Título original: Bodies that Matter. On the Discursive Limits of “Sex” Publicado en inglés por Routledge, Nueva York, 1993
© 1993, Routledge
Traducción: Alcira Bixio
Diseño de cubierta: Departamento de Arte de Grupo Editorial Planeta S.A.I.C.
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.
Agradecimientos
Vuelvo a agradecerle a Maureen MacGrogan haber solicitado y respaldado este libro con su generosidad e inteligencia características. También quiero hacer llegar mi perdurable aprecio a Joan W. Scott por el modo incisivo en que comprendió en primer término el proyecto, por su excelente lectura del texto completo y por su noble amistad. He sido muy afortunada al tener excelentes lectoras en Drucilla Cornell, Elizabeth Grosz y Margaret Whitford; sus críticas a los primeros borradores me fueron de enorme utilidad. Agradezco también a mi seminario en la Cornell University por las conversaciones mantenidas en el otoño de 1991 cuando este proyecto comenzaba a cobrar forma. El personal del departamento de producción de la editorial Routledge también contribuyó excepcionalmente a lo largo de todo este proceso. Numerosos colegas y estudiantes me ayudaron a reflexionar sobre el texto, a veces leyendo los borradores y ofreciéndome excelentes comentarios, otras auxiliándome con la producción del manuscrito: Elizabeth Abel, Bice Benvenuto, Teresa Brennan, Alexandra Chasin, William Connolly, Karin Cope, Peter Euben, Carla Freccero, Nelly Furman, Jonathan Goldberg, Simon Goldhill, Donna Haraway, Susan Harding, Gail Hershatter, Morris Kaplan, Debra Keates, Biddy Martin, Bridget McDonald, Mandy Merck, Michael Moon, Naomi Schor, Eve Kosofsky Segdwick, Josh Shapiro, James Swenson, Jen Thomas, Tim Walters, Dave Wittenberg y Elizabeth Weed. Le agradezco a Eloise Moore Agger su estilo conciliador; a Linda L. Anderson, Inès Azar, Fran Bartkowski, Robert GoodingWilliams, Jeff Nunokawa, Mary Poovey y Eszti Votaw, su indispensable amistad, y a Wendy Brown por abordar mi pensamiento a fondo y en una perspectiva crítica, además de la prudente persuasión con la que me ayudó a ver que podía ser conveniente revisar algunas de mis posiciones previas para clarificar mis objetivos.
Este proyecto contó con varias formas de apoyo institucional sumamente apreciadas. Tres de estos capítulos fueron presentados en versiones más breves como las Conferencias Beckman del Departamento de Inglés de la University of California en Berkeley en la primavera de 1992. Me complace mucho haber tenido esa oportunidad de aprender de mis colegas y estudiantes de esa universidad. Asimismo, siendo miembro senior de la junta de gobierno de la Sociedad para las Humanidades de la Cornell University en el otoño de 1991, obtuve invalorables comentarios sobre mi proyecto tanto de los profesores como de los alumnos. Le agradezco a Jonathan Culler el haber apoyado mi investigación de varias maneras, entre las que se incluye su invitación al Instituto de Investigación de Humanidades de la University of California en Irvine en abril de 1992.
Mis estudiantes de la Johns Hopkins University fueron interlocutores muy valiosos, y mis colegas del Centro de Humanidades de esa universidad no sólo apoyaron mi investigación sino que además me ofrecieron una rica experiencia intelectual interdisciplinaria por la que estoy intensamente agradecida.
Escribí este libro en homenaje a las amigas y los familiares que perdí en los últimos años: mi padre, Dan Butler; mi abuela Helen Greenberger Lefkowich; mis amigas Linda Singer y Kathy Natanson. Y también lo escribí para el grupo de colegas que inspiran, apoyan y reciben esta obra tal como es.
Prefacio
Comencé a escribir este libro tratando de considerar la materialidad del cuerpo, pero pronto comprobé que pensar en la materialidad me arrastraba invariablemente a otros terrenos. Traté de disciplinarme para no salirme del tema, pero me di cuenta de que no podía fijar los cuerpos como simples objetos del pensamiento. Los cuerpos no sólo tienden a indicar un mundo que está más allá de ellos mismos; ese movimiento que supera sus propios límites, un movimiento fronterizo en sí mismo, parece ser imprescindible para establecer lo que los cuerpos “son”. Continué apartándome del tema. Comprobé que era resistente a la disciplina. Inevitablemente, comencé a considerar que tal vez esa resistencia a atenerme fijamente al tema era esencial para abordar la cuestión que tenía entre manos.
De todos modos, todavía dubitativa, reflexioné sobre la posibilidad de que esta vacilación fuera una dificultad vocacional de quienes, formados en la filosofía, siempre a cierta distancia de las cuestiones corpóreas, tratan de demarcar los terrenos corporales de esa manera descarnada: inevitablemente, pasan por alto el cuerpo o, lo que es peor, escriben contra él. A veces olvidan que “el” cuerpo se presenta en géneros. Pero tal vez hoy haya una dificultad mayor, después de una generación de obras feministas que intentaron, con diversos grados de éxito, traducir el cuerpo femenino a la escritura, que procuraron escribir lo femenino de manera próxima o directa, a veces sin tener siquiera el indicio de una preposición o una señal de distancia lingüística entre la escritura y lo escrito. Quizá sólo sea cuestión de aprender a interpretar aquellas versiones preocupadas. Sin embargo, algunas de nosotras continuamos recurriendo al saqueo del Logos a causa de la utilidad de sus restos.
Teorizar a partir de las ruinas del Logos invita a hacerse la siguiente pregunta: “¿Y qué ocurre con la materialidad de los cuerpos?” En realidad, en el pasado reciente, me formulé repetidamente esta pregunta del modo siguiente: “¿Y qué ocurre con la materialidad de los cuerpos, Judy?” Supuse que el agregado del “Judy” era un esfuerzo por desalojarme del más formal “Judith” y recordarme que hay una vida corporal que no puede estar ausente de la teorización. Había cierta exasperación en la pronunciación de ese apelativo final en diminutivo, cierta cualidad paternalista que me (re)constituía como una niña díscola, que debía ser obligada a regresar a la tarea, a la que había que reinstalar en ese ser corporal que, después de todo, se considera más real, más apremiante, más innegable. Quizá fue un esfuerzo por recordarme una femineidad aparentemente evacuada, la que se constituyó, allá por la década de 1950, cuando la figura de Judy Garland produjo inadvertidamente una serie de “Judys” cuyas apropiaciones y descarríos no podían predecirse entonces. O tal vez, ¿alguien se olvidó de enseñarme “los hechos de la vida”? ¿O acaso me perdía yo en mis propias cavilaciones imaginarias precisamente cuando tenían lugar tales conversaciones? Y si yo persistía en esta idea de que los cuerpos, de algún modo, son algo