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Mas a cuantos lo recibieron, a los que creen en su nombre, les dio el derecho de ser hijos de Dios.
—JUAN 1.12
E l peor derrame de petróleo en la historia de Estados Unidos ocurrió el 20 de abril de 2010, cuando una plataforma de perforación explotó en la costa de Luisiana. El desastre conocido como el derrame de petróleo BP resultó en más de doscientos mil galones de petróleo crudo vertidos en las aguas del Golfo de México por más de ochenta y siete días seguidos. Scientific American describió el desafío que suponía contenerlo como tratar de tapar un «volcán de petróleo».
El daño fue difícil de tabular y sus efectos se siguen sintiendo en la actualidad. El flujo de petróleo se convirtió en un río de muerte que destruyó la vida silvestre y la vida marina, y alteró el sustento de miles de personas. Su impacto se sintió eventualmente en todo el mundo. Las imágenes de pelícanos llenos de petróleo y de bancos de peces muertos llenaron las noticias y los medios impresos. El desastre ecológico se estimó en muchos miles de millones de dólares. Además de tratar de rescatar la vida silvestre que luchaba inútilmente en el lodo, no había mucho que pudiera hacerse. La primera y única respuesta racional fue detener el flujo de petróleo en su lugar de origen: en la plataforma que se había reventado. Qué esfuerzo inútil habría sido tratar de limpiar el daño causado por este derrame e ignorar la causa del problema. El sentido común nos dice que la tarea más importante era centrarse en detener el problema en su origen.
La humanidad sigue siendo el peor enemigo de sí misma. Aunque el daño de este desastre fue muy grande, es solo uno en la lista de ejemplos interminables de pérdida y dolor debido al error y al pecado humano. Nada debería ser más obvio que el hecho de que nuestro mundo está fracturado y que los resultados de nuestra conducta rebelde han sido catastróficos en casi todas las formas en que podamos pensar. El mal y la injusticia parecen abalanzarse continuamente sobre nuestro mundo desde todos los lugares, ciudades y naciones. La lista de atrocidades crece diariamente: desde el genocidio, la trata de personas, la explotación de los pobres y la opresión de mujeres y niños, pasando por la pobreza y la delincuencia. El pensamiento mismo de acabar con todo el mal en el mundo es un sueño que podría ocurrir en un cuento de hadas, pero no en la vida real.
Contrariamente a la burla escéptica, la existencia del mal no apunta a la ausencia de Dios del mundo. Él no es indiferente ante nuestro dolor ni ambiguo frente al remedio para las necesidades del mundo. Pero al igual que el volcán de petróleo, el problema no puede abordarse por completo simple-mente tratando de manejar el daño. En Su sabiduría, Dios previó la ruptura antes de que el mundo fuera creado. Su solución al monstruo multifacético y con cabeza de hidra del mal fue venir a la tierra en la forma de un hombre con el fin de acabar con este diluvio que está en el origen: el pecado humano. Por eso el mensaje de esta gran obra se llama el evangelio (buenas nuevas).
Jesús lo anunció cuando comenzó su ministerio terrenal: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a proclamar libertad a los cautivos y dar vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos» (Lucas 4.18).
La afirmación de que el evangelio es la cura para la injusticia es sin duda audaz, pero en realidad es la esencia del cristianismo. Mi esperanza es desafiar a las personas que dicen ser seguidoras de Cristo para comprender las afirmaciones de largo alcance del mensaje del evangelio. Cuando esto sucede, nunca podremos volver a ser ambivalentes acerca de su poder o prioridad en nuestras vidas. Lo que ancla esta verdad —que el hecho de conocer el evangelio es el derecho humano fundamental— es que sin Dios, no hay una fuente u origen por excelencia para ninguno de los derechos humanos. Al defender la tesis de este libro, debemos empezar por responder a la importante pregunta: ¿de dónde vienen los derechos humanos?
El surgimiento de los derechos humanos
La idea de los derechos humanos es el asunto más importante, controvertido y convincente de nuestra generación. No hay mayor etiqueta que se pueda adjuntar a una causa o preocupación que esta.
Un hito en el surgimiento moderno de los derechos humanos puede remontarse a 1948, cuando las Naciones Unidas aprobaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos luego de la Segunda Guerra Mundial y de la pérdida de millones de personas que fueron asesinadas simplemente porque eran judías, polacas, o de cualquier etnia considerada «indeseable» por los nazis. Los derechos fundamentales enumerados en la declaración de la ONU incluyen la libertad religiosa y la libertad de expresión. Se podrían unir estos dos derechos y decir: el derecho a creer y el derecho a expresar esas creencias.
En las últimas décadas, el tema de los derechos humanos ha ocupado un lugar central en la conciencia pública en Occidente, como se comentó en el diario Guardian del Reino Unido: «El uso de los “derechos humanos” en la lengua inglesa ha aumentado doscientas veces desde 1940 y se usa “hoy cien veces más que términos como derechos constitucionales” y “derechos naturales”». Aunque la mayor conciencia y el enfoque han sido sumamente necesarios e importantes, la mayoría de las personas han buscado establecer estos derechos sin una base sólida. Como discutiremos en breve, si la autoridad humana es la fuente de estos derechos, entonces estos pueden ser arrebatados y también concedidos. Muchos defensores de los derechos humanos buscan establecer derechos fundamentales alejados de cualquier reconocimiento de Dios y de Sus estándares morales. Este es un intento por establecer una base laica y libre de religión, de cómo los seres humanos merecen ser tratados. Esta parece ser la mentalidad de filósofos como Richard Rorty, que descartan cualquier noción de deber o lealtad a Dios como fundamento de la moral o del comportamiento humano correcto:
Creo que la respuesta a la pregunta, «¿Dónde está nuestro deber hoy?», es «Nuestro único deber es con nuestros conciudadanos». Podrías concebir a tus conciudadanos como los demás italianos, tus compañeros europeos o tus compañeros humanos. Pero, cualesquiera que sean los límites de nuestro sentido de la responsabilidad, este sentido de responsabilidad cívica es posible aunque nunca hayas oído hablar de la razón o de la fe religiosa.
Rorty tiene razón al decir que tú sabes que hay deberes morales sin que escuches algo sobre la razón o la fe religiosa. Pero eso implica simple-mente que ignoras de dónde vienen, y no que no tengan ningún origen definitivo. Separar la moral y los derechos humanos del terreno en el que han crecido y prosperado es como hacer lo mismo con una hermosa flor. Es solo cuestión de tiempo hasta que su belleza se desvanezca. Lo mismo sucede con la cultura y la sociedad que florecieron para ser las más influyentes y prósperas en la historia mundial debido a sus raíces de fe en Dios.
Los autores de la Declaración de Independencia de Estados Unidos entendieron este principio y declararon con claridad: «Consideramos que estas verdades son evidentes por sí mismas, que todos los hombres son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables». Este ideal fue el resultado de la influencia de John Locke (1632-1704), considerado un padre filosófico de la Declaración de Independencia y de la Constitución de Estados Unidos. Los revisionistas históricos que buscan borrar la influencia de las Sagradas Escrituras y el teísmo en la fundación de Estados Unidos quieren oscurecer la fe de Locke y su influencia en su pensamiento. Este es el revisionismo histórico en una demostración completa. La creencia de Locke en la fe cristiana motivó claramente su visión de los derechos humanos. Su teoría de los derechos inalienables invoca a Dios, planteando un problema para quienes buscan una base moral para los derechos humanos que no descansa en suposiciones religiosas.
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