Jean Rabe
Conjuro de dragones
La alabarda que Dhamon Fierolobo empuñaba era de diseño sencillo pero a la vez de una gran belleza, una hoja semejante a un hacha fijada a un largo mango de reluciente madera. El filo, que se curvaba suavemente como una sonrisa, despedía destellos plateados bajo la luz que penetraba por la ventana. El arma se balanceó hacia atrás, con firmeza, la misma firmeza que brillaba en los ojos de Dhamon, fijos en los de Goldmoon.
—Mi fe me protegerá —susurró la mujer mientras retrocedía, intentando poner distancia entre ella y el arma. Unos instantes podían darle tiempo de convencer a Dhamon de su error. Los dedos de Goldmoon rozaron el medallón que pendía de su cuello, un símbolo de su ausente diosa Mishakal, y de su imperecedera fe en la diosa—. Dhamon, puedes luchar contra esto. Lucha contra el dragón...
Se oían otras voces en la sala además de la suya; la del enano Jaspe, su estudiante favorito durante muchos años, y las de Feril, Ampolla y Rig. Voces que gritaban, suplicantes, enojadas, llenas de incredulidad, dirigidas todas ellas a Dhamon Fierolobo, el hombre alto de cabellos rubios y ojos penetrantes. Aquellas voces intentaban detener la alabarda, detenerlo a él; pero el Dragón Rojo que controlaba a Dhamon repelía las palabras y, en contra de su voluntad, el caballero obedeció a la voz del dragón que resonaba en su cabeza y avanzó hacia la sacerdotisa.
Goldmoon dejó de lado toda súplica y se concentró:
—Mi fe me protegerá. Mi fe... ¡no!
Dhamon hizo descender la hoja y golpeó a Jaspe, que acababa de colocarse ante él de un salto en un intento de salvar a la mujer. Antes de que los otros pudieran reaccionar, el arma volvió a alzarse, roja ahora con la sangre del enano.
—Jaspe —musitó Goldmoon.
La hoja se cernió por un brevísimo instante; suspendida en el aire durante un segundo, no más, antes de descender letalmente hacia la famosa sacerdotisa y Heroína de la Lanza.
—Mi fe me protegerá —repitió Goldmoon en tono algo más firme, y entonces notó la frialdad del metal al entrar en contacto con ella; sorprendentemente no sintió dolor. El brillo de la hoja inundó su visión, y luego ya no vio nada. Dhamon y las voces de sus amigos la habían abandonado, al igual que su vida.
Ya no pertenecía a Krynn.
Una acogedora oscuridad envolvió a la sacerdotisa, suave como el terciopelo y en cierto modo reconfortante. Sabía que esto era la muerte, y no le temía a la muerte; jamás le había tenido miedo. La muerte se había llevado a su esposo y a una de sus hijas años atrás, le había arrebatado amigos muy queridos: Tanis, Tasslehoff, Flint. ¿También a Jaspe? Esperaba poder reunirse con todos ellos ahora que había muerto.
La negrura, como una dulce carcelera, la retuvo unos instantes; luego se retiró y, a medida que se transformaba en un gris pizarra, fue aflojando su dominio sobre ella, pero sin soltarla. Poco a poco el espacio que la rodeaba se fue aclarando, hasta que todo a su alrededor se tornó casi blanco, el mismo tono que el humo blanquecino. No había un suelo que pisar, ni paredes: sólo una neblina infinita. La sacerdotisa flotaba en su dulce abrazo, aparentemente en soledad; pero sabía que él debía de estar allí con ella.
Riverwind. Pronunció el nombre, aunque sus labios no se movieron. Pronunció la palabra mentalmente y la escuchó con toda claridad, del mismo modo que escuchó la respuesta.
Amada mía. Apareció ante ella como por arte de magia, joven y fuerte, con el mismo aspecto que tenía la primera vez que lo había visto. Tenía la piel bronceada, los ojos oscuros y llenos de vitalidad, los brazos musculosos y en estos momentos ceñidos en torno a ella, y la larga melena negra ondeando bajo una brisa intangible.
—Riverwind, esposo, te he echado tanto de menos... —Goldmoon se aferró a él con fuerza y aspiró su olor. Los recuerdos fluyeron a su mente: cómo la había cortejado bajo la mirada reprobadora de su padre; los estimulantes peligros que habían experimentado juntos durante la Guerra de la Lanza; la época que habían pasado separados; y, por encima de todo, su muerte acaecida lejos de ella. Incluso después de que Riverwind hubiera muerto ayudando al kender a combatir a Malystryx la Roja, ella había percibido que él seguía a su lado, que formaba parte de ella.
