Eduardo de Guzmán - El año de la victoria
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- Libro:El año de la victoria
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:1975
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El año de la victoria: resumen, descripción y anotación
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El año de la victoria es uno de los mejores libros que se han escrito sobre la inmediata posguerra civil española y sobre las terribles y sangrientas condiciones de vida, más bien de muerte, en los campos de concentración del franquismo.
El autor relata cómo, finalizada la guerra civil, es apresado en el puerto de Alicante, y los maltratos que padece en los campos de concentración de Los Almendro y Albatera, antes de ser trasladado a las cárceles de Madrid.
Eduardo de Guzmán
Memorias de la guerra civil 2
ePub r1.1
Titivillus 17.09.16
Título original: El año de la victoria
Eduardo de Guzmán, 1975
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
II
SEMANA DE PASIÓN
Aunque tengo sueño atrasado, no consigo dormir mucho en la primera noche pasada en el Campo de los Almendros. No es, desde luego, que lo lóbrego del porvenir me desazone lo suficiente para mantenerme despierto, que la inquietud y la angustia desaparezcan automáticamente cuando uno lo da todo por perdido. Tampoco los frecuentes y frenéticos tiroteos que estallan de pronto y cesan al minuto siguiente sin causa aparente en uno u otro punto del dilatado perímetro del campo. Las causas del desvelo son puramente físicas. De un lado y tras muchas horas sin comer, el cosquilleo molesto del estómago, que no han podido calmar el puñado de almendrucos verdes y amargos ingeridos la tarde anterior. De otro —y fundamentalmente— el frío y la humedad.
Parece absurdo y disparatado quejarse del frío a comienzos de abril y en un clima tan famoso por su dulzura como el de Alicante. El hecho cierto, sin embargo, es que lo sentimos y con mayor fuerza de lo que nadie pudo imaginarse por adelantado. La lluvia caída a primeras horas de la noche ha empapado la hierba sobre la que nos tumbamos y chorrean agua las ramas de los árboles. Nos acostamos muy juntos, apretados unos contra otros más que por la escasez de espacio —aunque el campo se ha llenado con la incesante llegada de nuevos grupos de prisioneros— por calentarnos mutuamente. Pero no disponemos más que de una manta para cuatro personas y por mucho que la estiremos no alcanza a taparnos a todos.
Pese a todo, estamos tan cansados que nos dormimos apenas cerramos los ojos y durante dos o tres horas permanecemos hundidos en un sueño profundo. A las dos de la mañana nos despierta un nuevo chaparrón. Aunque no llueve más que veinte o veinticinco minutos resulta suficiente para obligarnos a levantar y empapar de tal modo nuestras ropas, que la humedad parece metérsenos en los huesos.
Para secarnos, tratamos de volver a encender la pequeña fogata apagada durante el sueño. Tardamos mucho en conseguirlo, igual que les sucede a todos los grupos de los alrededores. Las ramas y las matas que podemos recoger están mojadas y no arden. Cuando lo conseguimos se queman de mala manera, despidiendo un humo que nos hace llorar y se mete por la boca y narices irritando la garganta. En cualquier caso se apagan con rapidez y hay que volver a empezar. Al cabo de una hora, cansados y aburridos, nos volvemos a tumbar sobre el suelo mojado, con ropas que rezuman humedad. Aún así, ya cerca de la amanecida logramos conciliar un sueño breve y desazonado.
Nos despierta al poco rato un agudo toque de diana. Las cornetas tocan con fuerza en distintos puntos del campo, sin duda para que nadie pueda alegar no haberlas oído. A continuación a través de los megáfonos se transmite una orden. Todo el mundo tiene que ponerse en pie. A la orden, que se repite varias veces seguidas, acompaña una amenaza:
—Los que sigan tumbados serán levantados a patadas.
Son las siete de la mañana y aún no ha salido el sol. Sobre el valle se extiende una bruma blanquecina que difumina los objetos a distancia y parece prenderse en la cima de las rocas y en las murallas del cercano castillo de Santa Bárbara. Me incorporo somnoliento y entumecido. Me duelen todas las articulaciones. Lo mismo les ocurre a los demás.
—Tal vez si nos diéramos una carrerita…
No es posible porque hay demasiada gente en el campo y tendríamos que chocar unos con otros o pisar a los que continúan acostados. Algunos lo hacen porque tienen mucho sueño; los más, por no encontrarse bien.
—Debo tener una fiebre alta —dice uno en el grupo inmediato al nuestro—. Estoy dando diente con diente y no sé si me sostendré de pie.
Diez minutos después le obligan a incorporarse a viva fuerza. Grupos de vigilantes, armados de fusiles y metralletas, recorren el campo en todas las direcciones, cumpliendo al pie de la letra la amenaza transmitida por los megáfonos. Cuando encuentran algún prisionero tumbado la emprenden a culatazos y patadas con él, sin molestarse en preguntarle antes lo que le sucede.
—Este hombre está malo. Tirita de fiebre y…
—¡Que reviente si quiere, pero de pie! ¡Es una orden…!
—¿No sería mejor llevarle a la enfermería?
El vigilante se encrespa. No hay nada que se parezca a una enfermería en el campo; cree que los presos debemos saberlo y que quien le interpela —un viejo campesino con el pelo blanco— pretende burlarse de él. De un culatazo en el pecho le tira de espaldas, mientras chilla rabioso:
—¡Toma el pelo a tu padre, cabrón…!
Ante el pequeño revuelo acude un sargento. Cuando alguien trata de explicarle en pocas palabras lo que sucede, no le deja continuar.
—¡Las órdenes no se discuten, se cumplen y sanseacabó! ¿Está claro? Pues ya están todos en pie. Si lo repito, será a tiros.
Unos ayudan a levantar al enfermo; otros incorporan al viejo que recibió el culatazo en el pecho y que escupe una bocanada de sangre.
—Me alegro. ¡Así no se te olvidará la lección…!
Se marcha la patrulla, buscando más hombres que permanezcan tumbados para obligarles a levantarse. No comprendo por qué lo hacen ni acierto a explicarme en qué puede molestar que continúen echados. Ni formamos para nada, ni tenemos nada que hacer y ni siquiera van a contarnos.
—Son ganas de fastidiar por el simple placer de hacernos la puñeta.
Aselo Plaza piensa de distinta manera. Cree que la violencia que acabamos de contemplar no obedece al simple capricho de un individuo aislado, sino que está perfectamente planeada con diversas finalidades.
—La primera, humillarnos. La segunda hacernos comprender que carecemos de todo derecho y ellos los tienen todos.
—¿Incluso el de matarnos de hambre?
—¡Claro! Pero todavía existe una tercera razón fundamental para mí: grabar en nuestro subconsciente, como un nuevo reflejo condicionado, la obediencia sumisa y rápida a sus órdenes. Conforme señalaban las viejas normas jesuíticas hemos de obedecer como cadáveres.
—Sobra el «como» —replico—, porque muy pronto seremos todos cadáveres auténticos. ¡Aunque nos obliguen a seguir de pie una vez muertos!
Algunos que se han acercado a la carretera, vuelven con la noticia de que no se ve preparativo alguno para una interrupción de nuestro prolongado ayuno. Cuando preguntaron a algunos soldados, la contestación fue siempre la misma, aunque empleasen distintas palabras al darla.
—¡Podéis sentaros, porque en pie os vais a cansar de esperar!
En los árboles cercanos no queda un solo almendruco. Ninguno de los que integran nuestro grupo ni de los que nos rodea tiene nada que permita aliviar el apetito.
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