Un fascinante libro que abarca la historia de la tecnología aplicada a las comunicaciones desde mediados del siglo pasado hasta la actualidad. Con el nacimiento del telégrafo en 1858, Estados Unidos y Gran Bretaña quedaron unidos por un tendido de cables de cobre que atravesaba el Atlántico; ejemplo seguido por otros países de Europa, Asia y Oceanía, que establecieron nuevos vínculos gracias al ingenio telegráfico. Se sucedieron nuevas búsquedas, fracasos y hallazgos, como el teléfono y la radio, en el campo de las comunicaciones, hasta llegar, tras la Segunda Guerra Mundial, a la comunicación por satélite. Clarke abunda en explicaciones respecto al modo en que se realizaron los lanzamientos del Echo, Telstar, Sycon y los Intelsat; explica los servicios que prestan los satélites y se concentra, finalmente, en la descripción del empleo de las fibras ópticas. El mundo es uno constituye un interesante recorrido por los intentos y especulaciones, no sólo de técnicos y científicos, sino de escritores, como el mismo Clarke, en su afán por disolver las fronteras que separan los distintos mundos.
Arthur C. Clarke
El mundo es uno
El fin de las fronteras:
del telégrafo al satélite
ePub r1.0
Titivillus 02.06.16
Título original: How the World Was One
Arthur C. Clarke, 1994
Traducción: Rafael Marín Trechera
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
Prefacio
Gran parte de Europa y Japón estaba aún en ruinas cuando, dos años después del final de la Segunda Guerra Mundial, el famoso historiador Arnold Toynbee dio una conferencia en la Cámara Senatorial de la Universidad de Londres titulada «La unificación del mundo». No recuerdo qué me impulsó a asistir, pero sí la tesis básica de la charla: que los avances en transportes y comunicaciones habían creado —o crearían— una única sociedad planetaria. En noviembre de 1947, ésa era una visión inusitadamente avanzada; la expresión «aldea global» todavía se encontraba a diez años de distancia, y Marshall McLuhan aún tenía que ser heraldo del amanecer de la cultura electrónica.
Gracias al transistor y el microchip, ese amanecer ha llegado ya, aunque utilicemos una definición algo generosa de la palabra «cultura». El mundo, sin embargo, dista mucho de estar unificado; en algunas regiones, de hecho, parece hacerse pedazos con rapidez.
No obstante, Toynbee acertaba en lo esencial. A excepción de unas pocas tribus cada vez más reducidas en —ay— bosques igualmente reducidos, la raza humana casi se ha convertido ahora en una única entidad, dividida por zonas horarias en vez de por las fronteras naturales de la geografía. Las mismas cadenas de noticias televisivas cubren el globo; las bolsas del mundo están unidas por la máquina más compleja jamás inventada por la humanidad, el sistema de transferencia internacional teléfono/télex/fax. Los mismos periódicos, revistas, modas, bienes de consumo, automóviles y refrescos pueden encontrarse en cualquier parte entre los dos polos; y en la final de un campeonato mundial al menos el cincuenta por ciento de los varones de la especie se encontrarán sentados delante de un televisor, probablemente fabricado en Japón.
A pesar de todas las barreras lingüísticas, religiosas y culturales que aún asolan a las naciones y las dividen en tribus todavía más pequeñas, la unificación del mundo ha pasado el punto de no retorno, aunque a veces sea un matrimonio forzoso entre compañeros reluctantes. El problema ahora es preservar la diversidad de nuestro planeta, y salvar lo mejor del pasado antes de que sea destruido. Un mundo es mejor que su alternativa, demasiado probable: ningún mundo. ¿Pero quién querría que fuese un mundo uniforme sin características?
La actual sociedad global ha sido creada principalmente por las tecnologías del transporte y la comunicación, y podría argumentarse que la segunda es la más importante. Puede imaginarse un planeta (ofrezco con generosidad la idea a mis colegas escritores de ciencia-ficción) donde el viaje a largas distancias fuera en extremo difícil, o incluso imposible. Pero si los habitantes de ese mundo hubieran desarrollado comunicaciones eficientes, aún podrían considerarse miembros de una única sociedad.
