Benito Jerónimo Feijoo - Teatro crítico universal. Tomo I
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- Libro:Teatro crítico universal. Tomo I
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1726
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Teatro crítico universal. Tomo I: resumen, descripción y anotación
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Lector mío, seas quien fueres, no te espero muy propicio, porque siendo verosímil que estés preocupado de muchas de las opiniones comunes, que impugno; y no debiendo yo confiar tanto, ni en mi persuasiva, ni en tu docilidad, que pueda prometerme conquistar luego tu asenso, ¿qué sucederá, sino que firme en tus antiguos dictámenes condenes como inicuas mis decisiones? Dijo bien el Padre Malebranche, que aquellos Autores, que escriben para desterrar preocupaciones comunes, no deben poner duda en que recibirá el público con desagrado sus libros. En caso que llegue a triunfar la verdad, camina con tan perezosos pasos la victoria, que el Autor mientras vive sólo goza el vano consuelo de que le pondrán la corona de laurel en el túmulo. Buen ejemplo es el del famoso Guillermo Harveo, contra quien por el noble descubrimiento de la circulación de la sangre declamaron furiosamente los Médicos de su tiempo; y hoy le veneran todos los Profesores de la Medicina como oráculo. Mientras vivió, le llenaron de injurias: ya muerto, no les falta sino colocar su imagen en las aras.
Aquí era la ocasión de disponer tu espíritu a admitir mis máximas, representándote con varios ejemplos cuan expuestas viven al error las opiniones más establecidas. Pero porque ése es todo el blanco del primer Discurso de este tomo, que a ese fin, como preliminar necesario, puse al principio, allí puedes leerlo. Si nada [LXXIX] te hiciere fuerza, y te obstinares a ser constante sectario de la voz del Pueblo, sigue norabuena su rumbo. Si eres discreto, no tendré contigo querella alguna, porque serás benigno, y reprobarás el dictamen, sin maltratar al Autor. Pero si fueres necio, no puede faltarte la calidad de inexorable. Bien sé que no hay más rígido censor de un libro, que aquel que no tiene habilidad para dictar una carta. En este caso dí de mí lo que quisieres. Trata mis opiniones de descaminadas, por peregrinas; y convengámonos los dos en que tú me tengas a mí por extravagante, y yo a ti por rudo.
Debo no obstante satisfacer algunos reparos, que naturalmente harás leyendo este tomo. El primero es, que no van los Discursos distribuidos por determinadas clases, siguiendo la serie de las facultades, o materias a que pertenecen. A que respondo, que aunque al principio tuve este intento, luego descubrí imposible la ejecución; porque habiéndome propuesto tan vasto campo al Teatro Crítico, vi que muchos de los asuntos, que se han de tocar en él, son incomprehensibles debajo de facultad determinada, o porque no pertenecen a alguna, o porque participan igualmente de muchas. Fuera de esto hay muchos, de los cuales cada uno trata solitariamente de alguna facultad, sin que otro le haga consorcio en el asunto. Sólo en materias físicas (dentro de cuyo ámbito son infinitos los errores del vulgo) habrá tantos Discursos, que sean capaces de hacer tomo aparte; sin embargo de que estoy más inclinado a dividirlos en varios tomos, porque con eso tenga cada uno más apacible variedad.
De suerte, que cada tomo, bien que en el designio de impugnar errores comunes uniforme, en cuanto a las materias, parecerá un riguroso misceláneo. El objeto formal será siempre uno. Los materiales precisamente han de ser muy diversos.
Culparásme acaso, porque doy el nombre de errores [LXXX] a todas las opiniones que contradigo. Sería justa la queja, si yo no previniese quitar desde ahora a la voz el odio con la explicación. Digo, pues, que error, como aquí le tomo, no significa otra cosa que una opinión, que tengo por falsa, prescindiendo de si la juzgo, o no probable.
Ni debajo del nombre de errores comunes quiero significar, que los que impugno sean trascendentes a todos los hombres. Bástame para darles ese nombre, que estén admitidos en el común del Vulgo, o tengan entre los Literatos más que ordinario séquito. Esto se debe entender con la reserva de no introducirme jamás a Juez en aquellas cuestiones, que se ventilan entre varias Escuelas, especialmente en materias Teológicas: porque ¿qué puedo yo adelantar en asuntos, que con tanta reflexión meditaron tantos hombres insignes? ¿O quién soy yo para presumir capaces mis fuerzas de dirimir aquellas lides donde batallan tantos gigantes? En las materias de rigurosa Física no debe detenerme este reparo, porque son muy pocas las que se tratan (y ésas con poca, o ninguna reflexión) en nuestras Escuelas.
