Francisco J. Ramos Mena
Francisco J. Ramos Mena
Aquí hay sabiduría. El que tiene entendimiento cuente el número de la bestia, pues es número de hombre.
Cuando la sabiduría indica que uno no necesita más hijos, es permisible una vasectomía.
1
Una tierra cansada de cuatro preguntas
L A BATALLA DE LOS BEBÉS
Es una fría tarde de enero en Jerusalén, las últimas horas del viernes anteriores al inicio del sabbat judío. El sol de invierno, al acercarse al horizonte, convierte el color dorado de la Cúpula de la Roca, en lo alto del Monte del Templo, en un tono anaranjado sanguinolento. Desde el este, donde la llamada vespertina del muecín a la plegaria musulmana acaba de terminar en el Monte de los Olivos, la dorada cúpula aparece envuelta en una difusa corona rosácea de polvo y humo del tráfico.
A esta hora, el propio Monte del Templo, el lugar más sagrado del judaísmo, es una de las zonas más tranquilas de esta antigua ciudad, casi vacía salvo por la presencia de unos cuantos estudiosos vestidos con abrigos, que atraviesan a toda prisa con sus libros una plaza fría a la que dan sombra los cipreses. Hubo un tiempo en que el tabernáculo original del rey Salomón se hallaba aquí. Este albergaba el Arca de la Alianza, que a su vez contenía las tablas de piedra en las que se creía que Moisés había grabado los Diez Mandamientos. En el 586 a.C., los invasores babilonios lo destruyeron todo y se llevaron cautivo al pueblo judío. Medio siglo después los judíos fueron liberados por Ciro el Grande, emperador de Persia, lo que les permitió regresar y reconstruir su templo.
En torno al 19 d.C., el templo fue renovado y fortificado con una muralla circundante por el rey Herodes, solo para ser demolido de nuevo por los romanos noventa años después. Aunque el exilio de Tierra Santa se produjera tanto antes como después, es esta destrucción romana del Segundo Templo de Jerusalén la que simboliza de manera característica la Diáspora que dispersó a los judíos por toda Europa, el norte de África y Oriente Próximo.
Hoy, un fragmento conservado del perímetro de dieciocho metros de altura del Segundo Templo en la Ciudad Vieja de Jerusalén, conocido como el Muro Occidental (o «de las Lamentaciones»), es un lugar de peregrinación obligatoria para los judíos que visitan Israel. Sin embargo, para evitar que pisen inadvertidamente el lugar donde antaño se alzaba el Sanctasanctórum, un decreto rabínico oficial prohíbe a los judíos subir al propio Monte del Templo. Aunque de vez en cuando se cuestiona, y pueden acordarse excepciones, eso explica por qué el Monte del Templo lo gestionan musulmanes, que también lo consideran sagrado. Se dice que desde allí el profeta Mahoma viajó una noche sobre un corcel alado hasta el Séptimo Cielo para luego regresar. Solo a La Meca y Medina, respectivamente el lugar de nacimiento y la tumba de Mahoma, se las considera más sagradas. En un raro acuerdo entre Israel y el islam, solo los musulmanes pueden rezar en este sagrado terreno, que ellos llaman al-Haram al-Sharif.
Pero actualmente no llegan aquí tantos musulmanes como antaño. Antes de septiembre de 2000 acudían a miles, haciendo cola ante una fuente rodeada de bancos de piedra para hacer sus abluciones de purificación antes de entrar en la mezquita de al-Aqsa, tapizada de alfombras carmesíes y revestida de mármol, situada frente a la Cúpula de la Roca en el extremo opuesto de la plaza. Venían especialmente los viernes al mediodía para escuchar el sermón semanal del imán, que versaba sobre los acontecimientos del momento además del Corán.
Un tema frecuente por entonces, rememora Jalil Tufakyi, era el que la gente denominaba en broma «la bomba biológica de Yasir Arafat». Salvo que no era ninguna broma. Como recuerda Tufakyi, un demógrafo palestino que hoy trabaja en la Sociedad de Estudios Árabes de Jerusalén: «En la mezquita, en la escuela y en casa nos enseñaban a tener un montón de hijos, por un montón de razones. En América o en Europa, si hay un problema, puedes llamar a la policía. En un lugar sin leyes que te protejan dependes de tu familia».
Da un suspiro, acariciándose el cuidado bigote gris; su propio padre era policía. «Aquí necesitas una familia grande para sentirte protegido.» Es aún peor en Gaza, añade. Allí un líder de Hamas tenía catorce hijos y cuatro esposas. «Nuestra mentalidad se remonta a los beduinos. Si tienes una tribu lo bastante grande, todo el mundo te teme.»
Otra de las razones para tener familias grandes, conviene Tufakyi, definitivamente no representa ninguna broma para los israelíes. La mejor arma de la Organización para la Liberación de Palestina, le gustaba decir a su líder Arafat, era el útero palestino.
Durante el Ramadán, Tufakyi y algunos de sus trece hermanos solían hallarse entre el medio millón de fieles que desbordaban la mezquita de al-Aqsa, desparramándose por la plaza de piedra de al-Haram al-Sharif. Eso era antes del día de septiembre de 2000 en que el antiguo ministro de Defensa israelí Ariel Sharon fue a visitar el Monte del Templo escoltado por un millar de policías antidisturbios israelíes. Por entonces Sharon era candidato a primer ministro. Tiempo atrás una comisión israelí había considerado que había actuado deliberadamente con negligencia por no proteger a más de mil refugiados civiles palestinos masacrados por las falanges cristianas durante la guerra civil libanesa de 1982, mientras las fuerzas de ocupación israelíes se mantenían al margen. El viaje de Sharon al Monte del Templo, que pretendía reafirmar el derecho histórico de los israelíes sobre este, desencadenó manifestaciones y el lanzamiento de piedras, a las que se respondió con gases lacrimógenos y balas de goma. Cuando se arrojaron piedras del Monte del Templo a los judíos que rezaban debajo en el Muro Occidental, el fuego pasó a ser real.
Los altercados pronto provocaron una espiral con cientos de muertes en Jerusalén y fuera de ella, en lo que pasaría a conocerse como la Segunda Intifada. A la larga se produjeron atentados suicidas, y luego, sobre todo cuando Sharon fue elegido primer ministro, llegaron años de represalias mutuas por tiroteos, matanzas, ataques con cohetes y nuevos atentados suicidas, hasta que Israel empezó a construir un muro.
Hoy, una altísima barrera de hormigón y alambre de más de 200 kilómetros de largo rodea casi por completo Cisjordania, excepto allí donde penetra profundamente a través de la Línea Verde que delimita los territorios ocupados por Israel desde la guerra de los Seis Días de 1967 con sus adversarios árabes circundantes. En algunos puntos zigzaguea entre ciudades como Belén y la denominada Gran Jerusalén, replegándose sobre sí misma para separar barrios concretos, aislando a los palestinos no solo de Israel, sino también unos de otros y de sus campos y huertos, y propiciando la acusación de que su objetivo es anexionarse territorio y apoderarse de pozos tanto como garantizar la seguridad.