POR AMOR A LOS MAPAS
Prólogo de Dava SobelSimon Garfield ha elegido un título apropiadamente ambiguo para su delicioso homenaje a los mapas: estar en el mapa significa haber llegado. Hablar sobre el mapa es reflexionar sobre el curso de la cartografía a través de la historia y en los distintos contextos culturales. Acepto con placer la invitación que hace a los lectores de su libro: perderse en una exploración de los mapas.
Me encantan los mapas. No los colecciono, a no ser que cuenten los que guardo en una caja debajo de mi mesa de trabajo y que conservo como recuerdo de las ciudades que recorrí con ellos o de las excursiones en el campo por las que me guiaron. En cualquier caso, no podría permitirme los mapas que me gustaría tener: tempranas representaciones del mundo conocido, de antes de que se supiese algo del Nuevo Mundo, o portulanos con rosas de los vientos y monstruos marinos. Están donde deben estar, en museos y bibliotecas, y no confinados entre las paredes (o condenados a la humedad) de mi casa.
Pienso mucho en los mapas. Cuando trabajo en el proyecto de un libro, siempre tengo a mano un mapa del territorio que ayude a los personajes a encontrar sus raíces. Alguna vez —por ejemplo, mientras borro el spam en las carpetas de basura de mis cuentas de correo electrónico—, se me ha ocurrido que «spam» es «maps» (mapas) escrito al revés y que los mapas, que son el verdadero opuesto de spam, no llegan inoportunamente, sino que solo te invitan a acercarte.
Un mapa te puede conducir hasta el final de la Terra Incognita y dejarte allí, o comunicarte la tranquilidad de saber: «Estás aquí».
Los mapas miran hacia abajo, lo mismo que yo, vigilando mis pasos. Su perspectiva hacia abajo nos resulta tan obvia, tan familiar, que olvidamos hasta qué punto ha sido necesario antes mirar hacia arriba. Las reglas de la cartografía de Ptolomeo, formuladas en el siglo II, descienden de su estudio previo de la astronomía. Ptolomeo recurrió a la Luna y las estrellas para situar los ocho mil lugares conocidos del mundo. Así, trazó las líneas de los trópicos y el ecuador por los puntos sobre los que pasaban los planetas y dedujo las distancias este-oeste por la luz de un eclipse lunar. Y fue Ptolomeo quien puso el norte en la parte superior del mapa, donde el polo apuntaba a una estrella solitaria que se mantenía inmóvil durante la noche.
Como todo el mundo en estos tiempos, utilizo las instrucciones de los mapas generados instantáneamente por ordenador para saber cómo llegar en coche a los sitios, y con frecuencia encuentro el camino a pie o en transporte público gracias a la aplicación de mapas de mi móvil. Pero cuando preparo un viaje de verdad, necesito un mapa de la región. Solo un mapa me da una idea cabal de adónde voy. Si, antes de emprender el viaje, no veo si mi destino tiene forma de bota, o de pez o de la piel de un animal, me faltará una intuición del lugar cuando esté allí. Ver con antelación si las calles están trazadas en retícula —o si giran en torno a un eje o si no siguen ningún plan aparente— ya me dice algo sobre cómo será pasear por ellas.
Si no voy realmente a ningún sitio, viajar con un mapa me proporciona la única ruta posible: a todas partes, a ningún sitio en particular, a los pliegues del genoma humano, a la cumbre del Everest, a las rutas de los futuros viajes a Venus en los próximos tres mil años. Con un mapa se puede acceder fácilmente incluso a tesoros enterrados, continentes perdidos, islas fantasma.
¿Acaso es importante que nunca llegue a mis destinos soñados en los mapas, cuando ni siquiera los más admirados cartógrafos de antaño se movieron de su casa? Pienso en Fra Mauro, enclaustrado en su monasterio veneciano, relatando las inverosímiles aventuras de viajeros poco fidedignos en su extraordinaria geografía.
Disfruto con la exuberancia visual de los mapas. La llamada conjetura del mapa de cuatro colores, que establece el número mínimo de pigmentos necesarios para construir un mapa del mundo, no pone más límites a la licencia artística.
El lenguaje de los mapas me resulta no menos expresivo. Abarcamos el mundo con palabras sonoras como «latitud» o «gratícula». Y «cartucho», el marco ornamental para el título o la leyenda, acaricia la lengua con una brisa sibilante. Algunos nombres de lugares suenan como un canto tirolés; otros suenan como chasquidos o son melodiosos. Me encantaría ir de Grand-Bassam a Tabou por la costa de Côte d’Ivoire, aunque solo fuera para decirlo en voz alta.
Los mapas deforman, es cierto, pero, por mi parte, se lo perdono. ¿Cómo se podría constreñir el mundo circular en la imagen plana de una hoja de papel sin sacrificar algo de las proporciones? Los distintos métodos de proyección cartográfica, desde la epónima de Mercator hasta la ortográfica, la gnomónica o la acimutal, todas modifican un continente u otro en alguna medida. Simplemente porque crecí viendo Groenlandia del mismo tamaño que África no significa que creyera que eran así, como tampoco me preocupaba lo inapropiado del nombre de Groenlandia, un lugar blanco, cubierto de nieve, junto a Islandia, mucho más verde y florida. Después de todo, los mapas solo son humanos.
Cada mapa cuenta una historia. Los pintorescos mapas más antiguos hablan de búsqueda y conquista, descubrimiento, apropiación y gloria, por no mencionar los terribles relatos sobre la explotación de las poblaciones nativas. Estas líneas argumentales pueden aparecer borrosas en los mapas modernos, bajo una plétora de rasgos naturales y artificiales; no obstante, los mapas actualizados constituyen excelentes plantillas para nuevas historias: desprovistos de los detalles topográficos y con distintos tipos de datos superpuestos, pueden decirnos mucho sobre las pautas de voto en las últimas elecciones o la difusión de una enfermedad al comienzo de una epidemia.
Lo único mejor que un mapa es un atlas. El propio Atlas, el titán que hubo de cargar con el mundo sobre sus hombros, ha dado su nombre a una familia de cohetes, así como a los compendios de mapas en forma de libro. Tengo varios de esos tocayos del admirable Atlas, y todos ellos requieren brazos fuertes para llevarlos del estante a la mesa.
También me pueden entusiasmar los globos terrestres, especialmente aquellos antiguos que se fabricaban y vendían por pares, uno para la Tierra y otro para el firmamento (también representado desde arriba, invirtiendo la geometría de todas las constelaciones). No obstante, un globo es meramente un mapa inflado, reencarnado. Comienza plano, como una serie de segmentos en forma de cuña pintados o impresos, y es necesario encajarlos y pegarlos en una bola para que los extremos de la Tierra se encuentren. Si los mapas son el alimento del espíritu viajero, siga leyendo.
INTRODUCCIÓN
EL MAPA QUE SE DIBUJÓ A SÍ MISMO
En diciembre de 2010 Facebook publicó un nuevo mapa del mundo que era tan asombroso como hermoso. Era reconocible de forma inmediata —la proyección estándar ideada por Gerardus Mercator en el siglo XVI— y, al mismo tiempo, curiosamente insólito. Era de un azul brillante, con vaporosas líneas que se extendían por el mapa como sedosos hilos de una tela de araña. ¿Qué tenía de extraño? China y Asia apenas eran visibles, mientras que África oriental parecía sumergida. Y algunos países no estaban en su sitio. No era un mapa del mundo en el que se hubieran superpuesto los usuarios de Facebook, sino un mapa generado por las relaciones de Facebook. Un mapa creado por 500 millones de cartógrafos simultáneamente.