Rafael Alberti - La arboleda perdida, 1
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- Libro:La arboleda perdida, 1
- Autor:
- Editor:ePubLibre
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- Año:1959
- Índice:4 / 5
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La arboleda perdida, 1: resumen, descripción y anotación
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La arboleda perdida es el evocador título que dio Rafael Alberti a la obra destinada a recoger sus memorias. Este primer volumen, terminado en Buenos Aires en 1959, abarca los años que van desde 1902 hasta 1931 y da cuenta de los primeros recuerdos —la niñez andaluza, la adolescencia y la primera juventud del poeta— de una existencia de enorme plenitud y riqueza, tanto en el plano vital como en el intelectual, y que abarca prácticamente la totalidad de uno de los siglos más apasionantes de nuestra historia.
Rafael Alberti
La arboleda perdida - 1
ePub r1.2
Titivillus 26.12.17
Título original: La arboleda perdida
Rafael Alberti, 1959
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
No sé cómo puede vivir quien no lleve a flor
de alma los recuerdos de su niñez.
MIGUEL DE UNAMUNO
RAFAEL ALBERTI nació en El Puerto de Santa María, Cádiz, en 1902. Escritor, pintor y poeta español, está considerado uno de los grandes miembros de la llamada Generación del 27.
Durante su infancia no recibió una formación reglada y no llegó a terminar el bachillerato. A los quince años su familia se traslada a Madrid donde el joven Alberti desarrolla su actividad como pintor. Tras la muerte de su padre empieza a escribir poesía de manera regular.
En 1925 recibe el Premio Nacional de Poesía por Marinero en tierra, poemario publicado en 1924 tras un retiro en la Sierra Madrileña debido a problemas pulmonares, una afección que le acompañaría toda su vida.
Pasa, como tantos otros, por la Residencia de Estudiantes de Madrid, lugar donde coincide con Federico García Lorca, Vicente Aleixandre o Gerardo Diego entre otros. Es posible que fuera entonces donde naciera el germen de lo que luego sería la Generación del 27.
A partir de 1927, Alberti se muestra más activo políticamente en consonancia con la situación española. Se afilia al Partido Comunista y se declara partidario de la república. Resiste en Madrid durante la Guerra Civil pero se exilia, primero a Francia, donde no es bienvenido por su comunismo declarado, y luego en Chile, Argentina e Italia.
Tras la muerte del dictador Francisco Franco, Alberti vuelve a España en 1977, donde participa de la vida democrática como diputado por el Partido Comunista, aunque esa situación no se mantuvo demasiado. Alberti, entonces, se retira a recitales y jornadas, dedicándose plenamente a la poesía.
En 1980 recibe el Premio Nacional de Teatro y en 1983 es galardonado con el Premio Cervantes. También se le concede el Premio Príncipe de Asturias, pero debido a sus ideas republicanas, rechaza el premio.
Rafael Alberti murió en 1999, en el Puerto de Santa María.
[1] La virgen María
es nuestra salvadora,
nuestra bienhechora.
No hay nada que temer.
¡Guerra al mundo,
demonio y carne,
guerra, guerra, guerra
contra Lucifer!
[2] León Felipe.
[3]La poesía española contemporánea, México, 1954.
[4] ¿De quién sería? No puedo recordarlo ahora.
1902-1917
En la ciudad gaditana del Puerto de Santa María, a la derecha de un camino, bordeado de chumberas, que caminaba hasta salir al mar, llevando a cuestas el nombre de un viejo matador de toros —Mazzantini—, había un melancólico lugar de retamas blancas y amarillas llamado la Arboleda Perdida.
Todo era allí como un recuerdo: los pájaros rondando alrededor de árboles ya idos, furiosos por cantar sobre ramas pretéritas; el viento, trajinando de una retama a otra, pidiendo largamente copas verdes y altas que agitar para sentirse sonoro; las bocas, las manos y las frentes, buscando donde sombrearse de frescura, de amoroso descanso. Todo sonaba allí a pasado, a viejo bosque sucedido. Hasta la luz caía como una memoria de la luz, y nuestros juegos infantiles, durante las rabonas escolares, también sonaban a perdidos en aquella arboleda.
Ahora, según me voy adentrando, haciéndome cada vez más chico, más alejado punto por esa vía que va a dar al final, a ese «golfo de sombra» que me espera tan sólo para cerrarse, oigo detrás de mí los pasos, el avance callado, la inflexible invasión de aquella como recordada arboleda perdida de mis años.
Entonces es cuando escucho con los ojos, miro con los oídos, dándome vuelta al corazón con la cabeza, sin romper la obediente marcha. Pero ella viene ahí, sigue avanzando noche y día, conquistando mis huellas, mi goteado sueño, incorporándose desvanecida luz, finadas sombras de gritos y palabras.
Cuando por fin, allá, concluido el instante de la última tierra, cumplida su conquista, seamos uno en el hundirnos para siempre, preparado ese golfo de oscuridad abierta, irremediable, quién sabe si a la derecha de otro nuevo camino, que como aquél también caminará hacia el mar, me tumbaré bajo retamas blancas y amarillas a recordar, a ser ya todo yo la total arboleda perdida de mi sangre.
Y una larga memoria, de la que nunca nadie podrá tener noticia, errará escrita por los aires, definitivamente extraviada, definitivamente perdida.
1902. Año de gran agitación entre las masas campesinas de toda Andalucía, año preparatorio de posteriores levantamientos revolucionarios. 16 de diciembre: fecha de mi nacimiento, en una inesperada noche de tormenta, según alguna vez oí a mi madre, y en uno de esos puertos que se asoman a la perfecta bahía gaditana: el Puerto de Santa María —antiguamente, Puerto de Menesteos—, a la desembocadura del Guadalete, o río del Olvido.
Mis dos abuelos eran italianos. De pequeño, recuerdo haber oído hablar este idioma en mi casa. Una de mis abuelas procedía de Irlanda y otra había nacido en la ciudad de Huelva. A mi abuelo paterno creo que lo vi una sola vez, largo, oscuro, en la cama, puesto casi en los ojos un gorrito como los que hoy usan los empleados de correos. Ni sé ahora su cara ni puedo en la memoria reconstruir su voz. Su mujer, mi abuela paterna, se me aparece, triste, en el rincón de una sala entornada, inmóvil en una silla de respaldo muy alto, con un bastón o caña en la mano caída.
Don Agustín, el padre de mi madre, rueda desde hace varios años, amarillento, desvaído, por el cajón de alguna vieja cómoda o en una de esas cajas polvorientas que se deshacen poco a poco en los sótanos. Sé que su ojos eran claros, que le afilaban la sonrisa unas rubias patillas italianas y que partiéndole la pechera del frac abotonado le descendía del hombro una ancha banda tornasol, concedida por gracia de S. M. el rey Alfonso XII. Su mujer, mi abuela materna, la veo ahora sentada en el jardín, hacia el toque de Ánimas, abanicándose al pie de un jazminero y de una fuente baja donde se abría la flor del jarro. Murió en América del Sur. Mi padre, que entonces se encontraba enfermo en cama, lívido de ictericia, fue llamado con urgencia a casa de mis tíos. Cuando volvíamos los hermanos de pasear por la ribera del vapor en compañía de nuestra madre, nos tropezamos con papá, color de oliva y descompuesto, al doblar una esquina. Era que mi abuela Josefa acababa de fallecer en una finca de sus hijos, a cinco o seis kilómetros de Buenos Aires.
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