ARTURO PÉREZ-REVERTE. Fue reportero de guerra durante veintiún años y es autor, entre otras novelas, de El húsar, El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, El club Dumas, Territorio Comanche, La piel del tambor, La carta esférica, La Reina del Sur, El pintor de batallas, Un día de cólera y El asedio; y de la ya legendaria serie histórica Las aventuras del capitán Alatriste. Es miembro de la Real Academia Española.
Los artículos reunidos en este libro se han publicado durante un tiempo que ha pasado de la euforia económica al derrumbe. El siglo XXI se abrió con el entusiasmo de la expansión financiera, el crecimiento de la Bolsa, la fiebre inversora, las rentabilidades rápidas, los créditos fáciles y muchas recalificaciones urbanísticas. Tanta frivolidad derivaría pronto en una de las crisis más profundas de la historia reciente. En este tiempo, Arturo Pérez-Reverte ha seguido publicando artículos semanales, como ha hecho puntualmente desde hace casi veinte años. En ellos está el latido de las incertidumbres que han dominado la primera década del siglo. Algunos han resultado premonitorios. ¿Qué es lo que hace que hoy, después de tantos años escribiendo semana tras semana, sigan impactando de tal manera estos artículos?
Noviembre
Una historia de España (LXXIV)
6 noviembre, 2016
Y ahora, ya de nuevo y por fin en esa gozosa guerra civil en la que tan a gusto nos sentimos los españoles, con nuestra larga historia de bandos, facciones, odios, envidias, rencores, etiquetas y nuestro constante «estás conmigo o contra mí», nuestro «al adversario no lo quiero vencido ni convencido, sino exterminado», nuestro «lo que yo te diga» y nuestro «se va a enterar ese hijo de puta», cuando disponemos de los medios y la impunidad adecuada, y sumando además la feroz incultura del año 36 y la mala simiente sembrada en unos y otros por una clase política ambiciosa, irresponsable y sin escrúpulos, vayan haciéndose ustedes idea de lo que fue la represión del adversario en ambos bandos, rebelde y republicano, nacional y rojo, cuando el pifostio se les fue a todos de las manos: unos golpistas que no consiguieron doblegar con rapidez la resistencia popular, como pretendían, y unos leales a la República que, sumidos en el caos de un Estado al que entre todos habían pasado años destruyendo hasta convertirlo en una piltrafa, se veían incapaces de aplastar el levantamiento, por muchas ganas y voluntad que le echaran al asunto. Con la mayor parte del ejército en rebeldía, secundada por falangistas, carlistas y otras fuerzas de derecha, sólo las organizaciones políticas de izquierda, en unión de algunas tropas leales, guardias de asalto y unos pocos guardias civiles no sublevados, estaban preparadas para hacer frente al asunto. Así que se decidió armar al pueblo como recurso. Eso funcionó en algunos lugares y en otros no tanto; pero la confrontación del entusiasmo popular con la fría profesionalidad de los rebeldes obró el milagro de igualar las cosas. Obreros y campesinos con escopetas de caza y fusiles que no sabían usar mantuvieron media España para la República y murieron con verdadero heroísmo en la otra media. Así, poco a poco, entre durísimos combates, los frentes se fueron estabilizando. Pero a esa guerra civil se había llegado a través de mucho odio, al que venía a sumarse, naturalmente, la muy puerca condición humana. Allí donde alguien vencía, como suele ocurrir, todos acudían en socorro del vencedor: unos por congraciarse con el más fuerte, otros para borrar viejas culpas, otros por ambición, supervivencia o ganas de venganza. Así que a la matanza de los frentes de batalla, por una parte, a la calculada y criminal política de represión sistemática puesta en pie por el bando rebelde para aterrorizar y aplastar al adversario, a la ejecución también implacable -y masiva, a menudo- por parte de los republicanos de los militares rebeldes y derechistas activos que en los primeros momentos cayeron en sus manos, o sea, a todo ese disparate de sangre inmediata y en caliente, vino a añadirse el horror frío y prolongado de la retaguardia. De ambas retaguardias. De aquellos lugares donde no había gente que se pegaba tiros de trinchera a trinchera de tú a tú, que mataba y moría