© 2022, Tusquets Editores S.A.
Av. Independencia 1682, C1100ABQ, C.A.B.A.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
«Los detectives ya no resolvemos los casos, pero podemos contarlos».
A Simón, por el amor y las vueltas en bici que vamos a dar
A Patricia, por seguir brillando igual de fuerte y de cerca
A Chicha, por el tiempo entre aquella promesa y esta realidad
Agradecimientos
A mi vieja y mi viejo, que nunca me pidieron que siguiera sus profesiones: gracias por esa imprescindible ilusión de libertad.
A mi familia ampliada y amorosamente disfuncional.
A Maika y Simón, que padecieron más que nadie mis horas de encierro y me ayudaron tantas veces a no abandonar.
A Patricia Chabat, la mujer inolvidable que leyó una versión quién sabe qué tan antigua del texto. Al resto de lectores y lectoras que me marcaron errores y aciertos con absoluta sinceridad.
A los exdetenidos y exdetenidas, que siempre mostraron interés y nunca coerción, y siguieron a una distancia justa el avance —a veces tortuoso— de esta larguísima investigación.
A las decenas de entrevistados y entrevistadas que tuvieron que revisitar el pasado una y otra y otra vez; a aquellos que no podré nombrar y también se entregaron sin reservas a recordar el horror para que pudiera contarlo.
A quienes me legaron sus archivos personales, a veces de toda una vida, con una fe que no creo merecer. Como la abogada Sara Cánepa, que me recibió, a pesar de su alejamiento de ese momento con Chicha, y me ayudó a mirar los bordes de la persona, además del centro. Y luego permitió que me llevara unas cajas ordenadoras celestes llenas de expedientes: para mí, fascinantes laberintos de cristal. O como el sobreviviente Martín Cañas, a quien vi por primera y última vez el 5 de abril de 2017, cuando llegó con su esposa mexicana, rememoró cuanto pudo en una computadora vetusta que había comprado con la indemnización y, antes de irse, me la entregó diciendo algo así: esto es para una cabeza joven, limpia, que pueda darles un orden nuevo a estos cabos sueltos. En ese tesoro de información vintage, encontré algunos de los engranajes más valiosos para la narración.
A las mujeres de la Asociación Anahí, por hacerme sentir uno más.
A Elsa, que tras semanas de esperar su lectura, retorciéndome de ansiedad, pronunció las palabras más bonitas sobre estas páginas: «Estuve con Chicha todo el tiempo que leía».
A Leila Guerriero, porque sin su impulso inicial este libro no existiría; porque sin su edición sería menos profundo y menos revelador.
A Chicha, siempre: por elegirme como cómplice de su dignidad.
1
El último cumpleaños
El viernes 19 de noviembre de 1976, ya bien entrada la noche, María Isabel Chorobik de Mariani estira con delicadeza el mantel de hilo amarillo y encajes grises bordados a mano, que reserva para las ocasiones especiales. «Chicha», como la conocen todos, lo compró en Francia dos años antes, durante su primera visita a Europa, y no tiene cómo saber que está tendiéndolo por última vez. Coloca cuatro platos; encima y a la derecha de cada uno, la servilleta haciendo juego. Espera pocos comensales para el festejo de su cumpleaños, que será un menú sin sofisticaciones, encargado en la rotisería: Chicha casi nunca cocina. En la mesa tampoco hay vino. Aunque parezca raro para una persona nacida en Mendoza, como ella, desde que seis tíos maternos la emborracharon con cucharaditas de mistela cuando era todavía una beba, solo muy excepcionalmente toma alcohol. Afuera, a pesar de que la noche es agradable y la ciudad donde vive, La Plata, también está cumpliendo años, las calles están desiertas: no hay hurras en la plaza Moreno, y en el microcentro se respira una quietud intranquila, como en un desvelo durante el que se espera una fatalidad. Algo que el capitán de Navío Oscar Macellari, intendente de facto municipal, exdirector del Liceo Naval y directivo de los Astilleros y las Fábricas Navales del puerto, ha llamado en las páginas sociales del diario El Día «clima de austeridad»: el eufemismo con que se disfraza el miedo.
Los únicos invitados a la cena de su cumpleaños no llevan su sangre: María Luisa «Chiquita» Oviedo, su amiga íntima desde la época de la Universidad de Cuyo, la hija de Chiquita, Cristina, y el marido de la hija de Chiquita, José. Más temprano estuvieron el único hijo de Chicha, Daniel Enrique Mariani, y su nuera, Diana Esmeralda Teruggi, con su beba de tres meses y siete días: Clara Anahí Mariani Teruggi. Traía un flequillo gracioso y la habían enfundado en el trajecito y los escarpines rosas que Chicha le tejió. El rato que pasaron en su casa es para ella un regalo muy preciado: desde que su hijo y su nuera viven en la semiclandestinidad, la visitan poco y siempre están apurados. Después de despedirse en la vereda, se subieron con su nieta a la camioneta Citroën gris y se perdieron en la noche. Cuando Chicha los ve así, sigilosos, vigilando sus espaldas constantemente, se preocupa y se enoja. Eso no es vivir, piensa: apenas es despistar.
Los padres de Chicha tampoco son parte del festejo. Juan Chorobik y Luisa García viven en City Bell, un suburbio de calles arboladas y amplios jardines abiertos, en las afueras de la ciudad. Allí, en esa casa, habrá asado de festejo el domingo al mediodía. A la hora del té estuvieron en casa de Chicha «Kewpie» y Silvia, la madre y abuela de Diana, su nuera. Chicha las convidó con un volcán de chocolate y sanguchitos de miga. Su marido, Enrique José Mariani, «Pepe», la telefoneó por la mañana desde Matera, la pequeña ciudad del sur de Italia donde vive desde diciembre del año anterior, contratado por el municipio para dirigir la orquesta del conservatorio. Chicha y Pepe están separados, aunque no lo formalizaron ni lo harán jamás, y mantienen una relación cordial. Él le preguntó si le había llegado la encomienda con los regalos. No, todavía no. Sí los avisos postales de que hay dos paquetes para retirar, pero Chicha se rehusó a cualquier tipo de trámite el día de su cumpleaños. Bastante ha tenido esos meses con las gestiones engorrosas de la jubilación de Pepe y la suya y la administración del departamento de Buenos Aires. Sus amigas Yita Poli —esposa de un violista que tocó con Pepe— y María Luz Guido —esposa de un médico que trabajó con Pepe— la saludaron por teléfono. De quien no ha tenido noticias es de Blas: hace dieciocho años que su único hermano se fue a vivir a Venezuela tratando de olvidar el amor malogrado con la hija de un empresario maderero. La comunicación es por carta, y muy rara vez. Definitivamente, Chicha Mariani no cenará en familia la noche que cumple 53 años.