ARTURO PÉREZ-REVERTE. Fue reportero de guerra durante veintiún años y es autor, entre otras novelas, de El húsar, El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, El club Dumas, Territorio Comanche, La piel del tambor, La carta esférica, La Reina del Sur, El pintor de batallas, Un día de cólera y El asedio; y de la ya legendaria serie histórica Las aventuras del capitán Alatriste. Es miembro de la Real Academia Española.
Los artículos reunidos en este libro se han publicado durante un tiempo que ha pasado de la euforia económica al derrumbe. El siglo XXI se abrió con el entusiasmo de la expansión financiera, el crecimiento de la Bolsa, la fiebre inversora, las rentabilidades rápidas, los créditos fáciles y muchas recalificaciones urbanísticas. Tanta frivolidad derivaría pronto en una de las crisis más profundas de la historia reciente. En este tiempo, Arturo Pérez-Reverte ha seguido publicando artículos semanales, como ha hecho puntualmente desde hace casi veinte años. En ellos está el latido de las incertidumbres que han dominado la primera década del siglo. Algunos han resultado premonitorios. ¿Qué es lo que hace que hoy, después de tantos años escribiendo semana tras semana, sigan impactando de tal manera estos artículos?
Noviembre
Dunkerque a la española
7 noviembre, 2020
Les hablaba la semana pasada de victorias y derrotas, y de cómo algunas naciones, pueblos o como queramos llamarlos, saben hacer de sus fracasos materia épica que honra a quienes pelearon con bravura, y compensa la incierta balanza de la Historia. En eso los ingleses son viejos maestros, pues se las arreglan como artistas para que no sólo victorias como Crècy, Waterloo o Trafalgar, sino derrotas enormes —Tenerife, Isandlwana, Gandamak, Singapur, Dunkerque y tantas otras— pasen al imaginario histórico nacional y extranjero estofadas con laureles de gloria. Incluso se las venden al enemigo empaquetadas con lazo rosa, bajo el truco de reconocerle a éste un valor que justifica el propio desastre. Justo al contrario de lo que ocurre en España, donde hasta a los mejores momentos les buscamos las sombras, y donde todo lo convertimos en arma arrojadiza.
Volví a pensar en eso hace unos días, buscando material para algo que llevo entre manos. Por casualidad me topé con un librito que tengo en la biblioteca sobre la Association of Dunkirk Little Ships, que desde 1966 reúne a medio centenar de pequeños barcos pertenecientes a particulares que intervinieron en la evacuación de las tropas británicas y francesas de Dunkerque durante la Segunda Guerra Mundial. Atrapados allí por el avance alemán, los soldados vencidos debían ser rescatados en las playas; pero como éstas eran de poca profundidad, la Royal Navy pidió ayuda a cuantas embarcaciones de pequeño calado había en los puertos del Canal de la Mancha para hacer de lanzaderas entre la orilla y los barcos grandes. Algunos de esos barquitos fueron requisados, mientras que otros, gobernados por sus propietarios, pescadores o miembros de clubs marítimos —el más pequeño, el Tamzine, tenía sólo cinco metros de eslora—, cruzaron el canal a modo de intrépida flotilla; y entre el 26 de mayo y el 4 de junio de 1940, en pleno infierno y bajo los bombardeos alemanes, ayudaron a salvar a 338 226 compatriotas y aliados.
Hay fotos impresionantes de aquello, y también películas que lo cuentan; aunque la última, Dunkirk, de Christopher Nolan, no sea la mejor. En todas estremecen, sin embargo, las imágenes de la frágil flotilla que, en patriótica respuesta al llamado de su gobierno —una orden de Churchill no era cualquier cosa—, salió de los puertos ingleses para dirigirse a las playas entre barcos hundidos, explosiones y columnas de humo de incendios. Algunos de esos pobres barquitos se perdieron bajo el fuego alemán; y otros, como el Marsayru, de catorce metros, tripulado por Dickie Olivier —hermano del actor Lawrence Olivier— y su amigo Cyril Coggins, tras navegar desde su club náutico, pudieron rescatar a 400 hombres. Tanto el Marsayru como el Tamzine y los demás lucen hoy, con sobrio orgullo, una pequeña placa atornillada donde puede leerse Dunkirk 1940. Y se reúnen todos los años por las mismas fechas, los que siguen a flote, para repetir la travesía de ida y vuelta a las playas de Dunkerque mientras los sobrevuelan viejos Spitfires y Hurricanes que los clubs aéreos británicos aún mantienen en vuelo.
