Franceschini - Calígula
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- Libro:Calígula
- Autor:
- Genre:
- Año:2009
- Índice:4 / 5
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Calígula: resumen, descripción y anotación
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Antes de recibir una invitación de Drusila, Enia sólo la había entrevisto en las ceremonias públicas. La oía impartir instrucciones en la habitación contigua con voz suave e imperiosa a la vez. Estaban dando el último toque a su peinado, tarea siempre delicada desde que las jóvenes romanas habían abandonado el austero uso de las cintas en favor de moños complicados.
Para entretener la espera, Enia examinó con atención el célebre y pequeño apartamento de Livia que pocos ocupantes del Palatino conocían. Su fama no le pareció injustificada. La habitación estaba rodeada de un friso en el que se yuxtaponían motivos vegetales, palmetas y animales fantásticos, que alternaban a intervalos regulares con graciosos medallones circulares que representaban paisajes agrestes. Algunas obras de arte descansaban sobre mesas bajas: un quemador de esencias de plata en forma de mujer auriga, un niño jugando con un grifo, un jarrón múrrino de gran valor.
Al lado de un busto de Augusto, herencia de la inquilina anterior, habían colocado una espléndida estatua de pie sobre un pedestal de mármol. Al acercarse, Enia reconoció a Cayo de niño. Sin duda la pieza había acompañado a su hermana durante los años de la separación. Aquella imagen reavivó de improviso su malestar. Como todo el mundo en Roma, conocía los rumores de incesto. Sin duda se trataba de inocentes juegos de niños, pero estaba alarmada por el silencio de su amante. Por más que él nunca hablaba de Drusila, Enia sabía bien que pensaba en ella noche y día.
De repente, su misteriosa rival apareció, sonriente, destilando un encanto indefinible que la asombró. Aunque no era, en rigor, una beldad, uno no podía evitar contemplarla con admiración.
–Perdóname -dijo, al tiempo que se palpaba el peinado cerciorarse de que seguía en su lugar-. Mi ornatrix no acababa nunca. ¡Ya sabes lo que es eso! Siempre quieren demostrar su gran habilidad, y nos tiranizan.
Su tono caluroso no estaba en absoluto teñido de la familiaridad condescendiente que emplean los aristócratas con los plebeyos.
–Tu ornatrix tiene talento. Le ha quedado muy bien -la alabó Enia.
–La naturaleza no me ha dado tus hermosos cabellos rubios pero conservo mi color. No me atrae la idea de teñírmelos con ese mejunje galo.
Le señaló un gran diván de color verde oscuro con pies dorados. Sentadas juntas, charlaron durante un rato de moda y de futilidades, hasta que Drusila pronunció el nombre de Cayo.
–Me ha hablado de ti en términos tan elogiosos que quería conocerte. Más que nada, deseaba darte las gracias. – ¿Darme las gracias? Pero ¿por qué?
–¿Crees que ignoro hasta qué punto fuiste un precioso apoyo para él en Capri? Sin ti, no sé cómo habría superado ese mal trago. Tu padre y tú le habéis infundido valor con vuestras predicciones. – Mi padre me enseñó su arte, pero yo no lo practico. – Él profetizó el ascenso al trono de Cayo. Por entonces, nadie lo consideraba posible. Estoy contenta de que mi hermano te haya elegido como amiga y confidente. Te tiene en gran aprecio. ¡Casi somos parientes!
–Eso me honra.
–Cayo dice que tú lo comprendes. Lo encuentro muy extraño, ¿entiendes? La mayoría de la gente se equivoca de medio a medio con él. Lo creen frivolo porque ama las artes. En realidad, ha concebido objetivos elevados para el Imperio. Hemos pasado separados tanto tiempo que es como si ya no lo conociera. Veamos, ¿qué es lo que más te choca de él?
–Que no se parece a nadie -respondió Enia sin vacilar- No se lo puede juzgar según los criterios que valen para los demás. Todo lo que él dice y hace posee un sentido más elevado.
Drusila se contuvo para no ponerse a aplaudir.
¡Es exactamente eso! Ni mis propias hermanas lo entienden.
No te hablo de Lesbia, a la que adoro, pero que es un poco ligera de cascos. Agripina debería darse cuenta. Tú eres más perspicaz que ella. – Las estrellas me han ayudado.
