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MUÑECAS
N o me imaginaba que acabaríamos así. Lo pensé hace pocos años, mientras recorría una juguetería de Londres. La escalera mecánica me había trasladado desde el bullicio multicolor de la planta baja, repleta de mullidos juguetes redondeados y de colores alegres, hasta el mundo de ensueño de la tercera planta. De pronto me sentía como si me hubieran colocado unas gafas de cristales rosas, pero el efecto resultaba estomagante. Todo era rosa, desde el rosa peladilla de Barbie al tono fresa de la Bella Durmiente de Disney, del rosa pastel de Baby Annabel al rosa chicle de Hello Kitty. Había un mostrador de manicura rosa donde las niñas pequeñas podían pintarse las uñas, un expositor “boutique” rosa con pendientes y collares, muñecas que venían dentro de una caja rosa con “dormitorios manicura” rosa y “salones de belleza” rosa.
A lo largo del tiempo muchas feministas han defendido la necesidad de animar a las niñas y los niños a jugar saltándose los límites impuestos por su sexo, argumentando que no había razones para confinar a las niñas en ese universo pastel. Pero la división entre el mundo rosa de las niñas y el mundo azul de los niños no solo sigue existiendo sino que, en esta generación, se está extremando más que nunca.
Ahora da la impresión de que las muñecas se escapan de las tiendas de juguetes e invaden la vida de las niñas. No solo se da por hecho que las niñas juegan con muñecas: también se espera que se conviertan en réplicas de sus juguetes favoritos. La estética de purpurina rosa invade ya casi todos los ámbitos de la vida de una niña. La naturaleza transversal de las técnicas de marketing modernas hace que ahora cualquier niña pequeña puede sentarse en su casa a ver el DVD de La Bella Durmiente mientras juega con su muñeca de La Bella Durmiente, que lleva el mismo vestido, y vestirse también ella misma con una réplica refulgente del mismo traje. Después puede irse al colegio con un surtido de Bratzs y Barbies por todas partes, desde las braguitas hasta los prendedores del pelo y la mochila, y al volver a casa puede mirarse en el espejo del tocador de las Princesas Disney. Las elaboradas estrategias de marketing de las marcas están consiguiendo fundir la muñeca y la niña real hasta un punto que hace una generación hubiera resultado inconcebible.
Esta extraña fusión puede prolongarse ya bien pasada la etapa infantil. Vivir una vida de muñeca parece haberse convertido en la aspiración de muchas jóvenes, que en cuanto salen de la infancia se embarcan en el proyecto de conquistar la imagen teñida, depilada y bronceada de una Bratz o una Barbie a base de arreglarse, ponerse a dieta e ir de compras. Los personajes de las comedias románticas que ven son mujeres que hacen que esa feminidad exagerada parezca apetecible, y las famosas que aparecen en las revistas de moda y cotilleos que leen suelen ser mujeres de las que se sabe que han optado por tomar medidas extremas, desde dietas draconianas a cirugía estética, para conseguir una perfección irreal.
La fusión de la mujer y la muñeca es a veces casi surrealista. Cuando las cantantes del grupo Girls Aloud lanzaron sus Barbies en 2005, era casi imposible, parafraseando a George Orwell, saber quién era qué. Tanto las mujeres reales como las de plástico mostraban una perfección inquietante en la piel teñida, la firmeza del cuerpo y el brillo de nylon del pelo. En la versión británica de Gran Hermano , en la edición de 2007, entraron dos jóvenes gemelas vestidas con minifaldas rosa idénticas y el pelo oxigenado; según dijeron, era Barbie quien inspiraba sus vidas. La actriz y cantante Hilary Duff ha declarado que “cuando era más joven, estaba muy influida por Barbie. Ha sido una referencia para mis amigas y para mí. ¡Me encantan su estilo y su espíritu!”. Aun cuando la relación entre mujeres y muñecas no se manifieste de manera tan explícita, muchas de las mujeres que hoy en día se consideran modelos a imitar y viven bajo el escrutinio permanente de los focos, desde Paris Hilton a Victoria Beckham, han llevado tan lejos la artificialidad de su look que parecen fabricadas por Mattel.
Las feministas han criticado durante más de doscientos años el que las imágenes artificiales de la belleza femenina se establezcan como ideales a los que las mujeres deben aspirar. Desde la Vindicación de los derechos de la mujer de Mary Wollstonecraft en 1792, hasta El segundo sexo de Simone de Beauvoir en 1949, La mujer eunuco de Germaine Greer en 1970 o El mito de la belleza de Naomi Wolf en 1991, muchas mujeres inteligentes e indignadas han exigido la transformación de esos ideales. Sin embargo, lejos de disolverse, los clichés se han vuelto más agobiantes y poderosos que nunca. De hecho, en gran parte de nuestra sociedad la imagen de la perfección femenina a la que se considera que las mujeres deben aspirar está cada vez más definida por el atractivo sexual. Por supuesto que resultar sexualmente atractivo siempre ha sido, y siempre será, un deseo natural tanto para los hombres como para las mujeres. Pero es una determinada visión de la sexualidad femenina la que se exalta en la publicidad, la música, la televisión, el cine y las revistas para esta generación. Y es una imagen de la sexualidad femenina definida, más que nunca, por la industria del sexo.
Ahora se tiende a mostrar la sexualidad femenina a la limitada luz de los focos que iluminan a una joven exhibicionista delgada y de pechos enormes dando vueltas en ropa interior alrededor de una barra. Esta idea tan pobre de lo que significa ser sexy está relacionada con la influencia cada vez mayor de la industria del sexo, cuyo desplazamiento desde lo marginal hasta lo cotidiano en nuestra sociedad puede observarse en multitud de fenómenos: desde el inesperado resurgimiento de los posados en topless , que anima a muchas jóvenes a pensar que su mejor opción para alcanzar el éxito consiste en aparecer en tanga en alguna revista para hombres, hasta el súbito incremento del número de clubes de alterne y striptease , la moda de practicar distintos estilos de bailes eróticos o la popularidad de los libros de memorias de prostitutas, en los que se viene a decir que vender sexo es para las mujeres una forma estupenda de ganarse la vida. Y, sobre todo, en la presencia muchísimo mayor de la pornografía, a través de internet, en las vidas de mucha gente joven. Este último fenómeno ha influido en los periódicos, en las revistas, en la publicidad, en la televisión y en la música, que han empezado a participar de los valores estéticos del porno soft . Los mensajes y valores de la revitalizada industria del sexo han calado hondo en muchos hombres y mujeres jóvenes.
La asociación entre la feminidad y el atractivo sexual empieza muy pronto. No es ninguna novedad que las mujeres quieran ser sexualmente atractivas, pero sí lo es que hasta los juguetes infantiles tengan que resultar sexy. Aunque las feministas de los setenta deploraban la cinturita, los grandes pechos y los rasgos perfectos de Barbie, la muñeca también se vendía vestida de piloto, de doctora o de astronauta, con el correspondiente equipo de complementos para cada uno de esos roles. El guardarropa de las muñecas Bratz, que han desplazado a Barbie en el trono de la muñeca más vendida, está diseñado para ir de discotecas y de compras y consiste en un surtido de plumas y medias de red, tops ombligueros y minifaldas. Las muñecas están tan maquilladas que parecen haber pasado por las manos del equipo de estilistas de Gran Hermano .