El heredero
del futuro
Diego Torres Pacheca
Primera edición: mayo 2019
ISBN: 978-84-1331-429-7
Impresión y encuadernación: Editorial Círculo Rojo
© Del texto: Diego Torres Pacheca
© Maquetación y diseño: Equipo de Editorial Círculo Rojo
© Imagen de cubierta proporcionada por el autor
Editorial Círculo Rojo
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Impreso en España - Printed in Spain
A mi familia
CAPÍTULO 1
EN LA ACTUALIDAD. AÑO 2045
Vi un gran trono blanco y a alguien que estaba sentado en él.
De su presencia huyeron la tierra y el cielo, sin dejar rastro alguno.
Mi nombre es Daniel. Tengo vagos recuerdos del pasado. Se los ha llevado el tiempo en el que he permanecido huyendo del yermo que nos rodea, buscando un lugar donde refugiarme. No recuerdo la edad que tengo, pero rondaré la treintena. Poco importa la edad que pueda tener, en este mundo lo realmente importante es continuar vivo y con ganas de seguir adelante. Muchos acontecimientos han ocurrido a lo largo de los años y todos y cada uno de ellos ayudaron a que todo se fuera a la mierda. También desconozco en qué mes estamos. Hace mucho tiempo que los calendarios dejaron de utilizarse porque ya no sirven para nada. No importa qué día será mañana. Solo es importante el presente y el día en el que vives, no puedes mirar más allá. La situación que me rodea ha hecho que madure rápidamente. Llevo años huyendo del horror radiactivo que asola nuestro planeta, y es algo que continuo haciendo a diario. Hay una obsesión en mi cabeza que no me permite pensar en nada más. Deseo encontrar un lugar seguro para poder sobrevivir y de eso ya queda poco o nada. No sé si llegaré a encontrarlo pero no pierdo la fe ni la esperanza. Sigo avanzando ante la adversidad e intento hallar vestigios de humanidad que convivan en total armonía sobre alguna zona segura en la que poder asentarme y continuar viviendo. Un grupo numeroso de personas que se encuentran en la misma situación, viajan conmigo. Todas mis pertenencias son una garrafa de agua, pastillas potabilizadoras y botes de comida enlatada. Todo ello en el interior de una mochila desgastada por el roce y por el paso del tiempo. Sobre mi cuello cuelgan unos prismáticos para otear el horizonte y asegurar mi camino, ese camino que tiene más sombras que luces y en el que desconoces con qué te encontrarás mañana. El páramo en que se ha convertido el planeta no es seguro, y los pocos supervivientes que quedamos nos desplazamos con sumo cuidado. El mal acecha en cada esquina y espera pacientemente para encontrar a su siguiente víctima.
Visto un mono roído y pestilente y una máscara de protección que forman parte de mí durante muchas horas al día. Si no los usara enfermaría en un breve espacio de tiempo, como lo han hecho muchos a lo largo de todos estos años en los que la superficie se ha vuelto estéril, inhabitable e irrespirable. Antes, muchos acontecimientos han ocurrido sobre el planeta. Todos y cada uno de ellos fueron los responsables de exterminar casi en su totalidad a la raza humana, y el manto químico que pulula en el ambiente amenaza con hacerlo muy pronto. Los elegidos para habitarlo viajamos de un lado a otro, digiriendo el tiempo como podemos para lograr encontrar algún resquicio de lo que un día fue.
Desde la lejanía se puede observar lo que queda de las grandes ciudades. Se muestran devastadas y humeantes, y distan mucho de lo que un día fueron. En los días en los que el calor envuelve la atmósfera con su manto anaranjado se pueden divisar las alargadas sombras de sus imponentes torres, apuntando al cielo y permaneciendo impasibles al paso del tiempo. Bloques gigantescos de acero y hormigón que seguirán viendo pasar el tiempo sin apenas inmutarse. El paisaje que nos rodea es oscuro, tétrico y dantesco. Es una condena la que vivimos los elegidos. Es como ir de la mano del mismísimo diablo, apartando el mal a cada esquina de las desiertas avenidas de las grandes ciudades. En ellas solo encuentras muerte y desolación. Sobre las aceras de las grandes avenidas yacen miles de cadáveres en estado de descomposición, invadiendo los alrededores de malos olores y putrefacción. En algunos lugares, el olor a muerte es tan denso que puedes llegar a desmayarte. Las bacterias son los únicos seres vivos que se multiplican sin control sobre los cadáveres. Es peligroso acercarse a ellos debido a las enfermedades infecciosas que podrías contraer.
