«Tengo 94 años. He tenido una vida extraordinaria. Es solo ahora que aprecio lo extraordinario.
Cuando era joven, sentía que estaba en la naturaleza, experimentando el mundo natural intacto, pero era una ilusión. La tragedia de nuestro tiempo ha estado sucediendo a nuestro alrededor, apenas perceptible día a día: la pérdida de los lugares salvajes de nuestro planeta, su biodiversidad.
He sido testigo de este declive. Una vida en nuestro planeta es mi testimonio y una visión para el futuro. Es la historia de cómo llegamos a cometer esto, nuestro mayor error, y cómo, si actuamos ahora, aún podemos corregirlo.
Tenemos una última oportunidad de crear el hogar perfecto para nosotros y restaurar el maravilloso mundo que heredamos.
Prípiat, en Ucrania, es una ciudad que no se parece a ninguna de las que he visitado. Es un lugar en el que reina la más completa desesperación.
A primera vista parece una localidad muy agradable, con avenidas, hoteles, una plaza, un hospital, parques con atracciones de feria, una oficina central de correos y una estación de tren. Cuenta con varias escuelas, piscinas, cafés, bares, un restaurante junto al río, tiendas, supermercados y peluquerías, un teatro, un cine, un salón de baile, algunos gimnasios y un estadio de fútbol con una pista de atletismo. Dispone de todos los servicios que los seres humanos hemos creado para procurarnos un disfrute y una vida confortable, todos los elementos de nuestro hábitat artificial.
Los apartamentos se disponen alrededor del centro cultural y comercial de la población. Hay 160 torres, construidas en un ángulo predeterminado para dibujar una bien pensada cuadrícula de calles. Todas las viviendas tienen un balcón, y en todas las torres hay una lavandería. Los bloques de apartamentos más altos tienen una altura de casi veinte plantas, y todos ellos aparecen coronados con una hoz y un martillo gigantes, hechos de hierro, pues ese es el emblema de quienes levantaron esas torres.
La entidad que urbanizó Prípiat fue la Unión Soviética, y lo hizo en una época de gran dinamismo urbanístico, en plena década de 1970. Era un hogar perfecto y bien diseñado para cincuenta mil personas, una utopía modernista adaptada a las necesidades de los mejores ingenieros y científicos del Bloque del Este, que iban a instalarse en ellas junto con sus jóvenes familias. Las imágenes de archivo de principios de los ochenta nos los muestran, sonrientes, haciendo buenas migas mientras empujan sus cochecitos de niños por las amplias avenidas, tomando clases de ballet, nadando en la piscina olímpica, o remando en un bote por el río.
Sin embargo, Prípiat está hoy desierta. Las paredes se derrumban, las ventanas están rotas, los dinteles de las casas se desmoronan. Mientras exploro los vacíos edificios en penumbra tengo que fijarme bien por dónde piso. En las peluquerías, los sillones yacen tirados por el suelo, rodeados de rulos polvorientos y espejos hechos añicos. Varios tubos fluorescentes penden del techo del supermercado. El suelo de parqué del ayuntamiento ha sido arrancado, y sus listones han quedado dispersos por los peldaños de la grandilocuente escalinata de mármol. Las aulas de los colegios están sembradas de libros de ejercicios abiertos, y sus páginas muestran en tinta azul las calificaciones, claramente caligrafiadas en cirílico. Veo que las piscinas están vacías. Los asientos de los sofás de los apartamentos se han hundido hasta tocar el suelo. Las camas están cubiertas de moho. Prácticamente todo está inerte, como en pausa. Si una ráfaga de viento mueve algo, el sonido me sobresalta.
Cuantas más puertas cruzo, más preocupante se vuelve la falta de gente. Su ausencia es una verdad omnipresente. He visitado otras ciudades en las que la vida ha seguido su curso tras desaparecer sus habitantes humanos —Pompeya, Angkor Wat y Machu Picchu—, pero aquí la normalidad del lugar obliga a centrar la atención en la anormalidad del abandono. Sus estructuras y equipamientos son tan familiares que uno sabe a ciencia cierta que su descuidada situación no puede deberse solo al paso del tiempo. Prípiat es un lugar en el que reina la más completa desesperación porque todo cuanto contiene —desde los tablones de anuncios que ya nadie consulta hasta las reglas de cálculo de las aulas de matemáticas, pasando por el piano desvencijado de la cafetería— es un monumental testimonio de la facilidad con la que el género humano pierde todo cuanto necesita y todo cuanto atesora. En toda la Tierra, solo los seres humanos han revelado poseer la capacidad de crear mundos, para después destruirlos.
El 26 de abril de 1986 explotaba el reactor número 4 de la cercana planta nuclear Vladimir Ilyich Lenin, a la que hoy todo el mundo conoce como central de «Chernóbil». El estallido se debió a una planificación defectuosa, seguida de un error humano. Había fallos de diseño en los reactores de Chernóbil. El personal que operaba la planta desconocía este hecho, pero además hizo su trabajo negligentemente. Chernóbil saltó por los aires debido a una conjunción de errores; qué explicación podría resultar más humana.