Los artículos reunidos en este libro se han publicado durante un tiempo que ha pasado de la euforia económica al derrumbe. El siglo XXI se abrió con el entusiasmo de la expansión financiera, el crecimiento de la Bolsa, la fiebre inversora, las rentabilidades rápidas, los créditos fáciles y muchas recalificaciones urbanísticas. Tanta frivolidad derivaría pronto en una de las crisis más profundas de la historia reciente. En este tiempo, Arturo Pérez-Reverte ha seguido publicando artículos semanales, como ha hecho puntualmente desde hace casi veinte años. En ellos está el latido de las incertidumbres que han dominado la primera década del siglo. Algunos han resultado premonitorios.
¿Qué es lo que hace que hoy, después de dieciséis años escribiendo semana tras semana, sigan impactando de tal manera estos artículos?
Título original: Articulos 2016
Arturo Pérez-Reverte, 2016
Retoque de portada: Ellie
Editor digital: Ellie
ARTURO PÉREZ-REVERTE. Fue reportero de guerra durante veintiún años y es autor, entre otras novelas, de El húsar, El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, El club Dumas, Territorio Comanche, La piel del tambor, La carta esférica, La Reina del Sur, El pintor de batallas, Un día de cólera y El asedio; y de la ya legendaria serie histórica Las aventuras del capitán Alatriste. Es miembro de la Real Academia Española.
Una historia de España (LVI)
La primera república española, aquel ensayo de libertad convertido en disparate en manos de políticos desvergonzados y pueblo inculto e irresponsable, se había ido al carajo en 1874. La decepción de las capas populares al ver sus esperanzas frustradas, el extremismo de unos dirigentes y el miedo a la revolución de otros, el desorden social que puso a toda España patas arriba y alarmó a la gente de poder y dinero, liquidó de modo grotesco el breve experimento. Todo eso puso al país a punto de caramelo para una etapa de letargo social, en la que la peña no quería sino calma y pocos sobresaltos, sopitas y buen caldo, sin importar el precio en libertades que hubiera que pagar por ello. Se renunció así a muchas cosas importantes, y España (de momento con una dictadura post revolucionaria encomendada al siempre oportunista general Serrano) se instaló en una especie de limbo idiota, aplazando reformas y ambiciones necesarias. Sin aprender, y eso fue lo más grave, un pimiento de los terribles síntomas que con las revoluciones cantonales y los desórdenes republicanos habían quedado patentes. El mundo cambiaba y los desposeídos abrían los ojos. Allí donde la instrucción y los libros despertaban conciencias, la resignación de los parias de la tierra daba paso a la reivindicación y la lucha. Cinco años antes había aparecido una institución inexistente hasta entonces: la Asociación Internacional de Trabajadores. Y había españoles en ella. Como en otros países europeos, una pujante burguesía seguía formándose al socaire del inevitable progreso económico e industrial; y también, de modo paralelo, obreros que se pasaban unos a otros libros e ideas iban organizándose, todavía de modo rudimentario, para mejorar su condición en fábricas y talleres, aunque el campo aún quedaba lejos. Dicho en plan simple, dos tendencias de izquierdas se manifestaban ya: el socialismo, que pretendía lograr sus reivindicaciones sociales por medios pacíficos, y el anarquismo -«Ni dios, ni patria, ni rey»-, que creía que el pistoletazo y la dinamita eran los únicos medios eficaces para limpiar la podredumbre de la sociedad burguesa. Así, la palabra anarquista se convirtió en sinónimo de lo que hoy llamamos terrorista, y en las siguientes décadas los anarquistas protagonizaron sonados y sangrientos episodios a base de mucho bang-bang y mucho pumba-pumba, que ocupaban titulares de periódicos, alarmaban a los gobiernos y suscitaban una feroz represión policial. Detalle importante, por cierto, era que el auge burgués e industrial del momento estaba metiendo mucho dinero en las provincias vascas, Asturias y sobre todo en Cataluña, donde ciudades como Barcelona, Sabadell, Manresa y Tarrasa, con sus manufacturas textiles y su proximidad fronteriza con Europa, aumentaban la riqueza y empezaban a inspirar, como consecuencia, un sentimiento de prosperidad y superioridad respecto al resto de España; un ambiente que todavía no era separatista a lo moderno -1714 ya estaba muy lejos- pero sí partidario de un Estado descentralizado (la ocasión del