He visto morir a muchísimas personas en estos últimos años. La guerra absurda e innecesaria que libraron durante un tiempo varias potencias mundiales, fue el detonante del principio de la tragedia. Multitud de agentes químicos fueron vertidos a la atmósfera de forma indiscriminada durante los meses que duraron los bombardeos. Los científicos predijeron lo que ocurriría, pero sus informes llegaron demasiado tarde. No hubo marcha atrás. Miles de personas del planeta fallecieron aquejados de graves enfermedades respiratorias. Posteriormente, la pandemia del NHCongus1, un virus mortal aparecido en la República Democrática del Congo y que mutó de manera repentina en aves, terminó con la vida de millones de personas en un breve espacio de tiempo, hasta que milagrosamente hallaron una vacuna que consiguió frenar su infección por todo el planeta. Cuando parecía que todo se recuperaba lentamente a pesar de las numerosas bajas producidas, llegó el inesperado desplome económico a nivel mundial, lo que desestabilizó el sistema y propició la paralización de la industria y del conjunto nuclear de Estados Unidos. Los sistemas informáticos que controlaban el entramado nuclear desaparecieron por falta de liquidez. Cesadas las operaciones, se sucedieron los incendios y las explosiones descontroladas en el interior de las centrales nucleares. La contaminación radiactiva liberada a la atmósfera después de los accidentes de cada una de ellas, al cortar la energía que las alimentaba, terminó con casi la totalidad de la población mundial pasados unos años. Resulta aterrador tener a un enemigo invisible contra el que no se puede luchar de ninguna manera y sabes que tarde o temprano acabará con tu vida. Es imposible verlo, ni siquiera se puede palpar, pero está ahí, en el aire, y se mantiene impasible ante el paso del tiempo. Es una amenaza etérea que te persigue y que seguirá pululando en el ambiente durante miles de años. Solo existe un muro infranqueable para poder luchar ante esa nube radiactiva, y es el subsuelo.
Los últimos moradores de las grandes urbes sucumbieron en su intento de frenar el avance incansable de la muerte, y terminaron sus días encerrados en edificios a la espera de que les llegara, de forma tranquila y súbita, la última de sus oraciones. Los elegidos nos erigimos como nómadas del tiempo sobreviviendo como podemos, en lugares insospechados y peligrosos que nunca hubiéramos imaginado poder habitar. Ha regresado a nosotros el instinto de sobrevivir, algo que había desaparecido hacía muchos años.
Los días se hacen muy largos. No sabes qué te puedes encontrar cuando cae el sol, que es cuando los pocos supervivientes que quedamos podemos salir al exterior para no morir de un golpe de calor o deshidratados. Una vez ha oscurecido, llega el momento de arriesgarse. Nos ponemos nuestras protecciones y salimos. Realizamos escarceos por las calles sombrías y lúgubres de las ciudades para poder encontrar algún alimento. Entramos en el interior de las viviendas y buscamos por sus armarios y estanterías. Es sumamente arriesgado porque corres el peligro de ser atacado o devorado por otros supervivientes que se encuentran en la misma situación, pero es lo único que nos queda. Nos lleva muchas horas buscar comida enlatada por pueblos y ciudades. En la periferia y en las zonas alejadas de las grandes urbes todo es más fácil. Los cuerpos no se acumulan en las entradas de las casas, granjas o graneros. Además, utilizamos los pequeños cobertizos para refugiarnos en su interior durante varios días seguidos, para mantenernos alejados de la radiactividad existente. Sin embargo, cuando te desplazas a ciudades importantes y observas a su alrededor, puedes comprobar que continúan inmersas en el más oscuro ostracismo y plagadas de cadáveres por sus calles, plazas y comercios. Es muy complicado acceder a través de ellas y es necesario tomar más medidas de protección si cabe. En ocasiones tenemos la fortuna de encontrar botes de comida en conserva y en otras vuelves con las manos vacías, lamentándote de la mala suerte que has tenido. Intentamos no pensar en los días en los que no tenemos alimento debido a que han sido muchos y la costumbre lo termina convirtiendo en rutina. El cuerpo se ha acostumbrado a sufrir de dolor, de hambre y de resentimiento. Es algo crónico que pervive en nuestro interior y que nos ha hecho duros, muy duros. Desgraciadamente hemos aprendido a vivir con ello y lo vemos como algo normal en nuestro día a día.
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