Michael White (1959-2018) fue un periodista y escritor británico, residente en Sydney, Australia. Ha sido músico profesional, editor científico de la edición inglesa de la revista GQ, columnista del periódico londinense Sunday Express. Fue profesor adjunto de ciencias en el d’Overbroeck’s College de Oxford, entre 1984 y 1991, año en el que tomó la decisión de dedicarse profesionalmente a la literatura. A sido autor de más de una veintena de libros, la mayoría de ellos pertenecientes al género biográfico.
John Gribbin (1946) astrónomo y divulgador británico. Se doctoró en astrofísica por la Universidad de Cambridge y en la actualidad es profesor visitante de astronomía en la Universidad de Sussex. Ha publicado varios libros sobre física, tanto sobre pequeños detalles y aplicaciones en la vida cotidiana, como acerca del principio y fin del universo.
I. EL DÍA QUE MURIÓ GALILEO
Doce hombres y mujeres jóvenes están sentados en torno a una larga mesa cubierta por un mantel y llena de bandejas y platos, vasos y cubiertos, en el restaurante de un supermercado cerca del centro de la ciudad de Cambridge. A un lado hay un hombre en una silla de ruedas. Es mayor que los otros. Su aspecto es terriblemente frágil, casi marchito, y permanece derrumbado, inmóvil y al parecer sin vida, contra el negro acolchado de su silla de ruedas. Sus manos, delgadas y pálidas, de largos y finos dedos, descansan sobre su regazo. En el centro de su tendinosa garganta, justo debajo del cuello abierto de su camisa, hay un dispositivo respirador de plástico de unos cinco centímetros de diámetro. Pero, pese a sus incapacidades físicas, su rostro es juvenil y lleno de vida, su pelo castaño cuidadosamente peinado cae sobre su frente, y sólo las arrugas debajo de sus ojos traicionan el hecho de que es contemporáneo de Keith Richards y Donald Trump. Su cabeza cuelga hacia delante, pero detrás de sus gafas de montura de acero sus ojos azul claros están alerta y se alzan ligeramente para observar los demás rostros a su alrededor. A su lado se sienta una enfermera, con su silla girada en ángulo hacia él mientras lleva una cuchara a sus labios y le da la comida. Ocasionalmente le seca la boca.
Hay un aire de excitación en el restaurante. Los jóvenes ríen y bromean alrededor de este hombre, y ocasionalmente se dirigen a él o hacen alguna observación ingeniosa en su dirección. Un momento más tarde, el parlotear de las voces humanas es cortado por un sonido raspante, una voz metálica que parece salida del escenario de La guerra de las galaxias: el hombre en la silla de ruedas responde algo que provoca carcajadas en toda la mesa. Sus ojos se iluminan, y lo que ha sido descrito por algunos como «la más gran sonrisa del mundo» envuelve todo su rostro. De pronto, uno se da cuenta de que este hombre está muy vivo.
Cuando los comensales empiezan su segundo plato hay una conmoción en la entrada del restaurante. Unos momentos más tarde, el jefe de camareros se dirige hacia la mesa escoltando a una sonriente pelirroja que lleva un abrigo de piel de imitación. Todo el mundo en la mesa se vuelve hacia ella cuando se acerca, y se produce un halo de susurrante expectación cuando sonríe y dice «Hola» a los reunidos. Parece mucho más joven que su edad y su aspecto es terriblemente encantador, un hecho exagerado por el desaliño general de los jóvenes en la mesa. Sólo el hombre mayor en la silla de ruedas va pulcramente vestido, con una chaqueta de calle y una camisa bien planchada, así como la inmaculada enfermera a su lado.
—Siento haber llegado tarde —dice la mujer al grupo—. Le pusieron el cepo a mi coche en Londres. —Luego añade con una risa—: ¡Tiene que haber algún significado cósmico en eso!
Los rostros se vuelven hacia ella y sonríen, y el hombre en la silla de ruedas está radiante de alegría. La mujer rodea la mesa en dirección a él, mientras la enfermera se pone en pie a su lado. Se detiene a dos pasos frente a la silla de ruedas, se inclina un poco y dice:
—Profesor Hawking, estoy encantada de conocerle. Soy Shirley MacLaine.
Él le sonríe, y la voz metálica dice simplemente:
—Hola.
Durante el resto de la comida, Shirley MacLaine se sienta al lado de su anfitrión, acosándole con pregunta tras pregunta en un intento de descubrir su opinión sobre temas que la preocupan profundamente. Está interesada en metafísica y asuntos espirituales. Tras hablar con hombres santos y maestros por todo el mundo, ha formulado sus propias teorías personales acerca del significado de la existencia. Cree intensamente en el significado de la vida y la razón por la que estamos aquí, la creación del universo y la existencia de Dios. Pero sólo son creencias. El hombre a su lado es quizás el mayor físico de nuestro tiempo, y los temas de sus teorías científicas son el origen del universo, las leyes que gobiernan su existencia y el destino final de todo lo creado, incluidos usted, yo y la señorita Shirley MacLaine. Su fama se ha difundido ampliamente por todo el mundo, su nombre es conocido por millones de personas. Le pregunta al profesor si cree que existe un Dios que creó el universo y guía su creación. Él sonríe por un momento, y la voz de la máquina dice:
—No.
El profesor no es rudo ni condescendiente; la brevedad es su forma de ser. Cada palabra que dice tiene que ser trabajosamente deletreada en un ordenador unido a su silla de ruedas y operado por dos pequeños movimientos de dos de los dedos de una mano, casi el último vestigio de libertad corporal que le queda. Su invitada acepta su palabra y asiente. Lo que él dice no es lo que ella desea oír, de modo que no está de acuerdo…, pero se limita a escuchar y tomar nota, porque, como mínimo, los puntos de vista de este hombre tienen que ser respetados.
Más tarde, terminada la comida, el grupo abandona el restaurante y regresa al departamento de Matemáticas Aplicadas y Física Teórica de la Universidad, y las dos celebridades se quedan a solas con la omnipresente enfermera en la oficina del profesor Hawking. Durante las dos horas siguientes, hasta que es servido el té en la sala de descanso, la actriz de Hollywood le formula al profesor de Cambridge pregunta tras pregunta.
Cuando se produjo su encuentro en diciembre de 1988, Shirley MacLaine había conocido a mucha gente, de todas clases y categorías. Nominada varias veces para un Óscar, y ganadora de uno por su papel en La fuerza del cariño, aquel día era probablemente la que ostentaba un nombre más famoso. Sin embargo, es indudable que su encuentro con Stephen Hawking permanecerá como uno de los recuerdos más memorables de su vida. Porque aquel hombre que no pesaba más de cuarenta kilos y estaba completamente paralizado, incapaz de hablar y de alzar la cabeza si caía de bruces, ha sido proclamado «el heredero de Einstein», «el mayor genio de finales del siglo XX», «la más espléndida mente viva», e incluso, por un periodista, «el amo del universo». Ha efectuado progresos fundamentales en cosmología, y quizás ha hecho avanzar más que ninguna otra persona viva nuestra comprensión del universo en que vivimos. Si eso no fuera suficiente, ha ganado docenas de premios científicos. Ha sido nombrado Comendador del Imperio Británico, y luego Caballero de Honor por la reina Isabel II, y ha escrito un libro de divulgación científica, Historia del tiempo, que no ha abandonado la lista de los best-sellers británica desde su publicación en 1988, y que hasta la fecha ha vendido en todo el mundo más de diez millones de ejemplares.