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John Brooks - Aventuras empresariales: Doce cuentos clásicos sobre Wall Street

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John Brooks Aventuras empresariales: Doce cuentos clásicos sobre Wall Street
  • Libro:
    Aventuras empresariales: Doce cuentos clásicos sobre Wall Street
  • Autor:
  • Editor:
    Deusto. Grupo Planeta
  • Genre:
  • Año:
    2016
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La fluctuación
E L PEQUEÑO CRAC DE 1962

El mercado de la Bolsa —la aventura diaria de los adinerados— no sería el mercado de la bolsa si no tuviese sus subidas y bajadas. Todo miembro de un consejo de administración, especialmente si tiene un cierto interés por la mitología relacionada con Wall Street, ha oído hablar de la mordaz réplica que J. P. Morgan sénior espetó, supuestamente, a un inocente familiar que se atrevió a preguntar al gran hombre qué pensaba que iba a hacer el mercado en el futuro: «Fluctuará», respondió Morgan secamente. Y también tiene muchas otras características peculiares. Aparte de las ventajas y desventajas económicas de los mercados bursátiles —por ejemplo, la ventaja de que proporcionan un flujo continuo de capital para financiar la expansión industrial, y la desventaja de que es un sistema en el que los desafortunados, los imprudentes y los ingenuos pueden perder su dinero con demasiada facilidad—, su desarrollo ha generado un gran conjunto de pautas de comportamiento social que incluye costumbres, su jerga y sus respuestas predecibles ante acontecimientos concretos. Es realmente asombrosa la velocidad con la que surgieron estas pautas tras la creación, en 1611, del primer gran mercado bursátil —ubicado en un patio al aire libre de Ámsterdam—, y también el grado en el que persisten (con algunas variaciones) en la Bolsa de Nueva York (el «New York Stock Exchange», o NYSE) durante la década de los sesenta. Las transacciones financieras que actualmente se llevan a cabo en Estados Unidos —un negocio increíblemente vasto que incluye millones de kilómetros de hilos telegráficos privados, ordenadores que pueden leer y copiar el directorio telefónico de todo Manhattan en tres minutos, y más de 20 millones de accionistas— parecen algo muy diferente de aquel conjunto de flamencos barrocos regateando bajo la lluvia, pero las premisas básicas no son tan distintas. El primer mercado bursátil se convirtió sin quererlo en un laboratorio en el que salieron a relucir nuevas emociones humanas, y el NYSE también es un tubo de ensayo sociológico que permite que la especie humana se conozca y se comprenda cada vez mejor.

El comportamiento de aquellos primeros operadores financieros holandeses está muy bien descrito en un libro titulado Confusión de confusiones, escrito por un mercader y financiero hispano-judío llamado Joseph de la Vega, y publicado por primera vez en Ámsterdam en 1688. En cuanto al comportamiento de los actuales inversores y operadores financieros estadounidenses —cuya idiosincrasia, como la de todos los financieros, se ve exacerbada en tiempos de crisis—, un ejemplo característico podrían ser las actividades de la última semana de mayo de 1962, cuando el mercado bursátil fluctuó de manera espectacular. El lunes 28 de aquel mes, el índice Dow Jones de las treinta empresas industriales más importantes, que llevaba calculándose ininterrumpidamente desde 1897, cayó 34,95 puntos, es decir, más que cualquier otro día excepto el 28 de octubre de 1929, jornada en que las pérdidas alcanzaron los 38,33 puntos. El volumen de transacciones de aquel 28 de mayo estuvo en torno a 9.350.000 acciones, o lo que es lo mismo, el séptimo volumen más grande en toda la historia del NYSE. Al día siguiente, martes, 29 de mayo, tras una alarmante mañana en la que la mayoría de las acciones se hundieron mucho más que la tarde anterior, el mercado cambió de sentido súbitamente, remontando con asombroso vigor, y acabó el día con una ganancia de 27,03 puntos, que si bien no era ningún récord, sí podía considerarse elevada. En lo que sí se estuvo a punto de batir un récord fue en el volumen de transacciones: los 14.750.000 movimientos de acciones realizados ese día únicamente han sido superados por los 16 millones del 29 de octubre de 1929. (En los años siguientes de la década de los sesenta, los días en los que se operaba con 10, 12 o 14 millones de acciones pasaron a ser algo mucho más normal; el máximo de 1929 fue finalmente superado el 1 de abril de 1968, y durante los meses subsiguientes se rompió una y otra vez el récord anterior.) Finalmente, el jueves, 31 de mayo, tras un miércoles sin operaciones por ser el Memorial Day (día en memoria de los caídos en guerra), se completó el ciclo: con un volumen operativo de 10.710.000 acciones, el quinto más alto de la historia hasta ese momento, el índice ganó 9,40 puntos, por lo que se quedó un poco por encima del nivel en el que había estado antes de comenzar a caer unos días antes.

