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John Carreyrou - Mala sangre

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John Carreyrou Mala sangre

Mala sangre: resumen, descripción y anotación

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En 2014, la fundadora y directora general de Theranos, Elizabeth Holmes, era considerada como la nueva Steve Jobs: una brillante alumna que abandonó Stanford, cuya mágica nueva empresa prometía revolucionar la industria médica con una máquina, el Edison, que haría las pruebas de sangre significativamente más rápidas y fáciles. Respaldada por inversionistas como Larry Ellison y Tim Draper, Theranos vendió acciones en una ronda de recaudación de fondos que valoró a la compañía en más de nueve mil millones. Solo había un problema: la tecnología no funcionaba. Durante años, Holmes había engañado a inversionistas, funcionarios de la FDA y a sus propios empleados. Cuando John Carreyrou, periodista del Wall Street Journal, recibió un soplo de un exempleado de Theranos y comenzó a hacer preguntas, tanto él como el periódico fueron amenazados con demandas judiciales. Aun así, publicaron el primero de numerosos artículos sobre Theranos a finales de 2015. A principios de 2017, el valor de la compañía era cero y Holmes se enfrentaba a una potencial acción legal del Gobierno y sus inversionistas. La historia completa del asombroso ascenso y caída de una empresa multimillonaria, contada por el periodista que destapó el escándalo e investigó los hechos hasta el final. Una historia de ambición y arrogancia en medio de las audaces promesas de Silicon Valley.

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Epílogo

E n los días posteriores a la aparición de mi primer artículo en el Wall Street Journal, Holmes aseveró de forma desafiante que publicaría datos clínicos sobre su sistema de análisis de sangre para desmentir mis informes. «Los datos son algo poderoso porque hablan por sí solos», aseveró el 26 de octubre de 2015 en una conferencia organizada por la Clínica Cleveland. Dos años y tres meses después, finalmente cumplió su promesa: en enero de 2018, Theranos publicó un artículo sobre el miniLab en la revista científica arbitrada Bioengineering and Translational Medicine. El artículo describía los componentes y el funcionamiento interno del dispositivo e incluía algunos datos que pretendían demostrar que se defendían por sí mismos en comparación con los de las máquinas aprobadas por la FDA. Pero había un truco importante: la sangre que Theranos había utilizado en su estudio se extraía a la antigua usanza, introduciendo una aguja en el brazo. La premisa original de Holmes —resultados de las pruebas rápidos y precisos obtenidos con tan solo una o dos gotas extraídas de la yema de un dedo— no se encontraba en ninguna parte del texto.

Una lectura más atenta revelaba otras deficiencias significativas. Por un lado, el documento incluía datos de solo unos pocos análisis de sangre, y los resultados de dos de esas pruebas, el colesterol HDL y el colesterol LDL, diferían de los de las máquinas aprobadas por la FDA por un margen que, según reconoció la propia Theranos, «excede los límites recomendados». La empresa también admitía que había realizado los análisis uno por uno, contradiciendo la anterior afirmación de Holmes de que su tecnología podía llevar a cabo decenas de pruebas simultáneamente con tan solo una pequeña muestra de sangre. Por último, pero no menos importante, las pruebas realizadas requerían diferentes configuraciones del miniLab porque Theranos aún no había descubierto cómo encajar todos los componentes en una caja. Todo eso estaba muy lejos del revolucionario descubrimiento que Holmes había promocionado cuando Theranos lanzó al mercado sus pruebas en las tiendas Walgreens en otoño de 2013.

El nombre de Holmes figuraba entre los coautores del artículo, pero el de Balwani no. Tras la separación y su salida de la compañía en la primavera de 2016, Balwani parecía haber desaparecido de la faz de la Tierra. Holmes se había mudado de la casa de seiscientos diez metros cuadrados que poseía en Atherton (adquirida por nueve millones de dólares en 2013 a través de una sociedad de responsabilidad limitada), y no estaba claro si él continuaba viviendo allí. Durante un tiempo, antiguos empleados de Theranos se preguntaron si habría huido del país para eludir a los investigadores federales.

Esos rumores terminaron la mañana del 6 de marzo de 2017, cuando Tyler Shultz entró en una sala de conferencias en las oficinas de Gibson, Dunn & Crutcher en Mission Street, en San Francisco. Entre la media docena de abogados presentes para tomarle declaración para la demanda presentada por Partner Fund se hallaba la familiar figura diminuta, con el ceño fruncido, que había aterrorizado a los empleados de Theranos. Como encausado, la presencia de Balwani era inusual y parecía tener un solo propósito: intimidar al testigo. Si ese era el objetivo, no funcionó. Durante las siguientes ocho horas y media, Tyler se centró en dar respuestas sinceras a las preguntas que le hicieron y no prestó atención a la presencia silenciosa de su irascible exjefe, sentado al otro extremo de la mesa. Siete semanas después, Theranos llegó a un acuerdo por 43 millones de dólares el día antes de que declarara Balwani. (Poco después, se resolvió la demanda presentada por Walgreens por más de 25 millones de dólares).