por sus ideas o simplemente porque la casualidad la había puesto en tal o cual bando (caso de la mayor parte de los combatientes de todas las guerras civiles que en el mundo han sido), sino gentuza emboscada, delincuentes, oportunistas, ladrones y asesinos que se paseaban con armas a cientos de kilómetros del frente, matando, torturando, violando y robando a mansalva, lo mismo con el mono de miliciano que con la boina de requeté o la camisa azul de Falange. Canallas oportunistas, todos ellos, a quienes los militares rebeldes encomendaron la parte más sucia de la represión y el régimen de terror que estaban resueltos a imponer; y a los que, en el otro lado, el gobierno republicano, rehén del pueblo al que no había tenido más remedio que armar, era incapaz de controlar mientras se dedicaban, en un sindiós de organizaciones, grupos y pandillas de matones y saqueadores, todos en nombre del pueblo y la República, a su propia revolución brutal, a sus ajustes de cuentas, a su caza de curas, burgueses y fascistas reales o imaginarios. Eso, cuando no eran las autoridades quienes lo alentaban. Así que cuidado. No todos los que hoy recuerdan con orgullo a sus abuelos, heroicos luchadores de la España republicana o nacional, saben que muchos de esos abuelos no pasaron la guerra peleando con sus iguales, matando y muriendo por sus ideas o su mala suerte, sino sacando de sus casas de madrugada a infelices, cebando cunetas y tapias de cementerios con maestros de escuela, terratenientes, sacerdotes, militares jubilados, sindicalistas, votantes de derechas o de izquierdas, incluso simples propietarios de algo bueno para expropiar o robar. Así que menos orgullo y menos lobos, Caperucita.
[Continuará].
La merienda del niño
13 noviembre, 2016
Divorciado. Mi amigo Paco -lo llamaremos Paco para no complicarle más la vida- es divorciado desde hace tiempo, de ésos a los que la mujer, un día y como si no viniera a cuento, aunque siempre viene, le dijo: «Ahí te quedas, gilipollas, porque me tienes harta», y se largó de casa. Al principio, como tienen un hijo de ocho años, la cosa funcionó en plan amistoso, pensión de mutuo acuerdo y demás, tú a Boston y yo a California. Pero la ex legítima, cuenta Paco, se juntó con unas cuantas amigas también divorciadas que empezaron a crear ambiente. Cómo dejas que ese hijoputa se vaya de rositas, sácale los tuétanos, y cosas así. Lo normal. Además, una de las compis era abogada, así que Paco lo tenía claro. Su ex lo pensó mejor, se le puso flamenca, y al año de separarse le había quitado la casa, el coche, el perro, las tres cuartas partes del sueldo y la custodia del niño. «Y no me quitó la moto -dice Paco-, porque me arrastré como un gusano, suplicando que me la dejara».
Desde entonces, un día a la semana, mi amigo va a recoger a su hijo al cole. En Madrid. Se trata, me cuenta, de uno de esos colegios pijoprogres de barrio ídem, por Chamberí, con papis modernos y enrollados -«como lo era yo, te lo juro, hasta que esa zorra me dio por saco», matiza Paco-, donde a las criaturas se les quita horas de Lengua, de Historia y de Ciencias para darles Valores y Buen Rollito, Estabilidad Emocional, Dinámica de Grupo, Gramática de Género y Génera, Convivencia de Civilizaciones, Acogida a Refugiados y otras materias de vital importancia.
Paco tiene mala imagen en el cole de su hijo. Seguramente se debe a que el curso pasado, en la fiesta de Halloween, o de Acción de Gracias, o del Ramadán, una de ésas -Navidad o Reyes no eran, seguro, pues no se celebran para no ofender a los padres y niños no creyentes-, donde el asunto para disfrazar a los niños eran los piratas del Caribe, a Paco se le ocurrió vestir a su hijo, que le tocaba en casa ese día, con un parche en el ojo y una espada de plástico. Y cuando la profesora vio llegar al niño de la mano de su padre, lo primero que hizo fue quitarle el parche y la espada. El parche, dijo indignada, porque podía herir la sensibilidad de las personas con alguna minusvalía de visión ocular; y la espada de plástico, porque en ese colegio las armas estaban prohibidas. Y cuando Paco argumentó que los piratas llevaban armas para sus abordajes y masacres, la profe zanjó el asunto con un seco: «También había piratas buenos».