Margaret Weis & Tracy Hickman
Los Caballeros de Neraka
Llega inevitable el fin de la jornada.
La flor en sus pétalos se encierra.
Es la hora en que la luz mengua.
La hora en que el día cae inerte.
Envuelve la noche en su negro manto
las estrellas, los astros recién hallados,
tan distantes de este mundo limitado
de tristeza, temor y muerte.
Duérmete, amor, que todo duerme.
Cae en brazos de la oscuridad silente.
Velará tu alma la noche vigilante.
Duérmete, amor, que todo duerme.
La creciente negrura nuestras almas toma,
y entre sus fríos pliegues nos arropa
con la más profunda nada de la Señora
de cuyas manos nuestro destino pende.
Soñad, guerreros, con la celeste negrura.
Sentid de la noche consorte la dulzura,
la redención que en su amor procura
a los que en su seno abrigados tiene.
Duérmete, amor, que todo duerme.
Cae en brazos de la oscuridad silente.
Velará tu alma la noche vigilante.
Duérmete, amor, que todo duerme.
A su potestad rendidos, cerramos los ojos,
y sometidos, pues sabe lo débiles que somos,
le entregamos nuestras mentes en reposo,
confiados en su ánimo clemente.
El potente clamor del silencio colma el cíelo,
másllá del mortal entendimiento.
Nuestras almas emprenden hacia allí el vuelo,
donde la desdicha y el temor están ausentes.
Duérmete, amor, que todo duerme.
Cae en brazos de la oscuridad silente.
Velará tu alma la noche vigilante.
Duérmete, amor, que todo duerme.
Los enanos llamaban al valle Gamashinoch, o Canto de Muerte. Ningún ser vivo lo pisaba por propia voluntad, y quienes entraban en él lo hacían empujados por la desesperación, por una necesidad extrema o, en el caso de los que se encaminaban hacia allí ahora, porque se lo había ordenado su oficial.
Hacía varias horas que oían el «canto», a medida que se acercaban más y más a la desolada zona. Era un cántico espeluznante, terrible. La letra, que no llegaba a entenderse con claridad en ningún momento, indescifrable al menos para los oídos, hablaba de muerte y cosas aún peores: de estar atrapado, de amarga frustración, de eterno tormento. El cántico era un lamento, la evocación nostálgica de un lugar que el alma recordaba, el refugio de paz y dicha ahora inalcanzable.
Cuando se percibió por primera vez la doliente salmodia, los caballeros habían frenado sus monturas al tiempo que llevaban las manos a las espadas, escudriñaban en derredor con inquietud e inquirían en voz alta «¿Quién va?» o «¿Quién anda ahí?».
Pero no había nadie. Nadie que se contara entre los vivos. Los caballeros volvieron los ojos hacia su oficial, el cual se había levantado sobre los estribos e inspeccionaba los riscos que se erguían imponentes sobre ellos a derecha e izquierda.
—No es nada —manifestó al cabo—. Sólo el viento entre las rocas. En marcha.
Azuzó a su caballo calzada adelante; ésta se extendía, sinuosa, entre las montañas conocidas como cordillera de la Muerte. Los hombres a su mando lo siguieron en fila india, ya que el paso era demasiado estrecho para que la patrulla avanzara en columna de fondo.
—No es la primera vez que oigo el viento, milord, y jamás me sonó como una voz humana —dijo un caballero en tono desabrido—. Deberíamos reconsiderar la idea de seguir adelante.
—¡Tonterías! —El jefe de garra Ernst Magit se giró en la silla para asestar una mirada furibunda a su explorador y asistente, que caminaba detrás de él—. ¡Paparruchas supersticiosas! Claro que vosotros, los minotauros, tenéis fama de estar aferrados a creencias y costumbres anticuadas. Ya va siendo hora de que entréis en la era moderna. Los dioses se marcharon y, en mi opinión, en buena hora. Nosotros, los humanos, gobernamos el mundo.
