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Arthur C. Clarke - Las fuentes del paraíso

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Arthur C. Clarke Las fuentes del paraíso
  • Libro:
    Las fuentes del paraíso
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1979
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Las fuentes del paraíso: resumen, descripción y anotación

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La política y la religión son obsoletas; ha llegado el tiempo de la ciencia y la espiritualidad.

Sri Jawaharlal Nehru,

Ante la Asociación de Ceilán

para el Avance de la Ciencia;

Colombo, 15 de octubre de 1962.

Prologo

«Entre el Paraíso y Taprobane hay cuarenta leguas; desde allí puede oírse el sonido de las Fuentes del Paraíso».

Tradicional

Recogido por el fraile Marignolli (1335 d. C.)

El país al que he llamado Taprobane no existe, pero coincide en un noventa por ciento con la isla de Ceilán (ahora Sri Lanka). Aunque las notas aclaratorias especificarán qué sitios, sucesos y personalidades se basan en la realidad, el lector no estará muy equivocado si calcula que el relato, cuanto más improbable, más se acerca a la realidad.

En la actualidad se suele pronunciar el nombre «Taprobane» como «Taprobein», pero la pronunciación clásica correcta es «Tapróbani», como bien lo sabía Milton, por supuesto:

Desde la India y la dorada Chersoness

Y sobre todo la isla hindú de Taprobane…

(El Paraíso Recobrado, Libro IV)

I. El Palacio
1. Kalidasa

La corona se hacía más pesada con cada año transcurrido. La primera vez que el Venerable Bodhidharma Mahanayake Thero se la puso en la cabeza, con tan pocas ganas, el príncipe Kalidasa se sorprendió ante su ligereza. Ahora, veinte años después, el rey Kalidasa prescindía con gusto de aquella banda de oro incrustada de piedras, cuando la etiqueta de la corte así lo permitía.

Poca etiqueta había allí, en la ventosa cima de la fortaleza de roca, pues pocos embajadores o peticionarios solicitaban audiencia en su formidable altura. Muchos de los que hacían el viaje hasta Yakkagala retrocedían ante el ascenso final, entre las fauces mismas del león agazapado que siempre parecía a punto de saltar desde la superficie rocosa. Ningún rey anciano podría sentarse en ese trono, que aspiraba a los cielos. Algún día Kalidasa estaría demasiado débil para llegar a su propio palacio. Pero no era probable que ese día llegara; sus muchos enemigos le ahorrarían las humillaciones de la vejez.

Y esos enemigos ya se estaban reuniendo. Miró hacia el norte, como si pudiera ver los ejércitos de su medio hermano, que volvía para reclamar el ensangrentado trono de Taprobane. Pero la amenaza estaba aún lejos, tras los mares hendidos por el monzón; si bien Kalidasa confiaba más en sus espías que en sus astrólogos, le tranquilizaba saber que en eso estaban todos de acuerdo.

Malgara había aguardado casi veinte años, mientras hacía sus planes y buscaba el apoyo de reyes extranjeros. Mucho más cerca, allí mismo, un enemigo aún más paciente y sutil contemplaba impertérrito el cielo del sur. El cono perfecto de Sri Kanda, la Montaña Sagrada, parecía muy próximo en esa ocasión, erguido sobre la planicie central. Desde el mismo comienzo de la historia había infundido un respetuoso temor al corazón de cuantos lo veían. Kalidasa tenía constante conciencia de su presencia callada y del poder que simbolizaba.

Sin embargo, el Mahanayake Thero no tenía ejércitos, no tenía elefantes de guerra que gritaran y sacudieran colmillos de bronce al lanzarse a la carga. El Alto Sacerdote era tan sólo un anciano de túnica anaranjada, cuyas únicas posesiones materiales consistían en una escudilla de mendigo y una hoja de palma para protegerse del sol. En tanto los monjes inferiores y sus acólitos cantaban las escrituras a su alrededor, él permanecía sentado, en silencio, con las piernas cruzadas… y de algún modo interfería en el destino de los reyes. Era muy extraño.

Ese día era tan despejado que Kalidasa podía ver el templo, empequeñecido por la distancia hasta parecer una diminuta cabeza blanca de flecha, erguida en la cumbre misma de Sri Kanda. No parecía obra humana; ante ella, el rey recordaba las montañas aún más altas divisadas en su juventud, cuando fuera medio huésped y medio rehén en la corte de Mahinda el Grande. Todos los gigantes que custodiaban el imperio de Mahinda eran la base de tales crestas, formadas de una sustancia deslumbrante y cristalina que no tenía nombre en el idioma de Taprobane. Los hindúes creían que se trataba de una especie de agua, mágicamente transformada, pero Kalidasa reía ante tales supersticiones.