Alguna vez he comentado mi curiosidad por cómo se habría desarrollado este episodio en España. Y vuelvo a pensar en ello ahora, tras oír otra vez cantar La Marsellesa en Francia después de un crimen islamista. Imaginen por ejemplo, puestos a guerrear, un zafarrancho serio con Marruecos mientras la gente y las tropas se amontonan en los puertos de Ceuta y Melilla, con la Armada española haciendo lo que puede y la dejan, que ya sabemos lo que es; y el gobierno español, sea el que sea, pidiendo a los particulares que crucen el Estrecho y el mar de Alborán para acudir al rescate. Imaginen si pueden —y sé que pueden— esa sesión parlamentaria memorable, esos ministros patriotas, esos políticos de fluido verbo, esos telediarios, esos tertulianos de radio y televisión, esos expertos en Covid reciclados a expertos en evacuaciones y navegación. Y sobre todo, puestos a vibrar de entusiasmo, imaginen a los pescadores, a los dueños de golondrinas y catamaranes turísticos, a los propietarios de yates y barquitos de recreo, dejándolo todo para acudir corriendo a los puertos y clubs, calzándose los náuticos, dándose de hostias por salir los primeros a la mar. Imagínennos a todos navegando en conmovedora flotilla, cada cual con su banderita en la popa y allá a su frente Estambul, cantando a grito pelado Resistiré, Que viva España y Soldados del amor mientras nos dirigimos intrépidos, solidarios, españoles, hacia los incendios lejanos del horizonte. Con dos cojones.
Y, bueno. Qué quieren que les diga. Si yo fuera ceutí o melillense, y pudiera, me iría comprando un barco.
Mi amor en blanco y negro
14 noviembre, 2020
Ahora que estoy a diez días de empezar el taco de almanaque número 69 puedo confesarlo sin complejos: mi verdadero amor cinematográfico, la mujer de mi vida en celuloide, no es Ava Gardner, aunque anduvo cerca de serlo en Mogambo, ni la Claudia Cardinale de Un maledetto imbroglio; tampoco la Marlene Dietrich de El expreso de Shanghai, la Romy Schneider de La piscina, la Grace Kelly de Atrapa a un ladrón, ni la Sophia Loren que sale gloriosamente mojada del agua en La sirena y el delfín. Ni siquiera, lo que ya es ponerme entre la espada y la pared, la Lauren Bacall de Tener y no tener, con todas sus consecuencias. Todas ellas fueron, o son. Pero el verdadero amor de mi vida, o de esa parte contemplativa de mi vida, se llama —tales amores nunca envejecen ni mueren— Louise Brooks, y es probable que a algunos de ustedes, los más jóvenes o menos cinéfilos, no les suene de nada. Pero tiene arreglo: tecleen en Google o Youtube, y luego me cuentan.
Louise Brooks, Lulú para la posteridad, fue una actriz norteamericana de intensa y breve carrera: entre 1925 y 1938 intervino en veinticuatro películas, dos de las cuales, rodadas en Europa, la situaron en la gran historia del cine: La caja de Pandora y Tres páginas de un diario. Su característico corte de pelo, ese escueto casco negro que acentuaba su aspecto a ratos andrógino, a veces agresivamente femenino y tan imitado en su momento, en películas que incluso rozaron el lesbianismo y el incesto, acabó convirtiéndola en un icono de su época; aunque la definitiva y eterna fama cinematográfica no le llegaría hasta más tarde, a los cincuenta años, muy lejos ya de todo aquello. Su carácter independiente, su desinhibición sexual, el modo en que se ponía el mundo y a los productores de Hollywood por montera —libérrima de costumbres, ajena al pudor, nunca quiso, sin embargo, acostarse con ninguno de ellos—, fue proscrita por el mundo del cine y puesta en una lista negra de la que no salió nunca, destruyendo así su carrera. Pero cuando en los años 50 destacados cinéfilos europeos y norteamericanos redescubrieron sus películas, en especial aquellas dos obras maestras que rodó en Alemania con el director expresionista Georg Wilhelm Pabst (