–Sin duda, pero eso no lo explica todo. Yo he sentido eso desde mi infancia: él es un ser aparte… Después Tiberio nos separó. Te confieso que, cuando nos reencontramos, me quedé horrorizada. Esos años terribles que pasó en Capri lo dejaron marcado. Me pareció muy enfermo y me costó reconocerlo.; -Desde tu llegada, se encuentra mucho mejor.
Drusila bajó la mirada, como si se dispusiera a anunciar algo que le resultaba difícil.
–Es verdad, pero yo no puedo quedarme en Roma. Ya he retrasado demasiado mi partida. – ¡Pero eso lo destrozará!
–Lo sé muy bien. Por eso quería verte. Cuento contigo para que e veles por él. Me gustaría que llevara una vida menos agitada y, sobre todo, que se casara y tuviese un hijo. Es vital para él y para Roma. Debe encontrar una esposa.
–Las hijas de buena familia no escasean -observó Enia de mala gana.
–Bah, me importa poco que sea o no de buena familia. El ennoblecerá a la mujer con quien se case. Lo que quiero es que la elegida apacigüe su fiebre y lo haga feliz. ¿Me escribirás con regularidad para contarme cómo sigue Cayo? – Desde luego.
–Te lo agradezco. Ya te explicaré cómo hacerme llegar las cartas. Más vale que él no esté al corriente de esta correspondencia; será nuestro secreto. Piensa en lo que te he dicho: es preciso que se case y que engendré un sucesor. De lo contrario el hijo de Ahenobarbo y de Agripina heredará el Imperio. ¡Sería bien triste! – Al reparar en la mirada inquisitiva de Enia, añadió-: No, yo nunca tendré hijos.
Los dioses me han infligido ese castigo. Lo merezco: he incurrido en cólera. – ¡Debo dejar a Cayo! Y sin embargo, yo tampoco puedo vivir él ¡Ay, si supieras qué felices fuimos! Se arrojó a los brazos de su nueva amiga, que contempló estupefacta como se deshacía en llanto.
Roma, octubre del año 37
La litera se detuvo delante de las caballerizas de los Verdes. Contrariamente a la costumbre, nadie aguardaba al emperador. Tras ordenar a los porteadores que se mantuvieran a distancia, éste se dirigió a Mesalina.
–He prometido a tu marido que te castigaría, pero no le he dicho cómo. Aquí, en el lugar del delito, he previsto tu castigo.
Su actitud irónica no resultaba en absoluto amenazadora. ¿Qué estaría tramando?
Las suntuosas caballerizas estaban desiertas. Cuando entraron en un establo de paredes revestidas de mármol multicolor, Calígula acarició a un magnífico caballo blanco.
–¡Buenos días, Incitatus! Un poco de paciencia, todo está dispuesto.
Mesalina miró en torno a sí y advirtió con sorpresa que en el lugar que antes ocupaba el pesebre ahora se alzaba un escenario cuyo suelo estaba formado por gavillas de paja atadas con cordeles de seda. Junto al caballo habían instalado un gran sillón dorado. Unos pasos más allá, un anciano sentado en un taburete afinaba un laúd.
Está ciego. El espectáculo no es para él. ¿Qué espectáculo?
–Mi nueva obra. ¿Qué te parece el teatro? – Muy bonito. Ese escenario de paja, ¿es para que admire tu caballo?
–No. Es para que él te admire a ti.
Mesalina estaba cada vez más sorprendida. Él tomó asiento en el sillón y dio una palmada.
–Estoy seguro de que mi obra te va a gustar mucho. Acto seguido aparecieron tres atletas vestidos con casacas de cuero amarillo. Mesalina reconoció al más alto, un rubio de tez bronceada que en el circo la había hecho soñar a menudo cuando erguido en su carro, fustigaba el tiro de caballos.
–Ésta es la gran amiga de los Verdes de quien os he hablado. Los tres hombres la devoraron con la mirada, como unos niños ante el escaparate de un pastelero. A ella la invadió una deliciosa turbación.
–¿Estáis preparados? – Sí, César.
–Desde tu boda, Claudio no ha parado de elogiar tu talento. Él es un gran gramático y un excelente gastrónomo, pero en cuestión de teatro, no me fío mucho de él y prefiero juzgar por mí mismo. Por ello he decidido dejar que actúes en mi obra. Aunque sólo puedo ofrecerte un papel mudo, es muy importante y creo que ideal para realzar tus cualidades.
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