Estado jacobino y fuerte a la francesa la habíamos perdido para siempre) y también industrial, capitalista y burgués, que era lo que en Europa pitaba. Sentimiento que, en vista del desparrame patrio, era por otra parte de lo más natural, porque Jesucristo dijo seamos hermanos, pero no primos. Nacían así, paset a paset, el catalanismo moderno y sus futuras consecuencias; muy bien pergeñado el paisaje, por cierto, en unas interesantes y premonitorias palabras del político catalán -hijo de hisendats, o sea, familia de abolengo y dinero- Prat de la Riba: «Dos Españas: la periférica, viva, dinámica, progresiva, y la central, burocrática, adormecida, yerma. La primera es la viva, la segunda la oficial». Todo eso, tan bien explicado ahí, ocurría en una España de oportunidades perdidas desde la guerra de la Independencia, donde los sucesivos gobiernos habían sido incapaces de situar la palabra nación en el ámbito del progreso común. Y mientras Gran Bretaña, Francia o Alemania desarrollaban sus mitos patrióticos en las escuelas, procurando que los maestros diesen espíritu cívico y solidario a los ciudadanos del futuro, la indiferencia española hacia el asunto educativo acarrearía con el tiempo gravísimas consecuencias: un ejército desacreditado, un pueblo desorientado e indiferente, una educación que seguía estando en buena parte en manos de la Iglesia Católica, y una gran confusión en torno a la palabra España, cuyo pasado, presente y futuro secuestraban sin complejos, manipulándolos, toda clase de trincones y sinvergüenzas.
[Continuará].
El mendigo del perro
Lo conozco desde hace muchos años, siete u ocho por lo menos, un día en el que pasé por su lado y lo vi de pie junto a sus habituales cartones cerca de la Plaza Mayor de Madrid, interrogando a la gente que pasaba. Me han quitado a mi perro, decía angustiado. Lo dejé aquí para ir ahí enfrente, y ya no está. Alguien se lo ha llevado. Y lo tengo con vacunas y con todo en regla. Su zozobra era auténtica, sincera, así que me detuve e hice lo que pude por ayudarlo. Preguntamos por la zona, hablé con unos guardias municipales. Después tuve que irme, tras intentar tranquilizarlo. Ya verá como aparece, le dije. Si lo hubieran atropellado, se sabría. Seguro que está por ahí cerca, rondando a alguna perra, o viviendo un poco su vida. Y los guardias han prometido ocuparse de eso. Me fui sin poder olvidar su gesto desesperado, ni sus últimas palabras: «Es mi compañero, no podré dormir hasta que lo encuentre». Volví a pasar por allí dos o tres días después, y el perro -un chucho negro, grande y apacible- estaba allí con él, como si tal cosa. «Lo trajeron los guindillas -dijo-. Se lo había llevado un hijo de puta».
Desde entonces, cada vez que paso por el lugar donde suele estar sentado sobre sus cartones, a menudo leyendo algún diario arrugado o un libro muy ajado y de páginas amarillentas mientras el perro apoya el hocico en sus piernas, me detengo a charlar un rato con él. Luego suelo darle un billete de cinco o diez euros, según los días. Para el pienso del chucho, digo, procurando así no ofenderlo y que lo acepte con naturalidad. Y él se lo guarda sin decir nada y me estrecha la mano. No sé si bebe, pero nunca lo he visto hacerlo, ni trazas de eso. Es un hombre inteligente y educado, sobre los cuarenta años largos, que tuvo una vida anterior muy distinta, de la que sin embargo nunca habla. Tampoco le he preguntado jamás cuál es su nombre, ni él me lo ha dicho. Lo llamo amigo y él me llama don Arturo. Conversamos sobre la calle, el frío del invierno y el calor del verano, el libro que está leyendo o los ciudadanos que hacen cola en el cajero automático que tiene cerca. A veces sale el tema de la política y los políticos -«Son todos iguales, don Arturo; gente que no tiene perros, y se les nota»-, y hace un par de años tuvo una frase gloriosa. Fue cuando los indignados tenían tomada la Puerta del Sol y aquello era una verbena, con todos los mendigos de Madrid sumados a la fiesta, confraternizando entre litronas. Le pregunté cómo era que no iba también allí, que estaba a dos pasos, y respondió muy serio: «Ahí no hay más que chusma, así que vamos a no mezclar». Y otro día que anduve por allí con Darío Villanueva, director de la Real Academia, me detuve como siempre a saludarlo; y al día siguiente, cuando pasé de nuevo, me dijo, orgulloso «Ayer fue demasiado, don Arturo. Dos académicos parados delante de mi perro y mis cartones».