A finales de 2017, Theranos se estaba quedando sin gas, habiendo consumido la mayor parte de los novecientos millones de dólares que había recaudado de los inversores, gastados muchos de ellos en costas legales. Varias rondas de despidos redujeron el tamaño de su fuerza de trabajo a menos de ciento treinta empleados, cuando en 2015 había llegado a tener un máximo de ochocientos. Para ahorrar en el alquiler de los locales, la empresa trasladó a todo al personal restante a las instalaciones de Newark en la bahía de San Francisco. El espectro de una declaración de bancarrota se cernía sobre ellos, pero unos días antes de Navidad, Holmes anunció que había obtenido un préstamo de cien millones de dólares de una empresa de capital privado. La tabla de salvación financiera llegó con condiciones estrictas: el mencionado préstamo estaba avalado por la cartera de patentes de Theranos y la compañía tendría que alcanzar ciertos objetivos operativos y de producción para obtener el dinero.

Menos de tres meses después, los muros comenzaron nuevamente a cerrarse sobre ellos: el 14 de marzo de 2018, la Comisión de Bolsa y Valores acusó a Theranos, Holmes y Balwani de llevar a cabo «un complejo fraude durante años». Para hacer frente a los cargos civiles presentados por la agencia, Holmes se vio obligada a renunciar a su control de voto sobre la compañía, a devolver una buena parte de sus acciones y a pagar una multa de quinientos mil dólares. También aceptó que se le prohibiera ser funcionaria o directiva en una empresa pública durante diez años. Incapaz de llegar a un acuerdo con Balwani, la Comisión de Bolsa y Valores presentó una demanda contra él en un tribunal federal de California. Mientras tanto, la investigación criminal siguió cobrando fuerza. En una nota confidencial fechada el 24 de agosto de 2017, el Departamento de Justicia ordenó a los CMS y a la FDA conservar todas y cada una de las comunicaciones relacionadas con Theranos a partir de 2003, indicando que «los Estados Unidos prevén razonablemente demandarlos».


El término vaporware se acuñó a principios de los años ochenta para describir el nuevo software o hardware de ordenador que se anunciaba a bombo y platillo y que tardaría años en materializarse, si es que alguna vez se materializaba. Reflejaba la tendencia de la industria a tomarse las cosas a la ligera cuando se trataba de marketing. Microsoft, Apple y Oracle fueron acusados de practicarlo en un momento u otro. Esas promesas excesivas se convirtieron en una de las características que definían a Silicon Valley. El daño hecho a los consumidores era menor, pues se medía en frustración y expectativas desinfladas.

Al posicionar a Theranos como una empresa tecnológica en el corazón del Valle, Holmes canalizó esa cultura del «fingirlo hasta lograrlo», e hizo todo lo posible por ocultar la farsa. Muchas empresas en Silicon Valley hacen que sus empleados firmen acuerdos de confidencialidad, pero en Theranos la obsesión por el secretismo alcanzó un nivel completamente diferente. Se prohibió a los empleados poner «Theranos» en sus perfiles de LinkedIn. Por el contrario, se les dijo que escribieran que trabajaban para una «empresa privada de biotecnología». Algunos antiguos empleados recibieron cartas de requerimiento del equipo legal de Theranos por publicar descripciones de sus trabajos en la empresa que consideraban demasiado detalladas. Balwani vigilaba de manera sistemática los correos electrónicos de los empleados y el historial del navegador de Internet. También prohibió el uso de Google Chrome porque Google podría usar el navegador web para espiar el I+D de Theranos. Se disuadió de usar el gimnasio a los empleados que trabajaban en el complejo de oficinas en Newark, porque eso podría llevarlos a confraternizar con trabajadores de otras empresas que alquilaban espacio en aquel lugar.

En la parte del laboratorio clínico apodada Normandía, se construyeron particiones alrededor de los Edison para que los técnicos de Siemens no pudieran verlos cuando acudían a revisar las máquinas del fabricante alemán. Esas particiones convertían la sala en un laberinto y bloqueaban la salida. Las ventanas del laboratorio estaban tintadas, lo que hacía que fuera casi imposible ver desde el exterior, pero, aun con eso, la empresa pegaba láminas de plástico opaco en el interior. Las puertas del pasillo que conducía a las salas de laboratorio y las propias salas de laboratorio estaban equipadas con escáneres de huella digital. Si entraba más de una persona a la vez, los sensores activaban una alarma y se ponía en marcha una cámara que enviaba una foto al mostrador de seguridad. En cuanto a las cámaras de vigilancia, se encontraban por todas partes. Eran del tipo con cubierta de cúpula azul oscuro, que no permite saber la dirección del objetivo. Todo eso se hacía, aparentemente, para proteger los secretos comerciales, pero ahora queda claro que también era una manera de que Holmes ocultara sus mentiras sobre el estado de la tecnología de Theranos.

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