Eduardo Fuembuena - Lejos de aquí
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- Libro:Lejos de aquí
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2017
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Lejos de aquí: resumen, descripción y anotación
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CAPÍTULO 10
El día 1 de diciembre, una vez estudiado el expediente, la junta de tratamiento del centro penitenciario de Carabanchel concluye la clasificación de José Luis Manzano. Habiendo cumplido como preso preventivo una fracción superior a una tercera parte de su condena, la junta de tratamiento estima procedente el inmediato progreso del segundo al tercer grado, que lleva aparejado permiso de salida de Carabanchel. En efecto, el segundo día de diciembre, José Luis Manzano es remitido al Centro de Inserción Social (CIS) Victoria Kent e ingresa en régimen abierto con semilibertad.
Las dependencias que hoy en día ocupa el Victoria Kent fueron con anterioridad la antigua prisión franquista de Yeserías y, más tarde, centro penitenciario para mujeres. En marzo de 1991, las 500 internas recluidas habían sido trasladadas a otras penitenciarías de la Comunidad de Madrid, tomando entonces el centro su nombre y función presentes.
También en este segundo establecimiento penitenciario, Jose debió someterse a los registros y controles ordinarios. A continuación, un funcionario le asignó una litera en uno de los dormitorios comunitarios tipo «brigada» y una taquilla con su correspondiente candado.
Apenas se vio solo, Jose recorrió este otro lugar en el que lo confinaban. Lo encontró en apariencia muy diferente de Carabanchel, con pequeños patios ajardinados, amplios dormitorios, biblioteca, gimnasio, comedor, cantina, sala de televisión y talleres, además de un teléfono público en el patio que funcionaba con monedas. En cuanto a los reclusos, percibió de inmediato una prolongación de la misma gente consumida y derrotada con la que cohabitó en la quinta y luego en la sexta. Enseguida discurrió que, mientras estuviese en ese lugar, evitaría los problemas manteniéndose lejos de los otros internos y, a la espera de alcanzar su libertad, se concentraría en su vida afuera.
A partir del día siguiente, por plazo de una semana, debía mantener las primeras entrevistas con el equipo técnico del centro, para que diseñase su plan individual de tratamiento y protocolo de inserción. Una vez clasificado y valorado, se emitiría un informe interno que definiría su tiempo de permanencia en tercer grado.
Manzano se presentó al psicólogo, al asistente social, al médico, al jurista y al maestro. El educador del centro, que se había anunciado también como el coordinador, le adelantó que, según prescribía la normativa, necesitaría disponer de un contrato de trabajo o realizar algún curso subvencionado para que el régimen abierto se confirmase.
Jose se angustia. No entiende pero desoye. Estaba acostumbrado a que Pedro y Luis le solucionasen esas cosas y los necesitaba para que hablasen con aquel menda y se explicasen por él. Más íntimamente, sentía la contradicción de no ser libre ni preso y estar bajo la tutela de un sistema en el que las obligaciones pesan, las promesas no existen y las garantías y los derechos no terminaban nunca de llegar.
En esos primeros días, Jose no se quitaba de la cabeza ni alcanzaba a comprender el condicionante apuntado de conseguir un trabajo para que le dejasen salir. La idea volvía una y otra vez a él mientras se revolvía en el catre, veía una película en la sala de televisión, se llenaba el estómago en el comedor, entraba en una consulta y en la siguiente o el enfermero le extraía su sangre para una analítica y, cuando, en los ratos vacíos, se sentaba solo en el patio al frío sol de invierno.
Un contrato de trabajo podía conseguirlo cerca de Helder. Su colega se lo garantizaba si bajaba a Sevilla. En unos pocos meses se inauguraba la Expo 92 y se necesitaban muchas manos allá. Claro que, antes, deberían de permitirle salir de Madrid. Jose llegaba siempre al mismo término, el único que se apuntaba como solución: hablar con Pedro. Pero Pedro no aparecía.
