Jorge Luis Borges - Autobiograf?a
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La Autobiografía de Jorge Luis Borges, escrita originalmente en inglés con la colaboración de Norman Thomas di Giovanni, fue publicada por primera vez en 1970 en la revista The New Yorker . Concebida como una guía biográfica que acompaña y a la vez esclarece la evolución literaria de Borges desde la precoz erudición hasta su definitiva consagración universal, la obra obtuvo un éxito rotundo que le valió ser traducida de inmediato al portugués, el italiano y el alemán. Es por otra parte el texto más extenso que Borges haya escrito y cada una de sus páginas irradia en el estilo aparentemente sencillo de su última producción la inteligencia, el humor sutil y la perfección en el uso del lenguaje que lo distinguen. Los especialistas en la obra de Borges la han considerado una pieza fundamental para establecer cualquier tipo de interpretación crítica. En el año del centenario de su nacimiento, por primera vez se presenta en versión completa en español este «retrato intelectual y moral» que Jorge Luis Borges hizo de su propia vida.
Jorge Luis Borges
Título original: Autobiographical Essay
Jorge Luis Borges, 1970.
Traducción: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Dictada en inglés a su colaborador y traductor Norman Thomas di Giovanni durante los primeros meses de 1970, esta Autobiografía fue publicada por la prestigiosa revista The New Yorker en septiembre de ese mismo año, y poco después como introducción a la edición norteamericana de The Aleph and Other Stories . Referencia obligada de distintas biografías y ensayos sobre el Maestro, el texto completo se publica por primera vez en español.
No puedo precisar si mis primeros recuerdos se remontan a la orilla oriental u occidental del turbio y lento Río de la Plata; si me vienen de Montevideo, donde pasábamos largas y ociosas vacaciones en la quinta de mi tío Francisco Haedo, o de Buenos Aires. Nací en 1899 en pleno centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán entre Suipacha y Esmeralda, en una casa pequeña y modesta que pertenecía a mis abuelos maternos. Como la mayoría de las casas de la época, tenía azotea, zaguán, dos patios y un aljibe de donde sacábamos el agua. Debemos habernos mudado pronto al suburbio de Palermo, porque tengo recuerdos tempranos de otra casa con dos patios, un jardín con un alto molino de viento y un baldío del otro lado del jardín. En esa época Palermo —el Palermo donde vivíamos, Serrano y Guatemala— era el sórdido arrabal norte de la ciudad, y mucha gente, para quien era una vergüenza reconocer que vivía allí, decía de modo ambiguo que vivía por el Norte. Nuestra casa era una de las pocas edificaciones de dos plantas que había en esa calle; el resto del barrio estaba formado por casas bajas y terrenos baldíos. Muchas veces me he referido a esa zona como «barriada». En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme, puesto que hacíamos todo lo posible, y con éxito, para ignorarlo. No como nuestro vecino Evaristo Carriego, que fue el primer poeta argentino en explorar las posibilidades literarias que tenía allí al alcance de la mano. En cuanto a mí, no era consciente de la existencia de los compadritos, dado que apenas salía de casa.
Mi padre, Jorge Guillermo Borges, era abogado. Filósofo anarquista en la línea de Spenser, enseñaba psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas, donde dictaba las clases en inglés utilizando como texto la versión abreviada del manual de psicología de William James. El inglés de mi padre se debía al hecho de que su madre, Frances Haslam, nació en Staffordshire y su familia procedía de la región de Northumbria. Una azarosa trama de circunstancias la trajo a America del Sur. La hermana mayor de Fanny Haslam se había casado con un ingeniero ítalo—judío llamado Jorge Suárez, quien introdujo los primeros tranvías tirados por caballos en la Argentina, donde se establecieron él y su mujer y desde donde mandaron a buscar a Fanny. Recuerdo una anécdota relacionada con esa aventura. Suárez era huésped del general Urquiza en su «palacio» de Entre Ríos y cometió la imprudencia de ganarle la primera partida de naipes al que era el implacable caudillo de la provincia y capaz de mandar a degollar a cualquiera. Al terminar la partida, otros huéspedes, alarmados, le explicaron a Suárez que si deseaba una autorización para que sus tranvías pudieran circular por la provincia, cada noche debía perder una cierta cantidad de monedas de oro. Urquiza era tan mal jugador que a Suárez le costó mucho esfuerzo perder las sumas convenidas.
