David Farrier nos invita a pensar cómo seremos recordados en los mitos, historias y lenguajes de las generaciones futuras. Porque el mañana de nuestro planeta estará colonizado por nuestra actual actividad humana, a través de la transformación de los ecosistemas, la explotación de los recursos naturales y la generación de desechos de larga duración. Los futuros fósiles del Antropoceno son parte de nuestro legado y, sobre todo, nos explican nuestro tiempo.
Introducción
RASTROS DE UN FUTURO ANGUSTIOSO
El mar está reclamando lentamente la costa oriental de Inglaterra. A un ritmo de unos dos metros por año, las mareas van desgastando los acantilados de poca altura que forman la línea costera de Anglia Oriental. Las tormentas estacionales erosionan la tierra, la mayor parte de ella compuesta por sedimentos glaciares depositados cuando las capas de hielo alcanzaron el sur de Gran Bretaña hace 450.000 años; igual que una pared barata, la costa es vulnerable a la erosión y a los colapsos repentinos. Una noche de 1845, un granjero estaba arando un campo de cinco hectáreas cerca de Happisburgh, en Norfolk, y se fue a la cama dejando la tierra lista para ser sembrada la mañana siguiente. Cuando se levantó, el campo había desaparecido. Las defensas costeras construidas después de las devastadoras inundaciones de 1953, en las que murieron más de trescientas personas, se derrumbaron hace tiempo. Los edificios que en un tiempo estaban alejados de la costa ahora se apiñan cerca de ella, y los propietarios de las casas observan ansiosamente cómo el margen se va acercando cada vez más, devorando centímetro a centímetro los jardines que con tanto amor han cuidado. De vez en cuando, una casa se cae al mar. El suelo que pisas es provisional, como si el tiempo que estás viviendo fuera prestado.
Aunque, a veces, el mar da algo a cambio. En mayo de 2013, una tormenta primaveral puso al descubierto, en la gris y húmeda zona costera de Happisburgh, los rastros más antiguos dejados por el paso de humanos fuera de África. El agitado mar había eliminado la arena que se situaba tras unas ruinosas defensas contra las inundaciones que fueron colocadas durante la posguerra, sacando a la luz una sección de limos estratificados repletos de docenas de huecos romboidales. Esas pequeñas depresiones eran fósiles, de 850.000 años de antigüedad, de las pisadas que dejó un grupo de humanos tempranos, Homo antecessor, que se desplazaba por las lodosas orillas de un antiguo río. La diferencia de tamaño de las pisadas sugirió que se trataba de un grupo de edades diversas, adultos y niños, que se dirigía hacia el sur. En aquella época, el lugar era un estuario poblado por bosques de pinos, píceas y abetos, mezclados con áreas abiertas de páramos y praderas. Las fotografías de las huellas parecen las típicas instrucciones sobre dónde colocar los pies dibujadas en el suelo de una pista de baile. Tantas huellas apiñadas en tan poco espacio sugieren una escena amable: adultos deteniéndose para convencer a sus hijos cansados de que sigan adelante o girándose para comprobar que no haya depredadores en el horizonte, levantando los brazos para indicar algún punto de interés u ofreciendo una mano alentadora sobre el hombro. Algunas de ellas estaban tan bien conservadas que se podían apreciar en ellas los contornos de los dedos.
Durante un breve espacio de tiempo, este pequeño grupo de homínidos abandonó su época y llegó al presente. Desaparecieron casi igual de rápido: en dos semanas, la marea había borrado todas las pisadas.
Las huellas que dejan las pisadas antiguas, al igual que las que dejan las madrigueras, los caminos creados por el paso de criaturas y las marcas de dientes, son conocidas como icnofósiles (o pistas fósiles). A diferencia de los restos fosilizados, nos hablan de vida más que de muerte. Aunque no dejan una marca del cuerpo, son testigos del peso del organismo fallecido, de su forma de caminar o de sus hábitos. Nos cuentan historias sobre cómo vivían en esa época. Icnofósiles como las huellas de pisadas de Happisburgh son un recuerdo casual; de dónde vino ese grupo y hacia dónde se dirigía son cuestiones que están más allá de nuestro conocimiento. Pero las huellas nos ofrecen una fugaz y fascinante visión de algunos de nuestros ancestros cuyo pasado parece estar rozando nuestro presente, y cuya aparición en nuestra época parece una invitación a unirnos a un viaje misterioso. Incluso solo observándolas en una fotografía, producen la extraña sensación de que el grupo se acaba de marchar, de que sus pisadas son recientes y misteriosas... y de que podríamos alcanzarlos, solo con apretar un poco el paso.
Dentro del conjunto de todos los rastros que dejaron los primeros humanos, las huellas de pisadas de Happisburgh son relativamente jóvenes. Las huellas de homínidos más antiguas que se conocen fueron hechas hace 3,6 millones de años sobre cenizas volcánicas, en Laetoli, en lo que ahora es la Zona de Conservación de Ngorongoro, en Tanzania. Fueron descubiertas en 1976 y catalogadas como marcas dejadas por una de las «primeras familias» del Plioceno, abriéndose camino como los Adán y Eva de Milton, «cogidos de la mano y con paso incierto y lento». Cuando el pasado profundo aparece en el presente, lo hace, en muchas ocasiones, de forma sorprendente. Las huellas de Laetoli se encontraron cuando, fruto del entusiasmo surgido durante una pausa en el trabajo, los paleoantropólogos de un grupo dirigido por Mary Leakey empezaron a tirarse excrementos de elefante unos a otros. Un miembro eufórico del grupo se percató de la presencia de las huellas solo después de caer encima de ellas.