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SINOPSIS
¿Existe una relación entre desarrollo económico y felicidad? En la historia humana, desde la aparición de los primeros homínidos hasta nuestros días, hay tres grandes revoluciones que son a la vez económicas y culturales y que cambiaron la forma en que producimos, pensamos y vivimos. Y cambiaron, también, el concepto de felicidad.
Después de la revolución cognitiva, con la que nace el pensamiento simbólico y que permitió a las tribus de cazadores y recolectores lanzarse a la conquista del mundo, la revolución agrícola vio que la felicidad está más allá de los deseos y la vida terrenales. Con la revolución industrial esta parecía posible como resultado de políticas y acciones humanas. Hoy, en la «aldea global» se confrontan dos ideas de felicidad: una basada en el placer y la otra, ética. Parecen oponerse, pero no son irreconciliables y tal vez una síntesis sea posible.
EMANUELE FELICE
HISTORIA
ECONÓMICA
DE LA FELICIDAD
UNA NUEVA VISIÓN
DE LA HISTORIA DEL MUNDO
Traducción castellana de
Lara Cortés
A Gianni Rodari
INTRODUCCIÓN
La felicidad es un puente tendido sobre el abismo
Este libro es como la aventura de un buzo. En el transcurso de la historia de la humanidad se ha ido abriendo una brecha, cada vez mayor, entre el poder que tiene en sus manos el Homo sapiens y su dimensión ética. O dicho de otro modo: entre las posibilidades con las que cuenta nuestra inteligencia, entre nuestra capacidad para imaginar mundos que no existen e, incluso, para hacerlos realidad —es decir, entre las armas artificiales que nuestro cerebro ha puesto a disposición de nosotros, los primates más evolucionados, para que dominemos y transformemos nuestro entorno— y la habilidad específica de utilizar el progreso tecnológico para mejorar la vida de los humanos y, tal vez, también la de otras especies de seres sensibles.
En los dos últimos siglos, esa brecha se ha ido ampliando a un ritmo cada vez más acelerado como consecuencia de la revolución industrial. En el siglo XX se convirtió ya en un verdadero abismo. Por una parte, el progreso tecnológico ha colocado al ser humano en una posición desde la que puede destruir tanto el planeta como a sí mismo. Por otra, la falta de un cambio significativo en el ámbito de la ética ha determinado que la humanidad corriese y siga corriendo este riesgo de destrucción. Al mismo tiempo, el incremento de la capacidad tecnológica se ha utilizado a menudo no solo para mejorar las condiciones de humanos y otros seres vivos, sino también para empeorarlas, y no poco: cabe recordar, como casos paradigmáticos en este sentido, a la Alemania nazi y a la URSS de Stalin, sociedades tecnológicamente mucho más avanzadas que las que las precedieron. También es posible encontrar ejemplos de este fenómeno en el mundo liberal: baste pensar en la Gran Guerra o en la explotación colonial.
Por suerte, en este abismo no todo es oscuridad: aquí y allá, nuestro buzo distingue luces. Si las interpreta adecuadamente, podrían ayudarle a subir desde el fondo, tal vez incluso a salir a la superficie. Y él se aventura a seguirlas.
También sería posible contemplar el abismo con una mirada completamente diferente: si pensamos en él como si se tratase de un vaso, podríamos verlo medio lleno o medio vacío (nuestro buzo es optimista; de lo contrario, no se habría sumergido en el agua). Los dos últimos siglos han traído consigo un extraordinario progreso en las condiciones materiales de la humanidad y en sus conocimientos técnicos y científicos. Un progreso sin precedentes. Hoy en día, la cantidad media de bienes con los que cuenta cada persona para satisfacer sus necesidades y el bagaje de información del que dispone son infinitamente superiores a los de cualquier otra época anterior. También ha aumentado a ritmos exponenciales la población y se ha incrementado la esperanza de vida. Somos más ricos y más cultos. Por lo tanto, más libres. Más numerosos y más longevos. Pero ¿también más felices?
De entrada, cabría decir que no lo sabemos. Y es esta impresión la que me ha llevado a realizar esta investigación.
En parte porque —admitámoslo— se trata de una pregunta importante. Tal vez la más importante de toda la historia de la humanidad. Eso sí, exige una respuesta nada fácil; compleja, de hecho (también en el sentido amplio de esta palabra: interdisciplinar). Este es uno de los motivos por los que, durante mucho tiempo, la economía —que, según algunos autores, debería ocuparse precisamente de averiguar cómo llevar una vida feliz— y la historia económica —que debería describir y explicar el camino que recorre la humanidad hacia el bienestar generalizado— han subestimado estos temas, bien dando por sentada la respuesta (que suponen afirmativa), bien dejándolos en manos de otras disciplinas: la psicología, la antropología o la filosofía moral. Así, durante largo tiempo, la historia material de nuestra liberación con respecto a la miseria, por un lado, y la historia cultural y filosófica de la búsqueda de la felicidad, por otro (dos aspectos complementarios y que se necesitan mutuamente), han viajado sin llegar nunca a encontrarse. No ha sido hasta hace poco cuando una serie de economistas e historiadores de la economía han empezado a plantearse con mayor interés las siguientes preguntas: ¿la prosperidad material hace más felices a los seres humanos? ¿La ruta milenaria que nos ha conducido desde la revolución agrícola hasta la economía de los servicios nos ha acercado realmente a la posibilidad de vivir una vida mejor? Y, a la inversa, ¿cuál es la relación entre la idea de la felicidad —que ha cambiado ya en repetidas ocasiones y que va variando en función de épocas y culturas— y el progreso científico, tecnológico y económico? ¿Se puede intentar reducir o incluso eliminar la fractura que se ha abierto entre las cumbres de nuestra extraordinaria riqueza material y cultural y las turbias profundidades de la psiquis humana? Es más, ¿es posible aplicar las reflexiones sobre la felicidad, con los consecuentes análisis del pasado y los mismos interrogantes sobre el futuro, a otras inteligencias y sensibilidades no humanas?
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