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Arthur C. Clarke y Frederik Pohl - El último teorema

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Arthur C. Clarke y Frederik Pohl El último teorema

El último teorema: resumen, descripción y anotación

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La última novela de uno de los maestros más brillantes en el campo de la ciencia ficción (Arthur C. Clarke, 1917-2008), escrita en colaboración con otro gran maestro (Frederik Pohl), aborda un mundo en el que tres grandes potencias, Estados Unidos, China y Europa, instaladas en una estabilidad muy precaria, se ven abocadas a una lucha por la supremacía pese a sus deseos de llegar a una paz. La amenaza más peligrosa, sin embargo, llega inesperadamente del exterior, y las investigaciones llevadas a cabo en secreto en búsqueda de un arma definitiva deben entonces reorientarse. Mediante la historia de un joven astrónomo y matemático superdotado, Ranjit Subramanian, obsesionado con un teorema que parece encerrar los secretos del universo, Clarke y Pohl desarrollan una estremecedora y subyugante visión acerca de lo que el futuro depara a la humanidad.

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La última novela de uno de los maestros más brillantes en el campo de la - photo 1

La última novela de uno de los maestros más brillantes en el campo de la ciencia ficción (Arthur C. Clarke, 1917-2008), escrita en colaboración con otro gran maestro (Frederik Pohl), aborda un mundo en el que tres grandes potencias, Estados Unidos, China y Europa, instaladas en una estabilidad muy precaria, se ven abocadas a una lucha por la supremacía pese a sus deseos de llegar a una paz. La amenaza más peligrosa, sin embargo, llega inesperadamente del exterior, y las investigaciones llevadas a cabo en secreto en búsqueda de un arma definitiva deben entonces reorientarse.

Mediante la historia de un joven astrónomo y matemático superdotado, Ranjit Subramanian, obsesionado con un teorema que parece encerrar los secretos del universo, Clarke y Pohl desarrollan una estremecedora y subyugante visión acerca de lo que el futuro depara a la humanidad.

Arthur C Clarke y Frederik Pohl El último teorema ePUB v11 Rov 290412 - photo 2

Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

El último teorema

ePUB v1.1

Rov29.04.12

Título original The Last Theorem 2008-01 Arthur C Clarke y Frederik Pohl - photo 3

Título original: The Last Theorem

2008-01, Arthur C. Clarke y Frederik Pohl

© Ilustración de la cubierta: iStockphoto.com/Mikhail Tolstoy

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición: abril de 2010

© The Estate of Arthur C. Clarke and Frederik Pohl, 2008

© de la traducción: David León, 2010

ISBN: 978-84-350-2122-7

Edición en ePub: Abril 2012

PRIMER PREÁMBULO

Del puño de Arthur C. Clarke

A ún no había ocurrido nada en Pearl Harbor y Estados Unidos seguía en paz cuando en Nantucket un buque de guerra británico atracó con lo que más tarde se conocería como «el cargamento más valioso que jamás hubiese arribado a las costas americanas». Se trataba de un cilindro metálico de poco menos de tres centímetros de altura, dotado de una serie de conexiones y aletas de refrigeración, y que podía transportarse con facilidad en una mano. Aun así, pese a su tamaño, podría decirse que la victoria obtenida tanto en Europa como en Asia se debió, en gran medida, a aquel artefacto (por más que, al final, recayese sobre la bomba atómica la labor de acabar con la última de las potencias del Eje).

Aquel nuevo invento no era otro que el magnetrón. En un principio dicho artefacto no constituía una idea tan novedosa, pues hacía tiempo que se sabía que un campo magnético potente podía hacer que los electrones girasen a gran velocidad en círculos no muy amplios y generasen, en consecuencia, ondas de radio. Sin embargo, tal hecho sólo dejó de ser una curiosidad de laboratorio cuando se descubrió que dichas ondas podían ser útiles en el terreno militar, ámbito en el que recibió el nombre de radar.

Cuando los científicos estadounidenses del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) recibieron aquel primer aparato, lo sometieron a numerosas pruebas, y se sorprendieron al averiguar que la potencia del magnetrón era tal que ninguno de los instrumentos de que disponían en sus laboratorios alcanzaba a medirla. Poco después, aquel radar británico, instalado en las antenas gigantes que se erigieron a la carrera a lo largo del litoral del canal de la Mancha, iba a desempeñar una función crucial al detectar a la miríada de aviones de guerra de la Luftwaffe que se había congregado para atacar al Reino Unido. Es más: a él hay que atribuir, más que a ningún otro elemento, la victoria que obtendría la RAF en la batalla de Inglaterra.

