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Introducción
Ventanas al mundo
Supongo que este libro comenzó cuando escuché por primera vez la historia de Sergey Aleynikov, el programador informático ruso que había trabajado para Goldman Sachs y que en el verano de 2009, después de dejar su empleo, fue detenido por el FBI y acusado por el Gobierno de Estados Unidos de robar el código fuente de su exempresa. Me pareció muy extraño que, tras una crisis en la que Goldman Sachs había tenido un importante papel, el único empleado de Goldman acusado de algún tipo de delito fuese aquel que supuestamente había robado algo a la propia empresa. Y me pareció aún más extraño que los fiscales argumentaran que el informático ruso no podía ser liberado bajo fianza porque si el mencionado código informático cayese en manos equivocadas podría emplearse para «manipular los mercados de forma injusta». (¿Las manos de Goldman Sachs eran las buenas? Y si Goldman podía manipular los mercados, ¿acaso podían hacerlo también otros bancos?) Pero tal vez el aspecto más extraño de todo el asunto era lo difícil que parecía ser —para los pocos que lo intentaban— explicar lo que el ruso había hecho. No me refiero a lo que había hecho mal; me refiero a lo que había hecho: su trabajo. A menudo se le describía como «programador de operaciones comerciales de alta frecuencia», pero eso no era realmente una explicación. Era una denominación casi artística que en el verano de 2009 la gran mayoría de la gente aún no había oído nunca, ni siquiera entre los trabajadores de Wall Street. ¿Qué eran las operaciones comerciales de alta frecuencia? ¿Por qué el código que permitía a Goldman Sachs llevarlas a cabo era tan importante que cuando descubrió que un empleado lo había copiado, la empresa decidió llamar nada menos que al FBI? Si este código era a la vez tan increíblemente valioso y tan sumamente peligroso para los mercados financieros, ¿cómo pudo hacerse con él un ruso que había trabajado en la empresa apenas dos años?
En algún momento decidí buscar a alguien que pudiese responder a estas preguntas. Mi búsqueda me acabó llevando a una sala acristalada del rascacielos One Liberty Plaza de Nueva York, con vistas al World Trade Center. En esta sala estaba reunido un pequeño ejército de personas sorprendentemente bien informadas, procedentes de todos los rincones de Wall Street: grandes bancos, importantes bolsas financieras y firmas especializadas en las mencionadas operaciones de alta frecuencia. Muchas de estas personas habían dejado unos empleos extraordinariamente bien remunerados para declarar la guerra a Wall Street, lo que entre otras cosas implicaba enfrentarse al problema concreto creado entre otros por el programador ruso, contratado por Goldman Sachs precisamente para ello. En sus trabajos, estas personas se convirtieron en expertas en los temas para los que me había propuesto encontrar respuestas, y en otros muchos sobre los que ni siquiera me había planteado preguntas. Estos últimos resultaron ser mucho más interesantes de lo que esperaba.
Al principio no tenía mucho interés en el mercado de valores, aunque, como muchas personas, me resultaba muy curioso observar sus repentinos ascensos y caídas. El 19 de octubre de 1987, el famoso «lunes negro» en el que Wall Street se desplomó súbitamente, me encontraba casualmente en la planta cuarenta de otro rascacielos, el One New York Plaza, en el Departamento de Compraventa Financiera de la empresa en la que trabajaba entonces, Salomon Brothers. «Eso» sí que fue interesante. Si necesita el lector una prueba sólida de que incluso los trabajadores de Wall Street no tienen ni idea de lo que puede pasar a continuación en Wall Street, sin duda ahí la tiene. En un determinado instante todo va bien, y en el siguiente el valor de la totalidad del mercado bursátil de Estados Unidos ha caído un 22,61 por ciento, y nadie supo ni sabe por qué. Durante el crac, algunos brókers de Wall Street simplemente se negaron a contestar a sus teléfonos para evitar las órdenes de sus clientes de que vendieran a toda prisa bonos y acciones. No era la primera vez que los trabajadores de Wall Street se habían desacreditado a sí mismos, pero en esta ocasión las autoridades respondieron cambiando las reglas, es decir, facilitando que los ordenadores llevasen a cabo los trabajos de esas personas imperfectas. El crac del mercado bursátil de 1987 puso en marcha un proceso —débil al principio, pero que ha ido ganando fuerza con los años— cuyo resultado ha sido que los ordenadores han reemplazado completamente a las personas. A lo largo de la última década, los mercados financieros han cambiado con demasiada rapidez como para que nuestra imagen mental se ajuste a la realidad. Apuesto a que la imagen que tiene en la cabeza la mayoría de la gente sigue siendo una en la que aparecen seres humanos. En ella, un teletipo discurre sin pausa por la parte inferior de las pantallas de los ordenadores y numerosos corros de machos alfa con chaquetas de diferentes colores que indican su rango no quitan ojo a estas minúsculas pantallas mientras dan voces de un lado a otro de la sala. Pues bien, desde 2007 han dejado de verse tipos con cuello almidonado en los parqués financieros, y los que se ven no tienen ninguna función real. Aún existen seres humanos trabajando en la Bolsa de Nueva York, o en la de Chicago, pero han dejado de ser los amos de los mercados financieros y ya no tienen una visión privilegiada de tales mercados. Las operaciones comerciales del mercado bursátil de Estados Unidos ahora se realizan en el interior de una especie de cajas negras fuertemente vigiladas, ubicadas en edificios de Nueva Jersey y Chicago. Lo que ocurre exactamente en el interior de estas cajas es casi imposible de saber, pues la información que ahora sale en las pantallitas de televisión representa apenas una mínima fracción de lo que ocurre en los mercados bursátiles. Los informes publicados sobre las operaciones de las cajas negras son confusos y poco fiables, y ni siquiera un experto puede afirmar con seguridad lo que ocurre en su interior, ni cuándo ocurre, ni por qué. Por supuesto, el inversor medio no tiene la más mínima posibilidad de saberlo, ni siquiera lo poco que necesita saber. Simplemente, se conecta a su cuenta de TD Ameritrade, E*Trade o Schwab, elige algún tipo de bono o acción, y seguidamente pincha en «Comprar». ¿Y luego qué? Es posible que crea saber lo que pasa una vez que ha apretado la tecla izquierda de su ratón, pero lo cierto es que no tiene ni la más remota idea. Si lo supiera realmente, se lo pensaría dos veces antes de hacer clic.