LA GUERRA NAVAL EN EL ATLÁNTICO (1939-1945)
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© 1974, Luis de la Sierra
Editorial Juventud
ISBN: 9788426157157
PRÓLOGO
Al estallar la segunda guerra mundial, el 3 de septiembre de 1939, hacía sólo cuatro años que la Armada alemana había iniciado su reconstrucción, tras romper gracias al consentimiento de Gran Bretaña (Tratado de Londres de 1935) las prietas ligaduras del Tratado de Versalles. Disponía por tanto de muy pocos buques de guerra de superficie o de submarinos para intentar arrebatar a sus poderosos enemigos, léase Francia e Inglaterra, potencias ambas con magníficas flotas militares, el dominio del mar.
En la citada fecha Alemania no disponía de nada parecido a la escuadra de superficie que tuvo el 4 de agosto de 1914, al estallar la primera guerra mundial; escuadra entonces considerada como la segunda más potente del mundo.
Sin embargo, y a pesar de tan abrumadora diferencia inicial de fuerzas navales en presencia, la flota germana no se resignó a jugar un papel pasivo o meramente defensivo. El jefe de la Armada alemana, gran almirante Erich Raeder, combatiente en la primera guerra mundial y que se había aprendido a la perfección las lecciones políticas y estratégicas de dicha contienda, supo inculcar a sus hombres un espíritu decididamente ofensivo, no dirigido contra las inmensamente superiores escuadras enemigas, lo que muy pronto habría llevado a la embrionaria flota alemana a una derrota tan absoluta como inútil, sino precisamente contra la marina mercante inglesa; entonces la mayor del mundo, con gran diferencia, es cierto, pero también el vulnerable tendón de Aquiles de dicha potencia y su formidable imperio colonial.
Aquella estrategia germana no conduciría, por supuesto, a grandes batallas navales, como la de Jutlandia (1916), pero sí a una espectacular serie de encuentros y combates, inicialmente librados por los buques de superficie, ya que la flota submarina alemana era prácticamente insignificante en 1939, y, a partir de 1940, por dichas unidades de superficie y también las aguerridas flotillas de sumergibles de la misma bandera.
En este libro se recogen prácticamente todas las batallas y combates más importantes librados, en el océano Atlántico y en el Ártico, por las unidades de superficie germanas y aliadas entre los años 1939 y 1945. Sin embargo, como el verdadero telón de fondo de toda la lucha en dichos océanos, a partir del año 1940 y hasta el final de la contienda, fue precisamente la campaña submarina alemana; como a ella dedicaron germanos y aliados la mayor parte de sus recursos y energías, y puesto que dicha lucha fue muy probablemente la que decidió el resultado de la guerra en Europa, en esta nueva edición no sólo trataremos en detalle algunos de los éxitos más espectaculares conseguidos por los peces de acero alemanes, sino que se ha incluido un nuevo capítulo, el XVI, enteramente dedicado a la «Batalla del Atlántico», como la denominara en su día Winston Churchill, en su conjunto, donde se estudian y analizan las causas que, en definitiva, llevaron a la derrota a la que había llegado a ser formidable flota submarina del almirante Karl Doenitz.
Por lo demás, el autor quiere disculparse por tener que ponderar, desde la seguridad y el confort de su gabinete de trabajo, disponiendo de tiempo ilimitado, en posesión de suficientes elementos de juicio y, sobre todo, conociendo de antemano el desenlace de cada combate o batalla, así como de sus consecuencias y repercusiones, la actuación de unos hombres que, escuchando el siniestro zumbido y el estallar de los proyectiles enemigos, ensordecidos por el estrépito del combate, abofeteados por el rebufo de las piezas de artillería, cegados por el humo acre y caliente de los incendios, heridos a veces, sorteando cadáveres, sabiéndose flotar en precario sobre el insondable y amenazante abismo del océano, y atenazados por el peso de la responsabilidad de las vidas y buques puestos en sus manos, se vieron obligados a decidir con insoslayables apremios de urgencia, en circunstancias tan dramáticas como desfavorables y teniendo que basarse casi siempre en indicios tan vagos e imprecisos como frecuentemente contradictorios.
