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Fulcanelli - El misterio de las catedrales

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Fulcanelli El misterio de las catedrales
  • Libro:
    El misterio de las catedrales
  • Autor:
  • Editor:
    Debolsillo
  • Genre:
  • Año:
    2005
  • Índice:
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El misterio de las catedrales: resumen, descripción y anotación

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El

MISTERIO

DE LAS

CATEDRALES

EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES

Prólogo de la primera edición

Es tarea ingrata e incómoda, para un discípulo, la presentación de una obra escrita por su propio Maestro. Por ello, no me propongo analizar aquí El misterio de las catedrales, ni subrayar su belleza formal y su profunda enseñanza. A este respecto, confieso, muy vale, y a los Hermanos de Heliópolis el gozo de recoger esta síntesis, tan magistralmente expuesta por uno de los suyos. El tiempo y la verdad harán todo lo demás.

Hace ya mucho tiempo que el autor de este libro no está entre nosotros. Se extinguió el hombre. Sólo persiste su recuerdo. Y yo experimento una especie de dolor al evocar la imagen del Maestro laborioso y sabio al que tanto debo, mientras deploro, ¡ay!, que desapareciera tan pronto. Sus numerosos amigos, hermanos desconocidos que esperaban de él la solución del misterio Verbum dimissum, le llorarán conmigo.

¿Podía él llegado a la cima del Conocimiento, negarse a obedecer las órdenes del Destino? Nadie es profeta en su tierra Este viejo adagio nos da, tal vez, la razón oculta del trastorno que produce la chispa de la revelación en la vida solitaria y estudiosa del filósofo. Bajo los efectos de esta llama divina, el hombre viejo se consume por entero. Nombre, familia, patria, todas las ilusiones, todos los errores, todas las vanidades, se deshacen en polvo. Y, como el Fénix de los poetas, una personalidad nueva renace de las cenizas. Así lo dice, al menos, la Tradición filosófica.

Mi Maestro lo sabía. Desapareció al sonar la hora fatídica, cuando se produjo la Señal ¿Y quién se atrevería a sustraerse a la Ley? Yo mismo, a pesar del desgarro de una separación dolorosa, pero inevitable, actuaría de la misma manera, si me ocurriese hoy el feliz suceso que obligó al Adepto a renunciar a los homenajes del mundo.

Fulcanelli ya no existe. Sin embargo, y éste es nuestro consuelo, su pensamiento permanece, ardiente y vivo, encerrado para siempre en estas páginas como en un santuario.

Gracias a él la catedral gótica nos revela su secreto. Y así nos enteramos, con sorpresa y emoción de cómo fue tallada por nuestros antepasados la primera piedra de sus cimientos, resplandeciente gema, más preciosa que el mismo oro, sobre la cual edificó Jesús su Iglesia. Toda la verdad, toda la Filosofía, toda la Refigión descansaban sobre esta Piedra única y sagrada. Muchos, henchidos de presunción, se creen capaces de modelarla, - y, sin embargo, ¡cuán raros son los elegidos cuya sencillez, cuya sabiduría, cuya habilidad, les permite lograrlo!

Pero esto importa poco. Nos basta con saber que las maravillas de nuestra Edad Media contienen la misma verdad positiva, el mismo fondo científico, que las pirámides de Egipto, los templos de Grecia, las catacumbas romanas, las basílicas bizantinas.

Tal es el alcance general del libro de Fulcanelli.

Los hermetistas -o al menos los que son dignos de este nombre- descubrirán otra cosa en él. Dicen que del contraste de las ideas nace la luz, ellos descubrirán que aquí, merced a la confrontación del Libro con el Edicio, despréndase el Espíntu y muere la Letra. Fulcanelli hizo, para ellos, el primer esfuerzo, a los hermetistas corresponde hacer el último. El camino que falta por recorrer es breve. Pero hace falta conocerlo bien y no caminar sin saber adónde uno va.

¿Queréis que os diga algo más?

Sé, no por haberlo descubierto yo mismo, sino porque el autor me lo afirmó, hace más de diez años, que la llave del arcano mayor ha sido dada, sin la menor ficción, por una de las figuras que ilustran la presente obra. Y esta llave consiste sencillamente en un color, manifestado al artesano desde el primer trabajo. Ningún filósofo, que yo sepa, descubrió la importancia de este punto esencial. Al revelarlo yo, cumplo la última voluntad de Fulcanelli y sigo el dictado de mi conciencia.

Y ahora, séame permitido, en nombre de los Hermanos de Heliópolis y en el mío propio, dar calurosamente las gracias al artista a quien mi maestro confió la ilustración de su obra. Efectivamente, gracias al talento sincero y minucioso del pintor Julien Champagne, ha podido El misterio de las catedrales envolver su esoterismo austero en un soberbio manto de láminas originales.