La crisis pasó en tres días, pero no hace falta decir que las consecuencias duraron mucho más. Una de las observaciones de De la Vega sobre los operadores de Ámsterdam fue que eran «muy ingeniosos a la hora de inventar razones» para explicar un súbito ascenso o una caída repentina en los precios bursátiles, y desde luego los especialistas de Wall Street necesitaron de todo su ingenio para explicar por qué, en mitad de un excelente año financiero, el mercado había sufrido el segundo mayor desplome de su historia. Más allá de las posibles explicaciones —entre las que destacaba el plan de aumento de los precios de la industria siderúrgica del presidente Kennedy—, era inevitable que se comparase con frecuencia aquel mayo de 1962 con el octubre de 1929. Por sí solas, las cifras de movimientos de precios y de volumen de transacciones ya sugerían un paralelismo, pero es que además los peores días de pánico en ambos meses —el 28 y el 29— también coincidieron de manera bastante misteriosa, y, en opinión de algunos, incluso inquietante. Sin embargo, en general, se llegó a la conclusión de que las diferencias eran más importantes que las similitudes. Entre 1929 y 1962 se promulgaron nuevas normativas sobre prácticas operativas y se establecieron limitaciones al volumen de crédito que se podía conceder a los clientes para la compra de acciones, lo que había dificultado, o imposibilitado, que una persona perdiese todo su dinero en la bolsa. El resultado es que el epíteto empleado por De la Vega para el mercado bursátil holandés en el siglo XVII —lo llamó «el infierno de las apuestas», aunque claramente le gustaba— se había vuelto mucho menos aplicable al mercado bursátil neoyorquino treinta y tres años transcurridos después del primer crac.

Hubo ciertas señales de alarma que advirtieron de la inminencia del desplome de 1962, aunque muy pocos observadores supieron interpretarlas correctamente. Poco después del comienzo de ese año, las acciones habían empezado a caer a una tasa constante, y el ritmo se había ido acelerando hasta el punto de que la semana previa —del 21 al 25 de mayo— había sido la peor desde junio de 1950. En la mañana del lunes 28, por tanto, los operadores financieros tenían razones para sentirse intranquilos. ¿Se había llegado ya al punto más bajo, o ese punto aún estaba por llegar? Visto con retrospectiva, parece ser que las opiniones estaban divididas. El servicio de noticias del Dow Jones, que enviaba y sigue enviando a sus suscriptores información actualizada mediante teletipos, mostró una cierta inquietud entre el momento que comenzó sus transmisiones, a las nueve de la mañana, y el momento de la apertura de la bolsa, a las diez. A lo largo de esa hora, la «banda ancha» (como se le suele llamar a este servicio de información por imprimirse en vertical en papel continuo de unos quince centímetros de ancho, para distinguirlo de la información sobre precios del propio NYSE, que se imprime en horizontal en un papel continuo de apenas dos centímetros de alto) informó que durante el fin de semana muchos operadores habían solicitado garantías adicionales a aquellos clientes cuyos activos financieros estaban perdiendo valor; comentó que la clase de liquidación precipitada observada durante la semana anterior «no se había visto en Wall Street desde hacía años»; y también retransmitió algunas noticias alentadoras, como que la empresa proveedora Westinghouse acababa de firmar un nuevo contrato con la Marina. Sin embargo, tal y como señaló el propio De la Vega, «a menudo las noticias [en sí mismas] tienen poco valor»; a corto plazo, lo que importa es el estado de ánimo de los inversores.

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