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William Ospina - La decadencia de los dragones

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William Ospina La decadencia de los dragones
  • Libro:
    La decadencia de los dragones
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2002
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La decadencia de los dragones: resumen, descripción y anotación

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WILLIAM OSPINA Padua Tolima Colombia el 2 de marzo de 1954 Poeta - photo 1

WILLIAM OSPINA (Padua, Tolima, Colombia, el 2 de marzo de 1954) Poeta, ensayista y traductor colombiano, nacido en Padua (Tolima). Estudió derecho y ciencias políticas en la Universidad Santiago de Cali y trabajó como publicista y periodista entre 1975 y 1990.

Ha dictado conferencias y realizado lecturas de su obra en distintas capitales del mundo, y publicado varios libros de ensayo, entre los que se destacan Es tarde para el hombre (1992), Un álgebra embrujada (1996), ¿Dónde está la Franja Amarilla? (1997) y América Mestiza, el país del futuro (2000), Los nuevos centros de la esfera (Aguilar, 2001).

Es socio fundador de la revista Número y autor de cinco libros de poesía.

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El placer no tiene fin

Hay un relato de Ray Bradbury en el cual, tiempo después de la era industrial y de las grandes guerras tecnológicas, la humanidad sobreviviente ha prohibido el recuerdo del pasado que obró tantas destrucciones sobre la naturaleza y sobre la vida. En el presente de esa historia, lo que antes eran los grandes lagos norteamericanos es ahora un profundo cañón de llanuras polvorientas al que llaman El Abismo de Chicago. No existen ya pantallas luminosas ni prodigios tecnológicos, y aunque está prohibido hablar del pasado, hay un niño cuya fascinación es ir a un parque donde un anciano furtivamente le cuenta cómo era el mundo antes de la gran catástrofe, cuando había árboles y pájaros, cuando había supermercados y salas de cine. El anciano evoca, como espléndidas cosas perdidas, incluso esas cajetillas de cartulina donde venían empacados los haces de cigarrillos, el transparente papel celofán en que las envolvían y esa delgada cinta roja que era preciso retirar para rasgar el celofán y dejar libre el contenido. En esas pequeñas precisiones es posible advertir la principal característica de Bradbury, que es la nostalgia del presente. El es uno de los pocos norteamericanos del siglo XX que pudo percibir la fragilidad de su mundo y temer que tantos inventos hijos de la técnica pudieran ser destruidos por la técnica misma, y ser alguna vez sólo menguantes recuerdos. Pero es también alguien consciente de que la capacidad de soñar de los seres humanos sobrevivirá a todo, y también la capacidad de compartir esos sueños.

Algo que subyace en la fantasía de Bradbury es la conciencia de que tal vez no hay nada más fascinante para un niño que alguien que sepa contar historias. Lo que no puede nunca la disciplina lo puede fácilmente el lenguaje: mantener a unos niños inmóviles durante largo tiempo. Y hay un misterio en esa inmovilidad de la infancia. Ahora hay aparatos casi mágicos que logran inmovilizar a los niños proyectando frente a ellos toda suerte de espectáculos, pero ése es un milagro menor. Más admirable es la magia de quien es capaz de pronunciar palabras que les permitan a los niños ver lo que no está frente a ellos, que haga relampaguear en sus ojos hechos y criaturas que son apenas un hilo de voz, un relato.

Tantos esfuerzos de los grandes laboratorios cinematográficos por construir monstruos, por tejer selvas, por animar dragones, por hacer mover a los héroes en la pantalla, y todo eso lo puede lograr, sin más recursos que su voz, un buen narrador. Por supuesto, ahora los niños, muchos niños al menos, tienen la fortuna de que haya enormes laboratorios invirtiendo fortunas en la invención de sus historias fantásticas, de que la televisión y el cine, y más recientemente la industria informática, dediquen tantos esfuerzos y talento a la construcción de sus espectáculos luminosos y sonoros.

