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Gregorio Marañón - Tiberio, historia de un resentimiento

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Gregorio Marañón Tiberio, historia de un resentimiento

Tiberio, historia de un resentimiento: resumen, descripción y anotación

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El alma resentida, después de su primera inoculación, se sensibiliza ante las nuevas agresiones. Bastará ya, en adelante, para que la llama de su pasión se avive, no la contrariedad ponderable, sino una simple palabra o un vago gesto despectivo; quizá sólo una distracción de los demás. Todo, para él, alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más: el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos si no los encuentra. El párrafo, con la prosa limpia y exacta de Gregorio Marañón, forma parte del estudio que publicó en 1939 sobre la figura del emperador Tiberio. Condenado como un monstruo de crueldad comparable a la de Nerón o Calígula, la figura de Tiberio, el emperador contemporáneo de Cristo y de Pilatos, empezó a ser rehabilitada en el siglo XVIII por Voltaire. Le tocó vivir y gobernar en una época crítica y conflictiva. Entre un mundo pagano que se desmorona y la pujante mentalidad cristiana, Tiberio es uno de esos hombres que vivió en un terreno de nadie, en una época confusa y desolada. Marañón le dedicó uno de sus libros más interesantes, una teoría del resentimiento y un estudio biográfico e histórico que profundiza en las raíces de su conducta en el contexto problemático de una crisis generalizada del imperio. Años de devastación evocados por Marañón en años de devastaciones, los de la guera civil española, que inevitablemente está pesando al fondo de este magnífico libro, de un ensayo ejemplar entre la biografía, la psicología y el estudio histórico.

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CAPÍTULO XIII - ANTONIA O LA RECTITUD
La pareja feliz

En el desfile de personajes torvos que llenan el escenario de Roma en esta época, hemos visto aparecer a Antonia, rodeada de un halo de rectitud. Es justo dedicarla algunos comentarios.

Antonia, la sobrina de Augusto, hija de Octavia y de Marco Antonio, recibió, para fortuna suya, la herencia moral más copiosa, no de su padre el triunviro, que ahogó su talento y su destino en la sensualidad, sino de su madre, aquella virtuosa mujer cuyo dolor por la muerte del hijo se hizo legendario.

Era, según dicen los historiadores, la mujer más bella de su tiempo. Las estatuas que se conservan de ella, no siempre autorizan a este juicio, con las salvedades, que conviene repetir, acerca de la autenticidad de estas asignaciones iconográficas. En las dos del Museo del Louvre aparece una cara fina, pero con una retracción exagerada de la mandíbula inferior que imprime a la boca una cierta impresión de bobería. En cambio, en el busto del British Museum ostenta una belleza radiante de armonía y de gracia.

Augusto la casó con Druso I, el hijo de Livia y quizá de él. Fue la boda por los mismos días que la de Tiberio con Vipsania, la hija de Agripa: días de júbilo y de optimismo en la familia del gran César que se prometía con los casamientos de los dos hermanos multiplicar los vástagos de su familia y unir en Druso y en Antonia las dos ramas insignes de los claudios y los julios. Y, sin embargo, acaso fue esta decisión de Augusto uno de sus más grandes errores. El acertijo que es todo matrimonio y cuya solución sólo se conoce muchos años después, es doblemente difícil cuando de esa solución depende, no sólo la felicidad o la desventura de los cónyuges, sino la de una nación. Si Antonia hubiera sido la mujer de Tiberio, el rumbo de la Historia de Roma tal vez se hubiera cambiado radicalmente. Y de la Historia de Roma ha nacido, por largos siglos, la del mundo.

La pareja de Tiberio y Vipsania fue, como ya sabemos, infeliz. La de Druso y Antonia, por el contrario, alcanzó una felicidad ejemplar. «¿Hubo jamás —decía Ovidio— una pareja más perfecta que la de Druso y su mujer?» Era el esposo el ídolo del pueblo por su valor, por su simpatía y por sus —no comprobadas— ideas democráticas; la esposa fue la admiración de todos; más aún que por su belleza, por su vida llena de irreprochable dignidad. Era la misma pulcritud en lo moral; y también en lo físico, pues se hizo famosa porque nunca escupió, lo cual la hace especialmente acreedora a todas nuestras simpatías.

En los viajes guerreros y triunfales de Druso, le acompañaba siempre su mujer, incluso estando embarazada, pues su segundo hijo, Claudio, nació en una de 200 estas expediciones, en Lyón. Tuvieron tres hijos y de los tres habían de hablar copiosamente los anales futuros: Germánico se hizo célebre por su popularidad, por su muerte sospechada de veneno, y, sobre todo, por haber sido el marido de Agripina; el segundo, Claudio, mezcla de anormalidad y de agudeza, fue emperador por casualidad; vergonzante esposo de Mesalina y padre adoptivo del emperador Nerón; a la tercera, Livila, la conocemos por su belleza infeliz y por su supuesta complicidad en la muerte de su marido, Druso II, así como por su desdichada muerte. Parece imposible que de pareja tan perfecta brotasen en esta medida el dolor, la ignominia y la muerte.