Harásme también cargo, por qué, habiendo de tocar muchas cosas facultativas, escribo en el idioma Castellano. Bastaríame por respuesta el decir, que para escribir en el idioma nativo no se ha menester más razón, que no tener alguna para hacer lo contrario. No niego que hay verdades, que deben ocultarse al Vulgo, cuya flaqueza más peligra tal vez en la noticia que en la ignorancia; pero ésas ni en Latín deben salir al público, pues harto Vulgo hay entre los que entienden este idioma, y fácilmente pasan de éstos a los que no saben más que el castellano.
Tan lejos voy de comunicar especies perniciosas al público, que mi designio en esta Obra es desengañarle de muchas, que por estar admitidas como verdaderas, le son perjudiciales; y no sería razón, cuando puede ser [LXXXI] universal el provecho, que no alcanzase a todos el desengaño.
No por eso pienses, que estoy muy asegurado de la utilidad de la Obra. Aunque mi intento sólo es proponer la verdad, posible es que en algunos asuntos me falte penetración para conocerla, y en los más fuerza para persuadirla. Lo que puedo asegurarte es, que nada escribo, que no sea conforme a lo que siento. Proponer y probar opiniones singulares sólo por ostentar ingenio, téngolo por prurito pueril, y falsedad indigna de todo hombre de bien. En una conversación se puede tolerar por pasatiempo; en un escrito es engañar al público. La grandeza del discurso está en penetrar, y persuadir las verdades; la habilidad más baja del ingenio es enredar a otros con sofisterías. Las arañas, que aun entre los brutos son viles, fabrican telas delicadas, pero sutiles; sutiles y firmes, aun entre los hombres no las hacen sino los Artífices excelentes. En aquéllas se figuran los discursos agudos, pero sofísticos; en éstas los ingeniosos y sólidos.
No siempre los errores comunes, que impugno, ocupan todo el Discurso donde se tratan. A veces son comprehendidos muchos en un mismo Discurso, o porque pertenecen muchos en un mismo Discurso, o porque pertenecen derechamente a la materia de él, o porque se hallaron al paso, y como por incidencia siguiendo el asunto principal. Este método me pareció más oportuno; porque de hacer Discurso aparte para cada opinión, que impugno, habiendo en unas mucho que decir, y en otras poco, resultaría un todo compuesto de partes extremamente desiguales.
Estoy esperando muchas impugnaciones, especialmente sobre dos o tres Discursos de este libro: y aun algunos me previenen, que cargarán sobre mí injurias y dicterios. En ese caso me aseguraré más de la verdad de lo que escribo; pues es cierto, que desconfía de sus fuerzas quien contra mí se aprovecha de armas vedadas. [LXXXII]
Si me opusieren razones, responderé a ellas; si chocarrerías, y dicterios, desde luego me doy por concluído, porque en ese género de disputa jamás me he ejercitado. VALE.
La Política más fina
§. I
1. El centro de toda la doctrina política de Maquiavelo viene a estar colocado en aquella maldita máxima suya, de que para las medras temporales, la simulación de la virtud aprovecha; la misma virtud estorba. De este punto sale, por líneas rectas, el veneno a toda la circunferencia de aquel dañado sistema. Todo el mundo abomina el nombre [76] de Maquiavelo, y casi todo el mundo le sigue. Aunque por decir la verdad, la práctica del mundo no se tomó de la doctrina de Maquiavelo; antes la doctrina de Maquiavelo se tomó de la práctica del mundo. Aquel depravado Ingenio enseñó en sus escritos lo mismo que él había estudiado en los hombres. El mundo era el mismo antes de Maquiavelo, que es ahora; y se engañan mucho los que piensan que los siglos se fueron maleando, así como se fueron sucediendo. La edad de oro no existió sino en la idea de los Poetas: la felicidad que fingen en ella, sólo la gozaron un hombre, y una mujer, Adán, y Eva, y eso con tanta limitación de tiempo, que bien lejos de llegar a un siglo (según muchos Padres) no duró un día entero.
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