Pero la Historia no es simple crónica, no constituye una mera exposición de los hechos ni, por supuesto, admite componendas, sino que, por el contrario, analiza y ahonda implacablemente en causas y efectos. A pesar de lo cual, y a fuer de sincero, el autor confiesa que se ha sentido a veces incómodo al tener que profundizar y enjuiciar, con la incisiva frialdad del escalpelo del anatomista y la objetividad de una mala máquina de calcular, el comportamiento y las actitudes de unos hombres que acertaron en ocasiones, se equivocaron en otras, pero por encima de todo, sin excepción alguna, lucharon con gran coraje y antepusieron a cualquier consideración de orden personal el feroz ego que late y se agita en nuestro interior, también a ese primario y ancestral instinto de conservación, y sin regatear en el precio, un auténtico sentido del deber, un entrañable amor a la patria.
Por todo ello, además de disculparse, el autor quiere dejar aquí constancia de la profunda admiración y respeto que le merecen los protagonistas de esta fascinante historia, que es tan sólo un canto al deber y que tantas veces ellos dejaron escrita con su propia sangre y generosamente sellaron con sus vidas.
CAPÍTULO I
LA FLOTA ALEMANA
¡Olas! Olas grises, poderosas, movedizas, amenazadoras, en sucesión interminable hasta la incierta y mal definida línea del sucio horizonte. Olas que llegaban altas, espumantes, fosforescentes, produciendo un suave rugido monocorde, como de fiera. Olas fascinantes que el joven oficial de Marina alemán seguía algo atónito con la mirada, pensando que desde hacía centenares de años, millares de años, ¡millones de años!, habían sido las mismas, con idéntica fuerza bajo el mismo cielo, galopando desmelenadas y sin rumbo por un mar vacío de embarcaciones, vacío de hombres, desprovisto de ideas. Un mar eterno, inmutable, jamás contemplado por humanas pupilas, únicamente surcado por los peces y las aves, lamido por los vientos y embestido por los huracanes. Un desierto líquido, poderoso e inquieto, donde el Sol y la Luna, planetas y estrellas, cometas, meteoritos y auroras boreales surgían y desaparecían cotidiana y regularmente desde hacía miles de millones de años. Pero un mar únicamente arado por el hombre, ¡ese advenedizo!, desde hacía menos de cinco insignificantes siglos.
En la mañana de uno de los primeros días de septiembre del año 1939, en el Atlántico Norte, al este de Groenlandia, un buque de guerra, el acorazado de bolsillo alemán Deutschland, confundía su pesada mole grisácea de 12.300 toneladas con los lomos de las aceradas olas que surcaban la mar en dirección a Levante. Desde uno de los alerones del puente de mando, aguantando los bruscos movimientos del buque, el oficial de guardia contemplaba pensativo aquellas grandes olas del Atlántico que se le aproximaban como bestias furiosas, pensando que, pese a hallarse en pleno verano del hemisferio norte, nadie lo diría, pues en aquel ceñudo, salvaje y desolado mar, a la altura de Groenlandia, al parecer sólo existían ventiscas de nieve y granizo y un frío que, como despiadado cuchillo, mordía sin piedad la aterida piel.
El acorazado avanteaba despacio, impulsado por uno de sus dos motores diésel principales, pues no sólo había que ahorrar combustible, sino matar el tiempo en espera de que se declarase la guerra. Un brusco pantocazo, seguido por la violenta ascensión del largo castillo de proa del acorazado, como si una poderosa e invisible mano lo quisiera sacar del agua, hizo que el oficial de guardia abandonara su meditación y penetrase en la caseta de gobierno para vigilar más de cerca al timonel. Pero el cabo de maniobra prusiano que manejaba los dos botones eléctricos que movían el timón mantenía bien el rumbo, y el buque, balanceándose y cabeceando pesadamente, arrastrando una blanca e irregular estela que pronto se tragaba el mar, siguió abriéndose lentamente paso por entre las olas arrumbando hacia el Sur. Y para las gaviotas que lo seguían a cierta distancia, tal vez parecería un extraño y desmañado cetáceo bien mimetizado respecto al ambiente. Pero las aves marinas eran escasas, porque ni un solo desperdicio de comida era arrojado al agua desde aquella mole de acero; parecía como si no quisiera dejar el menor rastro de su paso.
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