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Sergio Pitol - Domar a la divina garza

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Sergio Pitol Domar a la divina garza
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    Domar a la divina garza
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Domar a la divina garza: resumen, descripción y anotación

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De atenerse a la experiencia del disparatado narrador de esta novela pretender - photo 1
De atenerse a la experiencia del disparatado narrador de esta novela pretender - photo 2

De atenerse a la experiencia del disparatado narrador de esta novela, pretender domar a una divina garza resulta una empresa tan ardua como inevitablemente destinada al fracaso. Unos cuantos episodios del oscuro combate trabado entre la imprevisible Marietta Karapetiz y el estulto licenciado Dante C. de la Estrella forman el cuerpo central de este insólito y regocijante relato. El conflicto que estalla desde el momento mismo en que ambos personajes se conocen, antes aún de haber cambiado una sola palabra, podría convertirse en una metáfora de ciertos antagonismos clásicos, esos que se revelan, por ejemplo, entre la retención y la incontinencia, la solemnidad y el carnaval, la asepsia y la cloaca, la cursilería y el mambo, o, dicho en otras palabras, reproduciría la áspera convivencia de la oralidad con la escritura. El relato entero se va envolviendo en una tenue, fragante, neblina escatológica, donde las dos vertientes implicadas en el término, la investigación de lo sagrado y el reducto excrementicio, desempeñan un papel fundamental. Una Estambul que se sueña fantasmagórica y que se queda en tópica, la vehemencia de unos misteriosos festejos en un claro de la selva mexicana, el discurso infatigable y caprichoso de los protagonistas, la agonía y muerte de Gogol, los ecos de una tradición rabelesiana, popular, púdicamente picaresca, el amor al lenguaje, los sinsentidos de la razón, el ambiguo esplendor de todo jolgorio; eso y varias cosas más, que el atento lector se entretendrá en descubrir, componen esta rocambolesca novela que se lee, entre inesperadas carcajadas, de un tirón.

Sergio Pitol Domar a la divina garza Tríptico de carnaval - 2 ePub r10 - photo 3

Sergio Pitol

Domar a la divina garza

Tríptico de carnaval - 2

ePub r1.0

Titivillus 08.05.16

Sergio Pitol, 1988

Editor digital: Titivillus

ePub base r1.2

Para Juan García Ponce 1 Donde un viejo novelista a quien la edad perturba - photo 4

Para Juan García Ponce

1

Donde un viejo novelista, a quien la edad perturba seriamente, muestra su laboratorio y reflexiona sobre los materiales con los que se propone construir una nueva novela.

Un viejo escritor se prepara a iniciar una novela novela. Lee, al principio sin demasiado entusiasmo, después con franca desgana, dos o tres capítulos salteados de un párrafo, lo aqueja una sensación muy próxima a la angustia; cierra el volumen con deseos de no volver a abrirlo en los días de su vida. Recuerda un comentario hecho por Carlos Montiel, el crítico literario, amigo suyo desde los tiempos universitarios, quien, después de leer sus primeros cuentos, le manifestó que algunos personajes se parecían demasiado a antiguos compañeros de la Facultad por entero ordinarios: jóvenes capaces de todo, salvo de vivir una tragedia; descalificados para encarnar sutilezas y claroscuros de tipo jamesiano, a los cuales, sin embargo, él se esforzaba en proporcionar una bizantina complejidad emocional, un ámbito alimentado por intensos mesianismos estéticos, comportamiento que les era a tal grado ajeno que en vez de darles vida los desposeía de ella. La atmósfera rarificada que los envolvía terminaba por convertirse en una cárcel; caídos en ella, les resultaba imposible librarse de dialogar y actuar como muñecos de ventrílocuo.