—Yo también te he echado de menos —respondió él—. No he estado completo sin ti.
—Juntos otra vez —dijo ella con añoranza— Completos. Para siempre.
—Para siempre. —La contempló fijamente. Goldmoon tenía el mismo aspecto que había tenido décadas atrás, llena de esperanza y vida, la piel reluciente, los cabellos dorados y plateados festoneados con las plumas y cuentas de la tribu que-shu—. Para siempre, sí. Pero ese para siempre debe esperar. Goldmoon, no te puedes quedar aquí. Tienes que regresar.
—¿Regresar? ¿A qué? ¿A Krynn? ¿A la Ciudadela de la Luz? No te comprendo.
—No ha llegado tu hora de morir. Debes regresar. Feril... la kalanesti... puede curarte.
—¿No ha llegado mi hora de morir?
—No; todavía no. —Sacudió la cabeza—. Al menos no durante algún tiempo, mi amor. Para siempre tendrá que aguardar un poco más.
—Yo no lo creo, esposo.
—Goldmoon...
—Tengo más de ochenta años. He deambulado por Krynn durante demasiados años. Pocos tienen la suerte de vivir tanto tiempo. Y yo ya me he cansado de vivir.
Él paseó un dedo por su mejilla; su forma espiritual estaba tan llena de vitalidad y calidez como lo había estado en vida.
—Pero Krynn no se ha cansado de ti, amada mía. Al menos, no por ahora.
—¿Y quién o qué fuerza toma esta decisión? Estoy muerta, Riverwind. ¿No es así?
—¿Muerta? Sí. No obstante... no resulta fácil de explicar —empezó—. Todavía hay tiempo, si te das prisa. Feril puede... —Intentó decir más, pero ella lo interrumpió.
—Tengo que admitir que no había esperado morir de este modo. No creí que Dhamon me mataría, que sería capaz de matarme. Pensé que era lo bastante fuerte para resistirse a la bestia que lo domina.
—Malystryx.
—Lo controla mediante una escama adherida a su pierna —explicó la sacerdotisa, asintiendo—. Estaba tan segura de que él podría superarlo... Creí que era el elegido, el hombre que lideraría el combate contra los señores supremos. Yo misma lo escogí, Riverwind, lo elegí hace muchísimos meses cuando estaba arrodillado ante la Tumba de los Últimos Héroes. Miré en su corazón, y me equivoqué...
—Las cosas no salen siempre como esperamos —repuso Riverwind.
—No.
—Los otros necesitan tu ayuda.
—Pueden continuar la causa sin mí. Palin, Rig, Ampolla, Feril...
—Ellos te necesitan. —La voz de Riverwind era firme—. Hay cosas que todavía tienes que realizar. Los dragones...
—¿Cómo sabes esto? ¿Acaso los dioses no se han ido realmente? ¿Te hablan? ¿Están...?
—No te correspondía morir en este día. Eso es todo lo que sé. Y eso es todo lo que se te permite saber en estos momentos. Era a otro a quien correspondía ese destino.
—¿Era otro quien debía morir? ¿No yo?
Riverwind apretó los labios formando con ellos una fina línea. A un gesto de su mano las brumas se disolvieron, y se encontraron flotando sobre la estancia de la Ciudadela de la Luz, si bien bajo la apariencia de espectros, ya que nadie los vio allí. El suelo estaba cubierto de sangre: de Goldmoon, de Jaspe, de Rig. El enano estaba gravemente herido, con apenas un hálito de vida, pero se aferraba al cuerpo de Goldmoon, sollozando, con los ojos desorbitados por la incredulidad.
—Los echaré a todos de menos —murmuró la sacerdotisa, extendiendo los dedos hacia el enano.
—Aún hay tiempo. Regresa junto a ellos, amada mía. Deja que la kalanesti te ayude. Luego ayuda a Jaspe. Date prisa.
—Que Feril ayude a Jaspe.
Riverwind y Goldmoon apenas conseguían distinguir las palabras que se arremolinaban en el aire; palabras apenadas por Goldmoon y Jaspe, palabras envenenadas dirigidas a Dhamon, palabras conmocionadas porque algo así hubiera podido suceder, palabras que exigían venganza.