He estado relacionado con las comunicaciones durante casi toda mi vida, en general como usuario, pero a veces como agente activo. Y no fueron siempre telecomunicaciones: fui cartero a tiempo parcial durante algunos años, y entregaba el correo en bicicleta a lo largo de una veintena de kilómetros en Somerset por un modesto estipendio de mi tía Hepzibah Grimstone, la encargada del correo del pueblo. De hecho, éramos una vieja familia de correos: mi padre, Charles Wright Clarke, era ingeniero de comunicaciones, y mi madre, Nora Mary Clarke (de soltera Willis) era telegrafista. Charlie la cortejó en código Morse, que ella podía leer y transmitir a toda velocidad incluso en su ancianidad.
El teléfono llegó a nuestra aislada granja a principios de los años veinte, en circunstancias que siempre me parecieron sospechosas. Un gran número de postes tuvieron que ser arrastrados por los campos y erigidos puntualmente, ya que nos hallábamos al menos a un kilómetro de la conexión más cercana. Debió de ser una operación bastante cara, y adivinen qué granjero hizo el contrato… En lo referente al teléfono local, debieron pasar años antes de que Bishop’s Lydeard 288 diera beneficios.
Después de entregar el correo de la mañana y acabar mis clases en la escuela de gramática Huish en Taunton (lo que significaba otros diez kilómetros en mi veloz bici), regresaba a la oficina de correos y me pasaba la noche durmiendo junto a la centralita. Ésta era una enorme caja de madera y bronce llena de enchufes y cables, y cubierta con pequeños párpados mecánicos que se agitaban cuando había una llamada. Por fortuna, no eran frecuentes durante la noche, y pronto aprendí a proteger mi sueño inmovilizando los párpados más molestos con un lápiz bien colocado.
Una noche, cuando para variar hacía mi trabajo a conciencia, sucedió algo extraordinario. Había una llamada de Estados Unidos. Fascinado, empecé a escuchar… sólo para ser reprendido en otro circuito por el supervisor de la conferencia internacional. Mi escucha ilícita había sobrecargado el sistema, y me ordenaron con brusquedad que despejara la línea. A menudo me he preguntado quién hacía aquella cara llamada a nuestro remoto pueblo. Ya casi se había perdido en el siseo del ruido cósmico, incluso antes de que yo empezara a absorber sus pocos microvatios restantes.
En aquellos días (alrededor de 1933) la única forma de hacer una llamada telefónica intercontinental era por medio de una radio de onda corta, con las limitaciones bien conocidas por un par de generaciones de radioaficionados. Entablar contacto dependía del estado de la ionosfera, que a su vez dependía del clima en el Sol (sí, el Sol tiene tormentas, y lluvia ocasional… de partículas de carbono incandescentes). Era una forma terrible de dirigir un negocio, pero a nadie se le ocurría nada mejor. La única forma segura de comunicar a través de los océanos era por medio de cables submarinos, y debido al parecer a restricciones fundamentales de su diseño, éstos no podían manejar señales más complejas que los puntos y rayas de los mensajes telegráficos.
La situación cambió de forma dramática como resultado de los grandes avances en la electrónica estimulados por la Segunda Guerra Mundial, cuando se planeó un cable telefónico transatlántico, en un esfuerzo conjunto anglo-norteamericano, en 1953. Unos pocos años más tarde, conociendo mi interés en todas las formas de comunicación, mi amigo el doctor John Pierce (director de investigación en los laboratorios Bell), me persuadió para que escribiera un ensayo no técnico sobre esta empresa histórica. El libro aparecería para celebrar el inminente centenario del primer cable telegráfico atlántico de 1858… un pedazo del cual cuelga en este mismo momento en la pared de mi despacho (cortesía del comisionado de FCC y embajador Abbott Washburn, que representó a Estados Unidos en las complejas negociaciones que desembocaron en el INTELSAT; ver capítulo 32).