Una única voz, la de una mujer, había entonado primero el Canto de los Muertos, pero en ese momento se le unió un aterrador coro de hombres, mujeres y niños alzándose en una salmodia de desesperación, quebranto y desventura cuyos ecos repitieron las montañas.
El lúgubre sonido provocó que varios caballos se plantaran, rehusando avanzar, y, a decir verdad, sus jinetes no pusieron el menor empeño en azuzarlos.
El corcel de Magit se encabritó, y el oficial le clavó las espuelas en los flancos, causándole profundos puntazos por los que manó sangre; el animal avanzó de mala gana, gacha la cabeza y agitando las orejas. El jefe de garra recorrió casi un kilómetro antes de caer en la cuenta de que no oía el trapaleo de otros cascos. Miró hacia atrás y vio que marchaba solo, que ninguno de sus hombres lo seguía.
Furioso, Magit volvió grupas y regresó al galope hasta donde se encontraba la patrulla. Al llegar se encontró con que la mitad de los jinetes había desmontado y la otra mitad mostraba un aire de gran inquietud sobre las bestias plantadas en el camino, temblorosas.
—Los condenados animales tienen más cerebro que sus amos —comentó el minotauro, que iba a pie. Pocos caballos permitirían que uno de su raza se subiera a su lomo y menos aún tendrían la fuerza y el volumen suficientes para cargar con uno de los gigantescos hombres-toro. Galdar medía dos metros diez, contando los cuernos; mantenía el paso de la patrulla corriendo ágilmente junto al estribo de su oficial.
Magit, con las manos apoyadas en la perilla de la silla, miraba de hito en hito a sus subordinados. Era un hombre alto, delgado en exceso, del tipo cuyos huesos parecen estar ensartados con alambre de acero, ya que era mucho más fuerte de lo que aparentaba. Sus ojos, de un color azul desvaído, eran inexpresivos, sin inteligencia ni profundidad. Destacaba por su crueldad, su inflexible —algunos dirían irracional— disciplina y su absoluta y total devoción a una única causa: Ernst Magit.
—Montaréis en vuestros caballos y cabalgaréis detrás de mí o daré parte de todos y cada uno de vosotros al comandante de grupo —dijo fríamente el jefe de garra—. Os acusaré de cobardía, traición a la Visión y amotinamiento. Como sabéis, cada uno de esos cargos está penado con la muerte.
—¿Puede hacer eso? —susurró un caballero novato, que salía en su primera misión.
—Puede —respondió un veterano en tono grave—. Y lo hará.
Los caballeros volvieron a montar y azuzaron a sus caballos con las espuelas; se vieron obligados a desviarse para pasar a Galdar, ya que siguió plantado en medio del camino.
—¿Rehusas obedecer mi orden, minotauro? —demandó, furioso, Magit—. Piénsalo bien antes de hacerlo. Serás el protegido del Rector de la Calavera, pero dudo que ni siquiera él pudiera salvarte si te denuncio ante el consejo de cobardía y de romper el juramento. —Se inclinó sobre el cuello del caballo y añadió con fingida discreción—. Además, por lo que tengo entendido, Galdar, tu señor quizá no mostrase demasiado interés en seguir protegiendo a alguien como tú, un minotauro manco. Un minotauro a quien los de su propia raza juzgan digno de lástima o de desprecio. Un minotauro que ha quedado rebajado a «explorador». Y todos sabemos que te asignaron a ese puesto sólo porque tenían que ponerte en algún sitio, si bien oí la sugerencia de que te echaran para que fueras a pastar con los demás animales bovinos.
Galdar apretó el puño, el que le quedaba, y se clavó las afiladas uñas en la palma. Sabía de sobra que Magit lo estaba hostigando para provocar una lucha en un sitio donde habría pocos testigos, donde Magit podría matar al minotauro lisiado para después, a su regreso, proclamar que la liza había sido limpia y gloriosa. Galdar no sentía demasiado apego a la vida desde que había perdido el brazo con el que manejaba la espada, hecho que lo había transformado de un temible guerrero en un tesonero explorador. Pero así se condenara si moría a manos de Ernst Magit; no pensaba darle esa satisfacción al oficial.