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Juan Forn - El hombre que fue viernes

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Juan Forn El hombre que fue viernes
  • Libro:
    El hombre que fue viernes
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    2011
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El hombre que fue viernes: resumen, descripción y anotación

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JUAN FORN Buenos Aires 5 de noviembre de 1959 Escritor traductor editor y - photo 1

JUAN FORN (Buenos Aires, 5 de noviembre de 1959). Escritor, traductor, editor y periodista.

Corazones (1987) es su primera novela. Escrita a los 27 años, fue unánimemente celebrada por la crítica, que encontró aquí las marcas de un estilo. Ha publicado Nadar de noche (cuentos, 1991), Puras mentiras (novela, 2001), La tierra elegida (crónicas, 2005), María Domecq (novela, 2007) y Ningún hombre es una isla (crónicas, 2009). Ha sido editor de Emecé y de Planeta y director del suplemento Radar. En 2007 ganó el premio Konex de platino por «su labor como periodista cultural». Actualmente vive en Villa Gesell, y escribe las contratapas de los viernes en Página/12.

Ha traducido a Yasunari Kawabata, John Cheever y Hunter Thompson.

Muy pronto, si uno es lúcido,

el futuro queda atrás.

GEORGE STEINER

Juan Forn, 2011

Diseño de cubierta: Alejandro Ros

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.1

Las contratapas de Juan Forn en Página12 a fuerza de talento y constante - photo 2

Las contratapas de Juan Forn en Página/12 a fuerza de talento y constante renovación, se han convertido en un clásico, en un vicio, en un modo inteligente de enfrentar el fin de cada semana.

Cronista, crítico, detective, mago, lector generoso, son algunas de las personalidades que despliega en estas viñetas que dan cuenta del pasado y del presente, de la vida extraordinaria pero tan real, de la actualidad más tirana y de los libros que componen su asombrosa biblioteca. Dueño de un estilo y de una envidiable capacidad para buscar y encontrar, con una escritura tan densa como amable, Juan Forn recupera detalles y delirios así como el lado impensado de las historias conocidas. La selección de textos publicados en el diario entre 2009 y 2011 conforma lo que podría llamarse un género propio, más allá del relato y la crónica, el de «las contratapas».

Juan Forn El hombre que fue viernes ePub r11 Titivillus 26042019 Había una - photo 3

Juan Forn

El hombre que fue viernes

ePub r1.1

Titivillus 26.04.2019

Había una vez un pájaro

Tom Jobim fue a visitar al maestro Vilalobos. El maestro estaba en su estudio, escribiendo sobre la tapa del piano, mientras en el resto de la casa había un griterío imposible. Jobim le preguntó cómo podía trabajar así. Vilalobos contestó: «El oído de afuera no tiene nada que ver con el oído de adentro». Clarice Lispector tenía el oído de adentro tan permanentemente prendido, que parecía estar siempre en otra. Es tristemente célebre que un día de 1967 se durmió con un cigarrillo prendido y se prendió fuego y se salvó de milagro. Igual de famoso es su terrible mito de origen. «Mi madre estaba enferma, y por una superstición muy difundida se creía que tener un hijo curaba a una mujer de su enfermedad». La enfermedad era sífilis y se la habían contagiado los soldados rusos que la violaron, en Ucrania, durante los desmanes posteriores a la guerra civil bolchevique. Lispector fue concebida deliberadamente para eso: para curar a su madre. Ya estaban huyendo a América. «Pararon en una aldea llamada Tchechelnik para que yo naciera y siguieron viaje». El plan era llegar a Brasil. Llegaron a Recife y muy pronto se hizo evidente que la madre no se había curado. Moriría cuando Clarice tenía nueve años. «Siento hasta el día de hoy esa culpa: me hicieron para una misión determinada y fallé. Sé que mis padres me perdonaron por haber nacido en vano. Pero yo no me perdono».