Fue en la ciudad de Paraná donde Fanny Haslam conoció al coronel Francisco Borges. Ocurrió en 1870 o 1871, durante el sitio de la ciudad por los montoneros de Ricardo López Jordán. Borges, montado a caballo al frente de su regimiento, comandaba las tropas que defendían la ciudad. Fanny Haslam lo vio desde la azotea de su casa; y esa misma noche organizaron un baile para celebrar la llegada de las tropas gubernamentales de relevo. Fanny y el coronel se conocieron, bailaron, se enamoraron y con el tiempo se casaron.
Mi padre era el menor de dos hijos. Había nacido en Entre Ríos y solía explicarle a mi abuela, una respetable señora inglesa, que en realidad no era entrerriano, ya que —me decía— «Fui engendrado en la pampa». Mi abuela, con reserva inglesa, respondía: «Estoy segura de que no entiendo lo que querés decir». Por supuesto, lo que decía mi padre era cierto, dado que mi abuelo, a principios de la década de 1870, fue comandante en jefe de las fronteras del norte y el oeste de la provincia de Buenos Aires. De chico le oí contar a Fanny Haslam muchas historias sobre la vida de frontera de aquellos tiempos. Una de ellas aparece en mi cuento «Historia del guerrero y de la cautiva». Mi abuela había hablado con varios caciques, cuyos nombres algo burdos, me parece, eran Simón Coliqueo, Catriel, Pincén y Namuncurá. En 1874 —durante una de nuestras guerras civiles— mi abuelo, el coronel Borges, encontró la muerte. Tenía entonces cuarenta y un años. En las complicadas circunstancias que rodearon su derrota en La Verde, envuelto en un poncho blanco, montó un caballo y seguido por diez o doce soldados avanzó despacio hacia las líneas enemigas, donde lo alcanzaron dos balas de Remington. Fue la primera vez que esa marca de rifle se usó en la Argentina, y me fascina pensar que la marca que me afeita todas las mañanas tiene el mismo nombre que la que mató a mi abuelo.
Fanny Haslam era una gran lectora. Cuando ya había pasado los ochenta la gente le decía, para ser amable con ella, que ya no había escritores como Dickens y Thackeray. Mi abuela contestaba: «Sin embargo yo prefiero a Arnold Bennett, Galsworthy y Wells». Cuando se estaba muriendo, a la edad de noventa años, en 1935, nos llamó a su lado y en inglés (su español era fluido pero pobre), con aquella voz débil, nos dijo: «No soy más que una vieja muriéndose muy, muy despacio. Eso no tiene nada de notable ni de interesante». No veía ninguna razón para que toda la casa se alterara, y se disculpó por tardar tanto en morir.
Mi padre era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía. Mi padre era un hombre tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Aunque se enorgullecía de su ascendencia inglesa, solía bromear sobre ella. Nos decía, con fingida perplejidad: «¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes». Sus ídolos eran Shelley, Keats y Swinburne. Como lector tenía dos intereses. En primer lugar, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, Royce y William James). En segundo lugar, literatura y libros sobre el Oriente (Lane, Burton y Payne). Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre. También me dio, sin que yo fuera consciente, las primeras lecciones de filosofía. Cuando yo era todavía muy joven, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón: Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha, la imposibilidad del movimiento. Más tarde, sin mencionar el nombre de Berkeley, hizo todo lo posible por enseñarme los rudimentos del idealismo.
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