De hacer caso a Montiel, y la ingrata lectura reciente confirmaba sus palabras, todo lo escrito hasta entonces estaba íntima e irremisiblemente condenado. Su literatura no tenía ningún futuro; había sido anacrónica ya en el momento de su nacimiento. Estaba a punto de cumplir los sesenta y cinco años. ¡Una edad atroz! A veces piensa que lo que en verdad le apetecía sería echarse a dormir en los mustios laureles cosechados, repetir la escasa gama de procedimientos ya probados hasta desgastarlos del todo, mantener en vida un lenguaje más o menos plausible hasta que la incitación a escribir se extinguiera por causas naturales. Es la suya una edad, lo sabe, en que se podría también correr el riesgo de ser atropellado por una intrincada red de movimientos interiores, de proyección, alcance y desarrollo tan vastos, tan densamente oscuros, que excedan las propias posibilidades de creación; sentirse sacudido por una furia, una violencia que lo desbordara todo; enamorarse de emociones aguardadas durante largo tiempo, y un día, bruscamente, abandonar para siempre ese proyecto que de repente se revela como un inmenso absurdo. ¿Iniciar por fin la obra cargada de ambiciones con que se soñó la vida entera, para la que se ha reunido a lo largo de los años una enorme cantidad de información y de detalles, aquel libro colmado de estruendo y furia que redimiera la propia existencia y la justificara ante el mundo? A su edad, esa hazaña adquiere visos de ser un inmenso disparate. Dejar de alcanzar la gloria soñada y perseguida en otros tiempos no tiene por fuerza que ser una tragedia. El fin no está lejano y el libro entrevisto requeriría años enteros de investigación y de trabajo sostenido. ¿Procurarse tal maltrato cuando se tiene ya tan poca energía, y la vejez encima, y los achaques de salud que aumentan, para dejar luego una novela a medias? ¡No, la verdad, muchas gracias!

Sus héroes conocen sólo dos formas, demasiado mecánicas, dicho sea de paso, de acceder a la ficción, es decir a su realidad novelística. O están de regreso de una rica experiencia vital, inexplicablemente fracturada, que los obliga a recluirse en algún pueblo de Morelos o en una pequeña ciudad veracruzana, donde, tristes, marchitos, agobiados por el resentimiento, van poco a poco desangrándose: las heroínas se deshojan ante un trasfondo sepia, manosean viejas cartas, fotografías amarillentas, recortes de periódicos de hace muchos años, y recuerdan, recuerdan y recuerdan, a esos seres afiebrados que en otro tiempo fueron ellas, y a otros más, aquellos que las estrecharon en sus brazos, las embriagaron con palabras ardientes, y luego, por una causa siempre desconocida, las expulsaron de sus vidas. Todos sus personajes masculinos ansiaron ser Lord Jim, Aliocha Karamazov, Fabrizio del Dango durante sus mocedades. Ninguno dejó de conocer un período de efímera luminosidad, interrumpido también por el desastre. Caso de sobrevivir a la caída, esos protagonistas regresarían, arrastrados por una aparente sed de identidad, a sus lugares de origen, a disfrutar, si tal pudiera ser el verbo, de una casita bajo el sol, al lado de un pequeño jardín con unas cuantas flores. Córdoba, Cuernavaca, San Andrés Tuxtla, Huatusco, Tepoztlán o Cuautla son algunos de los lugares elegidos por aquellos despojos humanos como refugio donde acabar sus días. Al poco tiempo de haber vuelto al Edén codiciado descubrirán que han caído en un hoyo del que toda escapatoria resulta ya imposible, que se han dejado arrinconar, que sus malquerientes han triunfado al desembarazarse por fin de ellos, que están rodeados de traidores, de desleales, de envidiosos, y allí irán envejeciendo, agobiados por toda clase de males, de deudas, de manías, intoxicados de rencor hacia un mundo incapaz de apreciarlos, estupefactos al comprobar la clase de porquería en que progresivamente se han ido convirtiendo. Viejas criaturas neurasténicas, algunas veces chuscas, amargas las más, resentidas, sin salida, sin futuro, sin remedio.

Pero esos protagonistas podrían considerarse triunfadores si se les compara con los que integran la segunda categoría, la de quienes no alcanzaron volver a esas casas soleadas y a sus mínimos huertos, aquellos a los cuales atrapó la vida en latitudes mucho menos generosas. Deambulan por el mundo, olvidados por todos y de todo. ¿No quisieron regresar? ¿No pudieron hacerlo? Bien a bien ni siquiera lo saben. Helos ahí: veladores nocturnos en una húmeda bodega, en algún almacén de madera, en un estacionamiento de automóviles, porteros en hoteles ramplones, beneficiarios de alguna institución filantrópica que les encuentra esos destinos con el objeto de hacerlos sentirse útiles y ayudarles a recuperar un mínimo de la dignidad perdida. Olvidados de todos en su país; desconocidos absolutos en el lugar donde residen. Es posible que las circunstancias no hayan sido siempre las mismas. También ellos debieron de haber conocido uno que otro verano de felicidad inicial. ¿Con quién habrán bailado? ¿Qué paso pudo haberles resultado fatal? Sucios y desdentados, apenas logran advertir la celeridad con que la memoria se les va agostando. Su venganza consiste precisamente en eso, en clausurar todos los canales que los comunican con el pasado. Si alguien se acercara a recordarles la conmoción vivida treinta años atrás, el tumulto interno que experimentaron al contemplar

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