Arturo Pérez-Reverte - Patente de corso, 2015
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- Libro:Patente de corso, 2015
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:2015
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Patente de corso, 2015: resumen, descripción y anotación
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Recopilación de los artículos publicados en el suplemento dominical «XL Semanal» durante 2015. El contenido se ha obtenido a través de www.perezreverte.com
Arturo Pérez-Reverte
Artículos
ePub r1.0
xxfry 27.12.15
Título original: Patente de corso, 2015
Arturo Pérez-Reverte, 2015
Diseño/Retoque de cubierta: xxfry
Editor digital: xxfry
ePub base r1.2
ARTURO PÉREZ-REVERTE. Nacido en Cartagena, España, en noviembre de 1951 se dedica en exclusiva a la literatura, tras vivir 21 años (1973-1994) como reportero de prensa, radio y televisión, cubriendo informativamente los conflictos internacionales en ese periodo. Trabajó doce años como reportero en el diario Pueblo, y nueve en los servicios informativos de Televisión Española (TVE), como especialista en conflictos armados.
Como reportero, Arturo Pérez-Reverte ha cubierto, entre otros conflictos, la guerra de Chipre, diversas fases de la guerra del Líbano, la guerra de Eritrea, la campaña de 1975 en el Sahara, la guerra del Sahara, la guerra de las Malvinas, la guerra de El Salvador, la guerra de Nicaragua, la guerra del Chad, la crisis de Libia, las guerrillas del Sudán, la guerra de Mozambique, la guerra de Angola, el golpe de estado de Túnez, etc. Los últimos conflictos que ha vivido son: la revolución de Rumania (1989-90), la guerra de Mozambique (1990), la crisis y guerra del Golfo (1990-91), la guerra de Croacia (1991) y la guerra de Bosnia (1992-93-94).
Desde 1991 y, de forma continua, escribe una página de opinión en XLSemanal, suplemento del grupo Vocento que se distribuye simultáneamente en 25 diarios españoles, y que se ha convertido en una de las secciones más leídas de la prensa española, superando los 4.500.000 de lectores.
El húsar (1986), El maestro de esgrima (1988), La tabla de Flandes (1990), El club Dumas(1993), La sombra del águila (1993), Territorio comanche (1994), Un asunto de honor (Cachito) (1995), Obra Breve (1995), La piel del tambor (1995), Patente de corso (1998), La carta esférica (2000), Con ánimo de ofender (2001), La Reina del Sur (2002), Cabo Trafalgar (2004), No me cogeréis vivo (2005), El pintor de batallas (2006), Un día de cólera (2007), Ojos azules (2009), Cuando éramos honrados mercenarios (2009), El Asedio (2010), El tango de la Guardia Vieja (2012), El francotirador paciente (2013), Perros e hijos de perra (2014), Hombres buenos (2015) y La guerra civil contada a los jóvenes (2015) son títulos que siguen presentes en los estantes de éxitos de las librerías, y consolidan una espectacular carrera literaria más allá de nuestras fronteras, donde ha recibido importantes galardones literarios y se ha traducido a 40 idiomas. Arturo Pérez-Reverte tiene uno de los catálogos vivos más destacados de la literatura actual.
A finales de 1996 aparece la colección Las aventuras del capitán Alatriste, que desde su lanzamiento se convierte en una de las series literarias de mayor éxito. Por ahora consta de los siguientes títulos, que han alcanzado cifras de ventas sin parangón en la edición española: El capitán Alatriste (1996), Limpieza de sangre (1997), El sol de Breda (1998), El oro del rey (2000), El caballero del jubón amarillo (2003), Corsarios de Levante (2006) y El puente de los Asesinos (2011). Hacía mucho tiempo que en el panorama novelístico no aparecía un personaje, como Diego Alatriste, que los lectores hicieran suyo y cuya continuidad reclaman. Un personaje como Sherlock Holmes, Marlowe, o como Hércules Poirot.
Alatriste encarna a un capitán español de los tercios de Flandes —de hecho no es capitán, pero qué más da—. Una figura humana, con sus grandes virtudes y sus grandes defectos, perfectamente trazada, minuciosamente situada en su tiempo —siglo XVII— y su geografía, rodeada de amigos que han hecho historia, partícipe de las más principales hazañas de su época. Un personaje para siempre.
Arturo Pérez-Reverte ingresó en la Real Academia Española el 12 de junio de 2003, leyendo un discurso titulado El habla de un bravo del siglo XVII.