No habría de pasar mucho tiempo antes de que los investigadores reparasen en que con aquel ingenio, además de detectar a los aviones enemigos que había en los cielos, podían elaborarse mapas electrónicos del suelo sobre el que volaba un aeroplano, lo que permitiría representar la configuración del terreno de un modo reconocible, por medio de un tubo de rayos catódicos, aun cuando reinara la oscuridad más absoluta o lo ocultasen las nubes. Tal cosa facilitaría la navegación… y las misiones de bombardeo. No bien se recibió el magnetrón en el MIT, un equipo encabezado por el futuro premio Nobel Luis Álvarez se preguntó lo siguiente: «¿No sería posible emplear el radar para hacer que los aviones aterrizasen con seguridad, en vez de usarlo sólo para derribarlos?».

Así fue como se creó el GCA (ground-controlled approach), el sistema de aterrizaje dirigido desde tierra, en condiciones atmosféricas desfavorables, mediante el uso de radares de aproximación de precisión. El modelo experimental Mark 1 se servía de dos radares diferentes: uno con una longitud de onda de diez centímetros, destinado a determinar la dirección del aeroplano merced al ángulo acimutal, y otro (el primer radar de tres centímetros de longitud de onda) para medir la distancia respecto del suelo. Así, sentado ante las dos pantallas, un operador podía guiar por radio el aterrizaje del aparato, informando al piloto con prontitud si debía volar hacia la derecha o la izquierda, o en casos de más urgencia, elevarse en el aire.

El GCA recibió una acogida entusiasta por parte del Bomber Command de la RAF que perdía más aviones cada día en los cielos europeos por causa del mal tiempo que por la acción del enemigo. En 1943, el Mark 1 y su dotación se hallaban apostados en un aeródromo de St. Eval (Cornualles). A la tripulación se le unió un equipo de las fuerzas aéreas británicas comandado por el teniente de aviación Lavington, quien tenía por ayudante a un piloto que acababa de recibir el grado de oficial y que respondía al nombre de Arthur C. Clarke.

* * *

Lo cierto es que Clarke no tenía que haber estado sirviendo en la RAF pues ocupaba, en calidad de funcionario del Ministerio de Hacienda de su majestad, un puesto reservado. Sin embargo, sospechando, no sin razón, que tal privilegio no iba a durar mucho, decidió escabullirse un buen día y presentarse como voluntario en el puesto de reclutamiento de las fuerzas aéreas más cercano. Y lo hizo en el momento más oportuno, ya que, semanas más tarde, el ejército se puso a buscarlo por prófugo… ¡con el fin de reclutarlo para el cuerpo de sanidad! Dado que no soportaba ver derramar sangre, y sobre todo si era la propia, huelga decir que tuvo una suerte tremenda.

En aquel tiempo, Arthur Clarke era ya un entusiasta aficionado al espacio que había ingresado en la Sociedad Británica Interplanetaria en 1933, poco después de su creación, y al verse al mando del radar más potente del mundo, capaz de producir rayos de sólo una fracción de grado de amplitud, no dudó en dirigirlo hacia la Luna y contar hasta tres segundos para ver si recibía alguna señal de vuelta.

Por desgracia, no ocurrió nada, y de hecho, aún habrían de transcurrir años antes de que alguien lograra hacer regresar de la Luna las ondas emitidas por un radar. A pesar de ello, y aun cuando entonces nadie podía haberlo sabido, cabía la posibilidad de que hubiese ocurrido algo muy diferente.

SEGUNDO PREÁMBULO

Del puño de Frederik Pohl

H ay dos elementos de mi vida que tienen, a mi ver, cierta relación con el tema del presente libro, y tal vez sea éste un buen momento para ponerlos por escrito.

En primer lugar, poco después de cumplir la treintena, me había visto expuesto al aprendizaje de no pocas materias del ámbito de las matemáticas (álgebra, geometría, trigonometría, cálculo elemental…), tanto en el Instituto Técnico de Brooklyn, en donde durante un breve período de mi juventud pensé de forma errónea que me convertiría en ingeniero químico, como durante la segunda guerra mundial, en la Escuela de Meteorología de la base aérea militar Chanute, sita en Illinois, cuyo profesorado trató de transmitirme conocimientos relativos a los principios matemáticos de los fenómenos atmosféricos.

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