Ese resplandor marfilino estaba sólo a tres días de marcha: uno, por la ruta real, a través de bosques y arrozales; y dos más por la escalera serpenteante que jamás podría volver a subir, porque en su extremo estaba el único enemigo temible, el único al que no podía vencer. A veces envidiaba a los peregrinos, cuando veía la fina línea de fuego dibujada por sus antorchas sobre la faz de la montaña. El más humilde mendigo podía saludar a la aurora sagrada y recibir la bendición de los dioses; el gobernante de toda esa tierra, no.

Pero tenía sus consuelos, siquiera por un tiempo. Allí, custodiados por fosos y murallas, estaban los estanques y las fuentes y el Jardín de las Delicias, en los cuales había derrochado el tesoro de su reino. Y cuando se cansaba de ellos tenía las damas de la roca (las de carne y hueso, a quienes llamaba cada vez con menor frecuencia) y los doscientos inmortales inmóviles con quienes solía compartir sus pensamientos, pues no había otros en los que pudiera confiar.

Un trueno retumbó a lo largo del horizonte occidental. Kalidasa volvió la espalda a la muda amenaza de la montaña para mirar hacia la distante esperanza de lluvia. Ese año el monzón venía con retraso; los lagos artificiales que alimentaban el complejo sistema de irrigación de la isla estaban casi vacíos. A esa altura del año, normalmente, se veía el centelleo del agua en el más grande de todos ellos, al que sus súbditos, como él bien sabía, llamaban aún con el nombre de su padre: Paravana Samudra, el mar de Paravana. Hacía sólo treinta años que estaba terminado, tras muchas generaciones de esfuerzo. En días más felices, el joven príncipe Kalidasa había estado allí junto a su padre, orgulloso, mientras se abrían las grandes compuertas para que las aguas vivificantes fluyeran sobre la tierra sedienta. En el reino entero no había una vista más encantadora que el espejo, suavemente rizado, de aquel inmenso lago creado por el hombre, cuando en él se reflejaban las cúpulas y las espiras de Ranapura, Ciudad de Oro: la antigua capital que él había abandonado en busca de sus sueños.

Una vez más retumbaron los truenos, pero Kalidasa comprendió que se trataba de una promesa vana. Aun allí, en lo más alto de la Roca del Demonio, la atmósfera pendía inmóvil y sin vida; no se percibía ninguna de esas súbitas ráfagas que anunciaban la llegada del monzón. Antes de que al fin llegaran las lluvias, el hambre se agregaría a sus problemas.

—Su Majestad —dijo el cortesano Adigar—, los enviados están a punto de marcharse y desean presentar sus respetos.

¡Ah, sí, aquellos dos pálidos embajadores del Occidente ultramarino! Lamentaría que se fueran, pues, en su abominable taprobani, le habían traído nuevas de muchas maravillas, aunque dispuestos a admitir que ninguna podía igualar a ese palacio-fortaleza edificado en el cielo.

Kalidasa volvió la espalda a la montaña coronada de nieve y al paisaje reseco, reverberante, para iniciar el descenso por los escalones de granito hacia la cámara de audiencias. Detrás de él el chambelán y sus ayudantes portaban presentes de gemas y marfil para aquellos hombres altos y orgullosos, que esperaban para despedirse. Pronto llevarían los tesoros de Taprobane por el mar, hasta una ciudad siglos más joven que Ranapura; y tal vez, por un tiempo, distraerían los sombríos pensamientos del emperador Adrián.

El Mahanayake Thero, con su túnica semejante a una llamarada naranja contrastante con el blanco revoque del templo, caminaba lentamente hacia el parapeto septentrional. Muy por debajo se extendía el cuadriculado de arrozales, entre horizonte y horizonte; las líneas oscuras de los canales para irrigación, el resplandor azul del Paravana Samudra y, más allá de ese mar Mediterráneo, las cúpulas sagradas de Ranapura, que flotaban como burbujas fantasmales, de imposible enormidad cuando se calculaba la verdadera distancia. Llevaba treinta años contemplando ese panorama siempre cambiante, pero sabía que jamás captaría todos los detalles de su fugaz complejidad. Colores y límites se alteraban en cada estación; más aún, con cada nube que pasaba. En el día en que él también pasara a mejor vida, pensaba Bodhidharma, aun entonces notaría algo nuevo.

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