Director de la colección: Luis E. Íñigo Fernández
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Fueron únicos. Aunque, en una época en que el avión transporta al año millones de pasajeros alrededor del mundo, el trasatlántico decimonónico solo sea contemplado como un bonito vestigio del pasado, una especie de locomotora flotante colosal construida para que unos cuantos miles de mortales atravesaran el océano, con su desaparición hemos perdido algo importante. En los viajes actuales, el avión, el aeropuerto y los controles aduaneros son mero trámite, un mal necesario en el que ningún viajero se fija. Lo importante es el destino y lo que obtendremos de él, ya sea descanso, trabajo o turismo. Con los grandes trasatlánticos, podía suceder que el viaje —es decir, el propio buque en que se navegaba— fuera mucho más notable y espectacular que el destino, simple excusa, puesto que cualquier viajero bregado ya conocía Liverpool, Southampton o Nueva York, terminales marítimas. Viajar en una espléndida maravilla como un buque trasatlántico, prodigio de la ingeniería, la técnica, el lujo, los sueños y el glamour , no tenía comparación con nada en este mundo. Es ahí donde se debe empezar a indagar para descubrir las causas de fenómenos aparentemente injustificables, como la titanicmanía. El trasatlántico superaba cualquier excentricidad y eso es lo que el progreso, con miles de aviones low cost circulando a lo loco en todas direcciones para no llegar a ninguna parte, nos ha arrebatado. La sociedad moderna ha olvidado que, a veces, lo esencial de trasladarse de un lugar a otro es el viaje en sí.
Aunque actualmente, surquen los mares un centenar de modernos funcruisers , herederos del trasatlántico, podemos considerar la época de vigencia de esta clase de buque desde 1838 —cuando el vapor Great Western inicia el establecimiento de una línea transatlántica regular— hasta 1970, cuando el gigantesco Queen Elizabeth , sin utilidad alguna, sale a subasta. Es un segmento aleatorio de ciento treinta y dos años elegido al azar, igual podría tomarse desde la primera travesía transatlántica del vapor Royal William , en 1833, a las últimas travesías del velocísimo United States en los años sesenta. El resultado es el mismo: unos ciento treinta años, que podemos fijar como plazo de vigencia del buque trasatlántico. En cuatro tercios de siglo estos buques inolvidables pasaron de ser simples vaporcitos derivados de veleros, a entablar dura competencia de la mano de navieras privadas por la Blue Ribband, trofeo que conseguía el buque más rápido en cruzar el Atlántico. Convertidos en galgos atlánticos, el siguiente paso sería asumir el gigantismo, la potencia de máquinas y la velocidad con la generación Cuatro Chimenas, a la que perteneció el celebérrimo Titanic . Esta familia de trasatlánticos vio cortadas sus veloces carreras no por un iceberg, sino por la Gran Guerra, que produjo gravísimo daño al tráfico trasatlántico con la campaña submarina sin restricciones. Recuperado este en el período entreguerras para la época de plenitud y máximo esplendor, los maravillosos trasatlánticos serán capaces de cruzar el océano en menos de cuatro días disputándose la Cinta Azul, como en una olimpiada internacional, resonando en los oídos nombres como Queen Mary , Queen Elizabeth , Rex , Bremen o el legendario Normandie .
Después de la Segunda Guerra Mundial, llega la decadencia, el drama de la falta de rentabilidad y los inevitables accidentes, casi siempre un incendio. Era el fin de una época dorada que ya pertenece al pasado. El buque trasatlántico había completado su trayectoria vital sobre las olas, pasando a ser un recuerdo. En esta obra vamos a repasar el mundo de los trasatlánticos en sus diferentes generaciones, pero no solo desde el aspecto de las características, las prestaciones cronológicas y la velocidad; también trataremos de buscar el espíritu trasatlántico, su verdadero significado en la historia marítima mundial y las peculiares gestas de muchos de ellos normalmente a la sombra —o al margen— de la desproporcionada y sobrevalorada epopeya del Titanic , superabundante en una sociedad hambrienta de virtualidad y víctima de exageraciones casi esotéricas. Si de verdad queremos conocer los trasatlánticos hemos de acercarnos a ellos tal como fueron, grandes máquinas maravillosas pero también falibles, hermosas pero con aspectos detestables, incomparables aunque muy vulnerables. En ellos el hombre quiso expresar destreza técnica, pericia náutica y superación humana, y lo consiguió, pero sin poder evitar una insultante arrogancia ante el medio marino, escasa prudencia en muchos casos y exceso sin ponderación de lujo, exhibicionismo y simple chulería. Circunstancias estas últimas de las que la mar, siempre paciente, acabaría pasando la correspondiente factura. Podríamos preguntarnos hoy si las generaciones futuras hemos aprendido la lección; seguramente, la respuesta es no.
Pasando al plano práctico, vamos a conocer también la vida oculta o poco conocida de no pocos trasatlánticos, buques, al fin y al cabo, formidables y de cualidades engañosas, pues parecían capacitados para determinadas misiones que, en realidad, nunca debieron afrontar. En las dos guerras mundiales, los trasatlánticos se alistaron para la causa con entusiasmo pendenciero para terminar, como reclutas inexpertos, lamentando la osadía o pagándola al carísimo precio que es de suponer. Los trasatlánticos eran buenos hoteles de carreras, pero no tanto audaces guerreros. Por último, también llegaron a ejercer, lamentablemente, como buques prisión o simples Hell Ships , tal como fueron denominados en el Pacífico, generando dos multitudinarias tragedias al final de la Segunda Guerra Mundial: la retirada alemana del frente oriental y la ofensiva submarina a cualquier precio y sin consideraciones desencadenada por la U. S. Navy, o Marina estadounidense, en el Pacífico, borrando de los mares cualquier buque japonés aunque viajaran a bordo miles de prisioneros estadounidenses. Fue, tal vez, el aspecto más apocalíptico, triste y espeluznante de la historia de los trasatlánticos, que no podremos ignorar; pues cuando se quiere conocer algo íntegramente, con honestidad, uno no puede abrir los ojos a películas, luces y lujos, cerrándolos o escondiendo el rostro cuando se producen incontables catástrofes, injusticias y dramas. En suma, esto fue la historia del trasatlántico: una épica leyenda que no pudo evitar caer, en ocasiones, en el más sórdido drama.
Víctor San Juan
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Para los viajeros de mediados del siglo XX cruzar el Atlántico era disfrutar de unas agradables vacaciones cortas, poco más de tres días, surcando las olas a bordo de un imponente buque muy seguro y con todas las comodidades a bordo que se pudieran soñar. Sin embargo, esto no siempre ha sido así. De hecho, los viajes por mar, a lo largo de la historia, se parecían más a un auténtico viaje al infierno, antes de emprender el cual los humildes pasajeros encomendaban su alma, hacían testamento y adquirían ese estado espiritual trascendente necesario cuando uno va a enfrentarse a un peligro mortal, ya sea externo (viaje incierto, guerra, asalto) o interno (fatal enfermedad u operación quirúrgica). Atravesar el océano en la Antigüedad, lejos de parecerse a un dolor de muelas —es decir, una molestia transitoria y poco duradera— podía ser un verdadero y angustioso calvario, una terrorífica sucesión de fatalidades que terminara de la peor de las formas, es decir, perecer y hundirse en el abismo con la malhadada nave. En esto no había clases ni categorías, alcanzando el peligro desde el más elevado de los mortales al más humilde de los seres humanos. Ambos, desprovistos de rangos y emblemas, podían encontrarse al final hermanados en la tumba, el frío bentos.