Estoy dándole a la tecla, como cada día. Ganándome el jornal. Estoy en ese momento difícil de empezar un capítulo de la novela que llevo por la mitad. Dándole vueltas a un escenario y a un personaje. Y en ese momento compruebo, con una maldición, que olvidé desconectar el teléfono. Y que suena. Me dispongo a apagarlo cuando cometo el error de mirar quién llama. Es Gervasio Sánchez, el fotógrafo, viejo camarada de lugares incómodos. Así que respondo a la llamada. Y ahí está el buenazo de Gerva, que me suelta de buenas a primeras: «Te llamo desde Vukovar, Arturo. Desde el vestíbulo del hotel Dunav». Y entonces me olvido de la novela y del capítulo por empezar, y me siento, y escucho. Y recuerdo la noche del sábado 21 al domingo 22 de septiembre de 1991 en Vukovar, Croacia, antigua Yugoslavia. Con él, Márquez y los otros.
Me cuenta Gerva que ha vuelto allí donde vivimos aquello, el peor asedio de aquella guerra, el Stalingrado croata. El lugar donde todos los hombres y jóvenes con los que durante muchos días difíciles convivimos, fotografiamos y filmamos —Grüber, Sexymbol, Ivo, el pequeño Rado—, fueron asesinados cuando la ciudad cayó en manos serbias, incluidos prisioneros, enfermos y heridos. Y añade Gerva que ha vuelto allí veinticuatro años después para hacer fotos de lo que Vukovar es ahora; porque, asegura, revisitar la geografía del horror que tiene en la memoria es su manera de no ir al psiquiatra para que arreglen lo que se le quedó dañado en el interior. «Todos no tenemos la suerte de poder escribir novelas para soportar el peso de las mochilas llenas de fantasmas», me dice.
Cuando Gerva habla de estas cosas siempre se pone algo cursi, porque pese a la mucha mili que lleva en las abolladas cámaras sigue siendo un sentimental y un osito de peluche. Así que le pregunto si ha llorado mucho, y dice que sí, que a ratos. Que acaba de entrar en el hotel Dunav y en pocos segundos ha vuelto al pasado. Ha visto en la recepción el espectro del soldado que nos pasó las botellas de rakia y de whisky, ha vuelto a sentir temblar el edificio, ha visto a los muertos de ese día y los muertos de los días siguientes tirados por todas partes, y también el agujero en la cabeza de la mujer a la que mataron mientras conducía un automóvil, los rostros asustados de los heridos que nos miraban cuando nos íbamos por el camino de los maizales, el último camino, sabiendo que estaban sentenciados a muerte. «Y te he visto a ti, cabrón —añade—, durmiendo tirado en el suelo del vestíbulo».
Mientras Gerva me cuenta todo eso, yo también vuelvo a verlo a él, y a los compañeros del tiempo en que aún no había teléfonos móviles y aún éramos jóvenes, aquella noche en que nos cayó encima de todo; tanto, que tuvimos que refugiarnos en el sótano del hotel Dunav, en los urinarios que apestaban a suciedad, Márquez con su cámara, Mayte Lizundia, Alberto Peláez con su equipo de la tele mexicana, y el buen Gerva con sus cámaras colgadas del cuello y su chaleco antibalas de segunda mano. Había otra gente muy asustada, cuyo nombre no recuerdo; y el alcohol que circulaba, y el hedor, y los cebollazos que caían afuera, y los gemidos de terror de esos cuyos nombres no recuerdo, le daban igual a Márquez, que dormía a pierna suelta abrazado a su Betacam; pero a mí no me dejaban pegar ojo. Así que decidí irme arriba, al vestíbulo. Busqué una columna que me protegiera un poco y me tumbé detrás. Y estaba sobando como un obispo cuando Gerva, cosa muy propia de un pelmazo como él, vino arrastrándose a tirarme de un pie para decirme que bajara otra vez, que allí arriba me iban a reventar los hijoputas de afuera. Y yo lo mandé a tomar por saco —«Vete a mamar, Gerva», fue exactamente lo que le dije—. Pero él, que era y sigue siendo una especie de Teresa de Calcuta con cámaras fotográficas, insistió una y otra vez; y como no me dejé convencer y le dije que prefería palmar allí arriba, tranquilo, que abajo rebozado de meados, vómitos, mierda y cagaditas de rata en el arroz, decidió quedarse conmigo, por no dejarme solo. Y los dos estuvimos allí acurrucados, uno junto al otro en el vestíbulo del Dunav, iluminados por el resplandor de los cebollazos serbios que caían en la calle. Y fue entonces cuando el buenazo de Gerva dijo su gran frase, las palabras inmortales que recogí en
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