Pero, fiel a Bradbury, yo quisiera hablar ahora de una posibilidad entre tantas, de un remoto futuro cuando por algún azar pueda no haber en el mundo laboratorios de cine produciendo grandes milagros de animación, ni fábricas de juegos de video, ni poderosas productoras de televisión proyectando la misma historia para millones de personas, sino otra vez niños inmóviles en la oscuridad escuchando esa voz que nunca se ha apagado y que no se apagará mientras exista el ser humano, esa voz que cuenta bajo las estrellas historias fantásticas de seres invisibles y de magos temibles, de genios prisioneros y de mercaderes astutos, de caballos que vuelan y de dragones que cantan.

¿Por qué insistir en la extraña y cruel fantasía de que esas cosas excelentes puedan desaparecer? Bueno, porque la experiencia y la imaginación del siglo XX nos enseñaron a pensar que no todo sale como se piensa, que a veces es posible que las cosas salgan mal, que la industria no crezca ilimitadamente proveyendo felicidad a todos los seres humanos, y que en alguna parte pueda haber alguien, un niño, o unos pocos, o muchos, que lleguen a necesitar, por su aislamiento, o por su pobreza, o por algún accidente de la civilización, un sistema de transmisión de la fantasía menos sofisticado. Pero no, no es eso: es que ya hoy la mayor parte de los niños del mundo no tienen acceso a esos bienes fabulosos de la técnica. No ha sido necesaria la muerte de la civilización tecnológica para que incontables seres humanos no puedan participar de ella. Pero aunque todas esas pantallas, esos estudios y esas factorías desaparecieran, o no estén en condiciones de proveer sus magníficas máquinas de sueños a tanta humanidad necesitada de soñar, todavía nos queda el consuelo de que los niños serán siempre perfectamente capaces de ver lo que no está ante ellos, lo que no es más que el hilo de un relato, lo que apenas una voz cálida y amorosa, paciente y protectora, les vaya contando.

Me gusta imaginar esto por otra razón. Porque en la antigüedad no importaban solamente las historias que los niños siempre supieron ver de esa forma mágica, sino que importaba también la atmósfera en que esas historias se oían, la persona que las relataba, el ritmo en que los hechos eran narrados. El relato, con sus correspondientes visiones, era también un tipo de relación entre las personas.

Contar historias a los niños es una de las más poderosas maneras de expresar el amor que se siente por ellos. Los niños no sólo oyen la historia, también sienten que alguien se las está contando. Ese hecho es importante, porque uno de los frutos de esa magia fue siempre el amor y la gratitud que los niños sienten por esos seres que les hechizan sus noches, y yo puedo dar fe de que es uno de los afectos más duraderos que existan. Desaparecen las personas, se borra incluso el recuerdo de su rostro, y sin embargo no se apaga nunca el hilo cordial de esa voz que sigue arrullando los sueños, que sigue avivando la imaginación, que sigue despertando en nosotros una inagotable simpatía por lo humano.

Esa misma dulzura, esa misma gratitud, la saben despertar los más curiosos objetos que la humanidad ha inventado para compartir y transmitir sus historias: los libros. Siempre recuerdo que Borges, lector agradecido desde su infancia, sentía como amigos personales a los autores que había leído en la biblioteca de su padre, y siempre habló de ellos como de seres con quienes hubiera tratado personalmente, viejos interlocutores. No sé si esa amistad la sepan despertar los pródigos objetos, las pantallas locuaces que ahora hemos fabricado para que cuenten las historias, pero lo dudo. Tal vez ahora se consigue el propósito de dar relatos fabulosos a los niños, y a los grandes, pero no de producir en ellos la conciencia de que éste es un cálido don que alguien nos entrega. Ese carácter misterioso de los libros es una de las primeras cosas que hay que interrogar, porque a pesar de ser objetos, logran transmitir la calidez de las personas, establecen un diálogo, influyen sin abrumar, relatan sin avasallar la conciencia, saben seguir el ritmo que el lector les imponga, saben hablar y saben callar, y guardan sus tumultos tremendos en un silencioso lugar de los estantes hasta el momento en que sea el lector quien los solicite.

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