Fulcanelli - Finis gloriae mundi
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- Libro:Finis gloriae mundi
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2001
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Finis gloriae mundi: resumen, descripción y anotación
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E l Hospital de la Santa Caridad de Sevilla conserva un curioso cuadro de Juan de Valdés Leal, que no dudaremos en calificar de filosófico. Este pintor del siglo XII, contemporáneo de Zurbarán y de Murillo, representa con ellos lo que los críticos de arte consideran los comienzos del realismo español, que arroja una mirada implacable sobre las miserias materiales y morales de ese tiempo.
Apenas había concluido su Siglo de Oro cuando, arruinada por las guerras, España perdía una tras otra sus ricas provincias del norte de Europa. Para asegurarle la preeminencia ya no bastaban sus conquistas americanas. Junto con el oro y la plata del Perú, parecía haber cosechado en aquellas tierras lejanas un gusto bárbaro por la muerte y la crueldad y, mientras que las naciones europeas practicaban sus guerras de encaje, levantaban el mapa de Tendre y cultivaban las fiestas campestres, España exaltaba la Inquisición, encendía sus autos de fe, y perseguía con igual rigor a sus sabios que a sus místicos. Pese a ello, lo mismo que en el resto de Europa, florecieron escuelas de alquimistas en Compostela y en Sevilla que, sin embargo, bajo velo de las artes de la botica, de la industria de los tintoreros o de la trituración de los colores que necesitaban los pintores, tuvieron que operar en una casi total clandestinidad. Los hidalgos y monjes que instalaron sus hornos y sus matraces en el fondo de los castillos y conventos, tuvieron que buscar una razón plausible para limitar las habladurías; en general la de la destilación de medicinas y remedios, ya que su estado no les ponía al abrigo de una acusación de brujería o de herejía, que inmediatamente les habría valido cárcel u hoguera. No encontraremos por tanto, ni en Galicia ni en Andalucía, esas composiciones mitológicas o simbólicas que nos hemos complacido en descifrar en Las moradas filosofales. Los artistas españoles, y particularmente Juan de Valdés Leal, transmitieron los secretos de la Obra a través de temas religiosos y, más raramente, de escenas picarescas. A este respecto, Finis Gloriae Mundi representa sin duda alguna el más perfecto mensaje de la escuela hermética sevillana.
Encima de una cripta donde yacen en féretros abiertos tres cuerpos en diferente estado de descomposición aparente, las nubes se abren sobre una mano elegante y casi femenina marcada con los estigmas de la Pasión, que sostiene una balanza cuyos platillos desbordantes, timbrados con las palabras ni más ni menos, se equilibran. Ante una escalera débilmente iluminada y que parece ascender hacia un mundo más acogedor, quizás el mismo desde donde surge la mano fatídica, la lechuza de Minerva vigila la metamorfosis de los cadáveres. En primer plano yace un obispo con capa y mitra de un oro muy pálido, casi blancos, asiendo todavía su báculo de oro entre las manos cruzadas sobre el pecho, mientras que los terciopelos escarlatas que recubren el interior del féretro se desgarran, dejando aparecer la madera de roble, de la que está hecho. En segundo plano, en posición invertida para con el primer personaje, reposa un caballero que, según atestigua el estandarte que lo cubre, pertenece a una de las órdenes religiosas militares, Calatrava, San Juan o Santiago, que fueron, en sentido propio como en el figurado, la punta de lanza de la Reconquista. El tercer féretro, al fondo, no contiene más que un esqueleto sin atributos, a cuyos pies se amontonan huesos y cráneos desarticulados. Delante del obispo, una filacteria abandonada negligentemente sobre el suelo porta las siguientes palabras: Finis Gloriae Mundi. El conjunto de la escena aparece bañado en una luz purpúrea que apenas tiñe, más que ilumina, la neblina fuliginosa en la que se reabsorben las paredes del sepulcro.
La mayor parte de los historiadores de arte no ha visto en este lienzo sino una alegoría moral: las vanidades mundanas no sobreviven a la tumba y acaban en la podredumbre, hasta llegar, por fin, al anonimato del último osario. En la balanza se amontonan los atributos de los nobles personajes tendidos en su último sueño, y tendría el sentido del bíblico Mane, técel, phares. Esta interpretación, que ciertamente no compartimos, no da cuenta de las sutilidades de la pintura, sumamente sugestivas en cuanto a la lectura alquímica a la que nos vemos impelido. Entonces aparece como una obra mayor del filósofo químico, que seguramente fue Valdés Leal.
Los platillos de la balanza parecen perfectamente equilibrados, aunque una mirada atenta detectaría un ligero exceso de peso en el de la derecha. Éste contiene los símbolos litúrgicos, pero en cambio gravita sobre el cuerpo del caballero. Como vemos, los símbolos están cruzados: encima del obispo vemos los emblemas de la caballería, yelmo, mastín y joyas timbradas con un corazón escarlata; mientras que encima del caballero distinguimos una estrella, un pan ya comenzado, un libro, un mortero de cristal con su almirez y el corazón rojo coronado con la cruz. Hay intercambio de platillos para efectuar la pesada de los corazones. Ello, y la disposición invertida de ambos personajes, designan una vía demasiado poco evocada en los escritos alquímicos, conocida como vía breve. Consagrándole su Ars brevis, Raimundo Lulio no describe sino los principios, y además de una manera particularmente oscura. Esta vía permite abocar rápidamente en la Piedra, pero su práctica se revela ser particularmente peligrosa. La maestría de los pesos y equilibrios es esencial a cada instante, en un trabajo que se opera pavorosamente a ciegas.
Los vestidos litúrgicos blancos que visten al obispo se portan únicamente en dos tiempos: Navidad y Pascua, el nacimiento del niño y la resurrección; y ambos ocurren en el seno oscuro de una gruta. Los Padres griegos de la Iglesia establecían la analogía entre la tumba y la cuna, entre las fajas que envuelven al recién nacido y las que mantienen la mortaja. En Navidad, Dios muere para nacer hombre limitado; durante la Semana Santa este último es el que muere, para que en la mañana de Pascua resurja hombre-Dios en su perfección.
Lo que aquí se nos muestra mediante un simbolismo cristiano ya fue conocido por los egipcios. Representaban a Ptah trabado en la minera-muerte del neter y nacimiento al mundo bajo la forma limitada de una piedra opaca. Después, era entregado por la leona Sekhmet, llama viva y devorante. Esta segunda operación de muerte y resurrección debía ser reconducida con la mayor prudencia, ya que si Sekhmet escapaba de control, la potencia de Ptah, liberada demasiado bruscamente, llega a ser devastadora. Así lo comprendió muy bien, sola entre todos los egiptólogos, la Sra. Isha Schwaller de Lubicz. Pasados los siglos, es lo que han descubierto los sabios atómicos. No les reprocharemos por nuestra parte haber intentado leer las páginas más interiores del Liber nature, aunque nos parece sobremanera enojoso que su primera preocupación haya sido la puesta a punto de la bomba A.
La pintura de Valdés Leal posee un sentido muy preciso en cuanto a la perfección de los metales, y acabamos de ver por las indicaciones litúrgicas que las dos operaciones que abren y finalizan el trabajo se parecen, pero cruzando significados. La elección de los personajes comporta una advertencia de lo más oculta, que como poco habría sido inoportuno desvelar claramente antes de hoy. Contemplamos un obispo, un caballero y un hombre sin atributos particulares, que debemos suponer un agricultor o un artesano: estamos en presencia de la división medieval de los tres órdenes,
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