Jose se sentía perdido y terriblemente desamparado, sin saber hacia dónde tirar o incluso planteándose si debía seguir y volver a intentarlo. Él era un actor de cine, protagonista de seis películas de éxito, ¿dónde iba buscar trabajo?, ¿en la sección de clasificados de El País o del ABC? Pero si, para ganarse su libertad, tenía que mostrarse ante personas que lo conocían de cuando era el José Luis Manzano, el de las películas, lo haría. Se propuso entonces reunir un juego de fotos de la sesión que Antonio de Benito le hizo en agosto de 1983, antes de su primer Festival de San Sebastián. No molestaría a Omar. Su intuición le daba la certeza de que no le ayudaría, pero contactaría con la prestigiosa representante de actores Paloma Juanes, que últimamente representaba a Juan Diego.
También se acordó de quienes lo habían querido. Antes que de ninguno de Jorge, inmerso en la producción de su serie sobre jardines históricos. No obstante tenía su promesa de que, en su siguiente viaje a la capital, se reencontrarían.
Con la idea recurrente en su cabeza de conseguir un contrato laboral, se olvidó de que llevaba cinco días sin consumir heroína.
¿Cuántas veces se había limpiado desde que estaba con Pedro?, ¿diez?, ¿quince veces? Y no recordaba haberlo pasado mal ninguna de ellas, ya que su propia naturaleza le garantizaba solo un leve mono a la par que le jodía reconocer qué fácil le resultaba librarse de la mierda que no le dejaba ser.
Al comienzo de la segunda semana de ingreso, desmintiéndose las agoreras directrices iniciales, José Luis Manzano recibió sin más el permiso de día y, a efectos prácticos, el régimen abierto era validado por la junta del centro.
A la hora de la verdad, el sistema suele resultar menos rígido de lo que amenaza y más desatento de lo que promete.
En su primer día en la calle, Jose acude a los lavabos de Atocha a sacarse algo de dinero. Frente a ellos encuentra las mismas mariposas ajadas de siempre. En la faz de algunos, el bicho había brotado hasta causar estragos. Saluda a todos y se deja admirar. Pregunta y así consigue enterarse, por boca de alguna alcahueta, de que Eloy solía aparecer por el lugar cada tarde después de las cinco y que vivía frente a la estación. Había hecho diana a la primera.
Nadie fue capaz de facilitarle una dirección concreta y, como quedaban unas horas de por medio hasta que pudiese ver a Eloy, se planteó ceder a los efectos que garantizaba un buen pico. Pero ello entrañaba un riesgo: lo que en segundo grado supondría una anotación en su informe, en tercero era motivo de regresión de grado y de vuelta a Carabanchel. Aun con todo, se dejó vencer. Claro, que necesitaba pelas para hacerse con su postura. Consciente de la demanda implícita en el lugar, estudió a los chaperos que se ofertaban ese mediodía y le pareció que no serían competencia para él. Jose se subió a la baranda, el palo del gallinero frente a la entrada a los lavabos, y bajó la mirada.
A media mañana había juntado lo que recordaba haber pagado la última vez por medio gramo de jaco en La Celsa. Marchó en el cercanías hasta Entrevías. Compró, se tiró junto al primer charco que encontró y consumió.
Iban a dar las cinco de la tarde cuando Jose pisaba de nuevo Atocha para buscar a Eloy.
Primero vio caminar a Ángel y siguió su trayecto. Allí estaba Eloy que, advertido, se daba la vuelta apresuradamente y huía, como alma que lleva el diablo, seguido de Ángel.
—¡Eloy, Eloy! —le nombró.
El hombre solo pudo correr unos metros por el vestíbulo porque Jose lo adelantó con suma facilidad y le cortó el paso.
—¡Déjame, que no tengo nada! —clamó Eloy tapándose la cara con el dorso de ambas manos.
Jose se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, hizo aparecer y le tendió un billete de dos mil pesetas. Aquel noble gesto, de algún modo, renovó la capacidad de sorpresa de Eloy.
Las tornas cambiaron pronto, el escaso espacio de tiempo que Jose tardó en volver a engancharse al caballo y necesitó la guita a diario para su postura.
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