E. CANSELIET

F. C. H.

Octubre 1925

EL MISTERIO DE LAS CATEDRALES

Prólogo de la segunda edición

Cuando escribió El misterio de las catedrales, en 1922, Fulcanelli no había recibido El don de Dios, pero estaba tan cerca de la Iluminación suprema quejuzgó necesario esperar y conservar el anonimato, el cual por lo demás, había observado constantemente, acaso más por inclinación de su carácter que por obedecer rigurosamente la regla del secreto. Porque hay que decir que este hombre de otro tiempo, por su apariencia extraña, sus maneras anticuadas y sus ocupaciones insólitas, llamaba, sin pretenderlo, la atención de los desocupados, los curiosos y los tontos, mucho menos, empero, de la que había de suscitar, un poco más tarde, la desaparición total de su personalidad común.

Así desde la compilación de la primera parte de sus escritos el Maestro manifestó su voluntad absoluta y sin apelación de que su identidad real permaneciese en la sombra, de que desapareciese su marbete social definitivamente trocado por el seudónimo impuesto por la Tradición y conocido desde hacía largo tiempo. Este nombre célebre ha quedado tan firmemente grabado en la memoria, hasta las generaciones futuras más lejanas, que es ciertamente imposible que sea sustituido jamás por cualquier patronímico, por muy verdadero, brillante o famoso que fuese.

Sin embargo, no debemos pensar que el padre de una obra de tan alta calidad la abandonase, inmediatamente después de haberla engendrado, sin razones adecuadas, por no decir imperiosas, y profundamente meditadas. Éstas, en un plano muy distinto, condujeron a un renunciamiento que no deja de causar admiración, cuando incluso los autores más puros, entre los mejores, se muestran siempre sensibles al oropel de la obra impresa. Cierto que, en el reino de las letras de nuestro tiempo, el caso de Fulcanelli no se parece a ningún otro, porque emana de una disciplina ética infinitamente superior, según la cual el nuevo Adepto ajusta su destino al de sus raros predecesores, aparecidos sucesivamente, como él en su época determinada, jalonando, como faros de salvación y de misericordia, el camino infinito. Filiación sin tacha, prodigiosamente perpetuada, a fin de que se reafine sin cesar, en su doble manifestación espiritual y científicta la Verdad eterna universal e indivisible. A semejanza de la mayoría de los Adeptos antiguos, Fulcanelli al arrojar a las ortigas de la zanja el gastado despojo del hombre viejo, no dejó en el camino más que la huella onomástica de su fantasma, cuya altiva enseña proclama la aristocracia suprema.

Quienes posean algún conocimiento sobre los libros de alquimia del pasado sabrán que la enseñanza oral de maestro a discípulo prevalece sobre cualquier otra, lo cual tiene fuerza de aforismo. Fulcanelli recibió su iniciación de esta manera, como la recibimos nosotros después de él aunque tengamos que declarar, por nuestra parte, que Cyliani nos había abierto ya de par en par la puerta del laberinto, en el curso de aquella semana de 1915 en que su opúsculo fue reeditado.

En nuestra Introducción a Las doce llaves de la Filosofía, insistimos deliberadamente en que Basilio Valentín fue el iniciador de nuestro Maestro, y lo hicimos, entre otras razones, para tener ocasión de cambiar el epíteto del vocablo, es decir, de sustituir -por prurito de exactitud-, con el adjetivo numeral primero, el calificativo verdadero que habíamos utilizado antaño, en nuestro prólogo a las Moradas filosofales. En aquella época, ignorábamos la conmovedora carta que transcribiremos un poco más adelante y que debe su impresionante belleza al aliento de entusiasmo, al acento fervoroso que inflama a su autor, sumido en el anónimo por el raspado de la firma, como se borra el nombre del destinatario por falta de señas. Éste fue indudablemente el maestro de Fulcanelli el cual dejó entre sus papeles la epístola reveladora cruzada por dos franjas oscuras en el lugar de los pliegues, por haber pertenecido largo tiempo guardada en la cartera, adonde iba, empero, a buscarla el polvo impalpable y graso del hornillo en continua actividad. El autor de El Misterio de las catedrales conservó, pues, durante muchos años, como un talismán la prueba escrita del t7iunfo de su verdadero iniciador, que nada nos impide que publiquemos hoy, tanto más cuanto que nos da una idea elocuente y justa del terreno sublime en que se sitúa la Gran Obra No creemos que nadie nos reproche 1a longitud de la extraña epístola de la que sin duda sería lamentable suprimir una sola palabra:

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