—Guerra. ¡Puf! —dijo despreciativamente—. Se viene hablando de guerra desde el Cataclismo. Es pura cháchara. Puede que sea una historia inventada por el Teócrata para mantener a la gente en su sitio.

—No lo sé —Tika frunció el ceño——. Creo... La puerta se abrió.

Tika y Otik se giraron alarmados. No habían oído los pasos en las escaleras y ¡eso era muy extraño! La posada estaba construida en la parte más alta de un inmenso vallenwood, como todos los edificios de Solace, excepto la herrería. Los habitantes habían decidido ocupar los árboles durante el terrorífico caos que siguió al Cataclismo. Por tanto Solace se convirtió en una ciudad sobre los árboles, una de las pocas maravillas que quedaban en Krynn. Las casas y los comercios estaban encaramados a muchos metros del suelo y se comunicaban a través de firmes puentes de madera. Ahí arriba, unas quinientas personas compartían sus vidas. El más grande de los edificios de Solace era «El Último Hogar», a cuarenta pies del suelo. La escalera rodeaba el nudoso tronco del viejo vallenwood. Tal como Otik había dicho, podía oírse a cualquier visitante de la posada mucho antes de que entrase por la puerta.

Pero ni Tika ni Otik habían oído al anciano. Apoyándose sobre un viejo bastón de roble y deteniéndose en la puerta, el anciano miró a su alrededor. Sobre la cabeza llevaba la harapienta capucha de su gastada túnica, por lo que las sombras oscurecían los rasgos de su cara a excepción de sus brillantes ojos de halcón.

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