Difícil toparse en la vida o en los libros con una persona tan enamorada a la vez de la vida y de la muerte como Clarice Lispector —salvo quizás Isaac Bashevis Singer, pero la gracia incandescente de Lispector es que sea mujer, además de judía y brasileña—. Si me conceden una breve incursión por la autopista de las generalizaciones, nadie entiende mejor el precio de la vida, en todos sus sentidos, que un judío. Y nadie entiende mejor la paga de la vida que un brasileño. Si esas dos naturalezas convergen en alguien, y no se neutralizan, se potencian de manera inconcebible. Uno de sus traductores, Gregory Rabassa, dijo una vez: «Si Kafka fuera mujer y brasileña, si Marlene Dietrich escribiera…». Yo lo diría así: no hay nada más glorioso que una mujer loca de amor por la vida, y nada más pavoroso que una loca de amor por la muerte. Lispector era las dos. Reaccionaba con todo su cuerpo a cada primavera («Siento un perfume de polen en el aire. Tal vez sea mi propio polen»), era capaz de salir a la calle un día de sol después de una gripe y no poder contenerse de decir, a quien quisiera escucharla: «Qué lindo es estar con los demás». Y a la vez escribir: «Después de morir no se va al paraíso: el paraíso es morir. Lo que llamo muerte me atrae tanto que sólo puede calificarse de valeroso el modo en que, por solidaridad con los otros, me aferro a lo que llamo vida y, a pesar de la intensa curiosidad, espero».

Me faltó contar que el padre de Clarice también murió, cuando ella y sus hermanas eran adolescentes. Ya vivían en Río para entonces. Clarice se las rebuscó para estudiar derecho, mientras trabajaba de secretaria y después de periodista, a los 22 se casó con un diplomático y estuvo veinte años cumpliendo ese triste papel en destinos varios europeos, hasta que se divorció y volvió a Brasil con sus dos hijos (uno esquizofrénico) y se instaló en el departamento entre Leme y Copacabana en el que viviría hasta su muerte, en 1977. Había empezado a publicar sus libros rarísimos cuando era esposa de diplomático. Los siguió publicando cuando volvió a Brasil. Además, aceptaba el trabajo que fuese para parar la olla. Tradujo (con legendaria desidia) novelas de Agatha Christie y Simenon y Anne Rice. Escribió, con seudónimo, un consultorio sentimental en el que sólo recomendaba el uso de productos Ponds (la marca que financiaba la columna). En la pared de aquel living en Leme tenía un retrato que le hizo De Chirico en Roma, en 1941 (no era a De Chirico a quien debió haber conocido, sino a Alberto Savinio, el hermano loco del pintor, que es el secreto mejor guardado de la literatura italiana, pero siempre pasan esas cosas: Duchamp pasó al lado de Gombrowicz en el Tortoni y ninguno de los dos lo registró, ninguno sabía quién era el otro). Clarice creía en la magia, en cualquier magia. Nadie describió mejor que ella la relación con los ansiolíticos («Cuando tomo una pastilla no oigo mis gritos. Sé que estoy gritando pero no me oigo»). Torturaba a los amigos por teléfono en medio de la noche. Mentía como nadie, y decía la verdad como ninguno.

Eso se hizo evidente en 1967 cuando aceptó hacer una columna semanal, cada sábado, en el Jornal do Brasil. Sus amigos, su editor, todos le dijeron lo que tenía que hacer: «Sea usted misma». Ella, que se había pasado la vida preguntándose «si yo fuera yo, qué haría», pidió a sus lectores: «Avísenme si empiezo a convertirme en demasiado yo misma». Les dijo también: «Hoy sólo quería escribir, y serían dos o tres líneas, sobre cuando un dolor físico pasa. De cómo el cuerpo agradecido, todavía jadeando, ve hasta qué punto el alma es también el cuerpo». Y también: «Me siento tan cerca de quien me lee». La leían los taxistas y los filósofos, los juerguistas que miraban hacia su ventana a ver si había luz, cuando pasaban por su calle, y las vecinas que le dejaban de regalo ollas de moqueca de pulpo recién hecha. Escribió durante seis años esa columna, cada sábado. Dijo en una de ellas: «Quiero que los otros comprendan lo que jamás entenderé». Les enseñó a los brasileños que se podía pensar sin ser racional («Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir»).

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