Director de colección: Luis E. Íñigo Fernández
Copyright de la presente edición: © 2019 Ediciones Nowtilus, S.L.
Imagen de portada: El almirante Blas de Lezo (1735). Museo Naval de Madrid.
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Díjolo Blas, punto redondo
Viejo proverbio español
Frecuentemente se describe a Blas de Lezo como el más grande de los héroes y mejor marino de un rey, Felipe V, origen de la dinastía borbónica española. Repasando sus hazañas —por sus hechos los conoceréis— el interesado no puede sino convencerse de ello: con Blas de Lezo, teniente general de la Real Armada, la expresión «a man made himself» (‘un hombre hecho a sí mismo’) adquiere toda su verdadera dimensión, verificándose además la cruel paradoja de que cuanto más ascendía en la Armada, a nivel físico la vida no tenía otra cosa para él que crueles sinsabores con dolorosas y llamativas mutilaciones. Que fuera cojo, manco y tuerto no impidió, sin embargo, a nuestro hombre, ser el marino insuperable que fue, genio y figura, a pesar de lo cual siempre ha habido alguien —sobre todo desde el bando contrario, pero también del propio— empeñado en denostarlo o minusvalorar sus actos. El primero en incurrir en esta bajeza fue su último enemigo, un sensato y displicente almirante inglés de nombre Edward Vernon, al que debió de molestar ser completamente derrotado por alguien que tenía una pierna, un brazo y un ojo menos que él; en su estela, la persona con quien tuvo que compartir el mando en Cartagena de Indias, el virrey Sebastián de Eslava. A continuación, como no cabe menos, la propaganda anglosajona, siempre empeñada en trastornar los hechos para poner de relevancia sus victorias y sepultar las estrepitosas derrotas en el olvido. Por último, el increíble recelo, envidia y simple odio que en algunos de su propio bando despertó el héroe, hasta conseguir marginar su memoria de la Armada durante un tiempo que hoy parece increíble.
Por encima de todo ello, una biografía debe procurar ahondar en la persona. ¿Quién era Blas de Lezo? Lo cierto es que su figura ofrece poco misterio, discurriendo su trayectoria vital de forma totalmente paralela a una carrera naval a la que se entregó por completo; hoy diríamos que fue un hombre absorbido por su trabajo, que debía gustarle con locura. Resulta casi obvio dividir su vida en seis fases completamente diferenciadas y que componen la existencia insuperable de un hombre de mar al servicio del rey de España: primero, la breve estancia en Tolón con la experiencia traumática del combate de Vélez-Málaga; a continuación, cinco años con los corsarios franceses de Rochefort. Sin solución de continuidad, otros tres años de servicio y su primer mando tras su ingreso en la Real Armada Española, seguidos de la gran aventura, casi una vida, del frustrante mando profesional en la Armada del Mar del Sur, aunque muy satisfactorio en lo personal. El regreso a España significaría el cénit de su carrera: con cuarenta años participa en el desembarco de Orán y captura la Capitana de Argel . A partir de entonces, rechazando la comodidad de un más que merecido retiro, o un favorable y cómodo destino, afrontó la monumental hazaña de la defensa de Cartagena de Indias, hoguera que consumiría más de diez mil vidas, entre ellas, la suya, que supo estar en el momento justo en el lugar oportuno.
Blas de Lezo, a menudo enfrentado con sus superiores, mostró el camino de una entrega absoluta, servicio eficiente y gran pericia náutica y militar. Tomarlo como modelo, por mucho que fuera olvidado o criticado por sus contemporáneos, es algo justo pero que la posteridad olvidó hacer, para eterna condenación de una Real Armada borbónica que en él tuvo inmejorable espejo en que mirarse. Pero no quiso, puede que avergonzada por la tremenda sucesión de derrotas sufridas a finales del siglo XVIII (algo en lo que mucha culpa tuvieron los malos Gobiernos y la subordinación a la Francia napoleónica), pagando así el tremendo precio de la desconsideración de los propios españoles hasta nuestros días; aún hay que escuchar, en rutilantes medios de comunicación de masas, que la Armada no gana una batalla desde tiempos de Felipe II. Quien tal dice no conoce, evidentemente, absolutamente nada de Blas de Lezo, propósito al que van dedicadas estas líneas. Recientemente, la Armada española ha trabajado para recuperar sus hazañas y su figura; resulta un placer unirnos a esta corriente, compartida con otras asociaciones y autores, para devolver a nuestra historia un héroe que surge de la niebla del olvido con todo el vigor de su autenticidad.
El autor
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En un rincón del golfo de Vizcaya, sobre la costa guipuzcoana, entre las poblaciones de San Sebastián (Donostia) y Fuenterrabía (Hondarribia), los montes Ulúa y Jaizquíbel se alzan para remontar luego hacia el norte, sumergiéndose en la mar; entre ambos, la caprichosa naturaleza ha querido modelar una ría, en cuyas riberas se instaló el hombre desde muy antiguo, para actividades siempre relacionadas con la pesca del bacalao en la lejana Terranova, la Newfoundland descubierta por Giovanni Caboto en 1597 por encargo del rey de Inglaterra, Enrique VII Tudor, que venció en la batalla de Bosworth.
La población de la ribera este, más próxima a la frontera francesa, fue denominada Pasajes de San Juan, mientras que la del oeste, a escasos cinco kilómetros de San Sebastián, recibió el nombre de Pasajes de San Pedro. Esta última, a fines del siglo XVII apenas una fila de humildes casas de pescadores con muelles frente a ellas para amarrar las embarcaciones y extender las artes de pesca (quedando los astilleros más al fondo, en la ría) es el lugar de nacimiento de nuestro personaje, Blas de Lezo y Olavarrieta, venido al mundo el 3 de febrero —día de San Blas— de 1689, tercer hijo de Pedro Francisco y Agustina; sus hermanos fueron Agustín, cuatro años mayor; Pedro Francisco, dos; y los menores José Antonio y María Josefa, la benjamina de la familia.
El origen de la familia Lezo no estaba muy lejos de allí, pues la localidad de este nombre queda prácticamente a tiro de piedra, al sur del monte Jaizquíbel. El apellido podía presumir de expediente de nobleza desde 1657, es decir, concedido en el reinado del rey don Felipe IV de Austria, precisamente el año en que España, sumida en imparable decadencia a causa, entre otros factores, de nefastos Gobiernos precedentes, soportaba la ofensiva anglofrancesa en plena bancarrota. La única alegría del pesaroso rey, aparte del balsámico confesonario con sor María de Agreda, la constituyó aquel año el nacimiento de su hijo Felipe Próspero, habido con la reina Mariana de Austria; no obstante, fue, como todas las alegrías de este monarca desgraciado, un simple espejismo, pues el príncipe fallecería cuatro años después.