Muerte de Druso

Druso I murió en plena juventud y en plena gloria, el año 9 a.C. Parecen indudables sus dotes de gran general y de hombre lleno de una poderosa simpatía. El mismo Tiberio, tan seco en sus afectos, le amaba sobremanera. Plinio cuenta que para llegar a tiempo de verlo vivo, cuando recibió la noticia de su accidente, recorrió en un día y una noche los 200.000 pasos que le separaban del herido. Su dolor al verle morir en sus brazos fue inmenso. Ovidio le describe en este trance: «deshecho, pálido, con los cabellos en desorden, los ojos llenos de lágrimas y el rostro desfigurado por el dolor». Es seguro que el gran poeta no hubiera tenido ocasión de volverle a pintar así, en un dolor tan cordial, en el resto de su larga vida. Dentro del sino fatal que segó prematuramente la vida de todos los que llevaron el nombre de Druso, éste, el primero, murió por lo menos de un accidente casual, de la caída de un caballo, en la que se rompió una pierna. No faltó tampoco, entonces, el rumor de que había sido envenenado por el propio Augusto, celoso, se decía, del renombre democrático de su ahijado. La versión, no hay que decirlo, es inverosímil; entre otras razones, porque el liberalismo de Druso era invención ilusionada del pueblo, como hemos dicho ya. Murió de una complicación natural de su accidente.

La viuda ejemplar

La viuda, en el esplendor de su belleza, no vivió desde aquel día más que para honrar la memoria del desaparecido —«su primero y único amor», como Ovidio cantó y para cuidar a sus hijos y luego a sus nietos. Su conducta parece una continuación magnífica de la de su madre. El mérito de su castidad se multiplica cuando se piensa en el ambiente en que vivió, lleno, no ya de seducciones, a las que era inaccesible su virtud, sino de las presiones y compromisos de la inexorable razón de Estado. Augusto la quiso forzar para que contrajera enlaces nuevos que convenían a la casa del César. La ley de maritandis ordinibus fue esgrimida contra su resistencia; pero no la pudo vencer, demostrándose así, una vez más, que la dignidad de la conciencia es mucho más fuerte que el artificio de las leyes. Como sucede siempre, su actitud recta frente a la ley, después de irritar a los guardianes de ésta, acabó por rendirles a la admiración. Para Augusto, fue su castidad irreductible el motivo más profundo de la estimación que le profesó siempre; estimación que compartió su mujer, Livia; y que de ambos heredó Tiberio.

Antonia vivió el resto de su juventud y su madurez en Roma o en su villa de Baules, retirada de toda actuación política, viendo crecer a sus hijos y en estrecha relación con Augusto y con Livia. A veces era algo extravagante: en el estanque de su jardín tenía, por ejemplo, una anguila a la que quería mucho y a la que adornaba con lujosos pendientes como a las mujeres. La gente acudía de todas partes a verla.

El hijo imbécil

Las nobilísimas cartas de Augusto a Livia, a propósito de Claudio, el segundo hijo de Antonia, demuestran el amor que a ésta tuvo el gran emperador. Ninguna de las grandes hazañas de Augusto suscitan nuestra admiración como esta correspondencia que fragmentariamente publica Suetonio en la que enternece ver cómo encontraba, en medio de sus inmensas preocupaciones, tiempo y gusto para vigilar paternalmente los más nimios y delicados problemas familiares.

De los tres hijos de Antonia, Germánico, el mayor, robusto y decidido, abandonó pronto el hogar para alcanzar una fortuna, previamente acordada por la protección del César. Pero el segundo, Claudio, debió llenar de preocupaciones y de desvelos muchos días de la viudez de su madre. Sufrió, en efecto, desde niño, «diversas enfermedades muy largas», y le quedó como reliquia «una debilidad de espíritu» no exenta de inteligencia. Tenía la palabra torpe, las piernas flojas; la baba se le caía y un continuo temblor hacía oscilar su cabeza; así nos le pinta también Juvenal. Todo ello nos permite sospechar que alguna de aquellas enfermedades infantiles fuera una encefalitis de la que quedaron los síntomas lejanos de este mal, que coinciden casi exactamente con los que acabamos de copiar. Menos fáciles de interpretar son unas protuberancias o carúnculas que el poco agraciado príncipe tenía al lado de los ojos, que se le congestionaban y enrojecían en los momentos de excitación.

La única sombra que encontramos en la vida de Antonia —si bien encuadra por completo en la psicología de la época— es su poca caridad con este hijo enfermo, pues, según los historiadores, cuando hablaba de él, le llamaba «caricatura de hombre»; y para ensalzar la estupidez de alguien, decía: «Es más tonto que mi hijo Claudio.» Del mismo desprecio participaban Livia, la abuela, y Livila, su hermana. Y con la crueldad de todos ellos contrasta la caridad y el buen sentido de Augusto en los consejos que da respecto del inválido niño a su mujer, pidiéndole que se los lea también «a nuestra querida Antonia».

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